DEBATES
El espejo es dinero
A mayor belleza, mayor salario, o más posibilidades de conseguir un aumento. Algo así afirma “Por qué la belleza importa”, un estudio norteamericano difundido esta semana que, además, dice que el “plus por belleza” es capaz de generar diferencias económicas mayores que las relacionadas con el género o la raza. A continuación, una lectura conspirativa.
Por Soledad Vallejos
En La pasión y la excepción, Beatriz Sarlo sostenía que Evita fue alejándose de las bambalinas del cine y la radio, en parte, porque era medio feúcha para los cánones de la época y eso le ponía palos en la rueda a su carrera de actriz. Pero bien podríamos pensar que Evita se habría quedado en el molde (de los figurines) si hubiera conseguido cachets siderales en las radionovelas. En una de ésas hubiera meditado dos veces antes de prestar su cuerpo y su discurso flamígero a la causa de su general Perón. Bill Gates, en una de ésas, no hubiera pensado en toda su vida en los vericuetos de las computadoras, si McDonald’s le hubiera ofrecido un ingreso digno a cambio de vender hamburguesas y vestir uniformes mal cortados y con pésimo calce. Otras no beldades locales (no queremos aquí faltar el respeto a personitas con poder y dinero), quién sabe, hubieran acotado sus ambiciones hasta los límites de un sueldito todos los meses y un aguinaldo cada tanto, si la mirada de los otros hubiera sido un poquito menos cruel. Alguna cosa semejante parece que podría inferirse de un estudio –supuestamente– científico que hizo algo de ruido en los últimos días con la siguiente afirmación como base: “La incidencia del plus por belleza es económicamente significativa y comparable a las brechas originadas por diferencias raciales y de género”. Eso plantean los investigadores norteamericanos Markus Mobius y Tanya Rosenblat en “Por qué la belleza importa”, una investigación originada en Harvard y puesta a prueba con un “experimento” en la provincia de Tucumán durante el año pasado.
Por algún motivo de lo más misterioso (una teoría malpensada sugiere que es por lo barato que les salió convocar a tantos estudiantes: “cada participante –dice la descripción– recibió 12 pesos más de lo que haya ganado trabajando durante el experimento, en efectivo, al terminar el experimento”, teniendo en cuenta que “la ganancia promedio de una hora de trabajo en Tucumán era de 6 pesos”), a Mobius y Rosenblat se les ocurrió que la mejor manera de demostrar la tesis según la cual en el mercado laboral norteamericano las personas más agraciadas cobran mejores salarios era trasladar su experiencia de laboratorio al mundillo universitario tucumano. Allí, los investigadores sometieron a un número indeterminado de estudiantes universitarios (elegidos en facultades de humanidades, ciencia, medicina, computación, negocios y economía) a la evaluación de 50 pares capaces de determinar, en una escala del 1 al 5, qué tan lindas y lindos eran. De todas/os las/os evaluadas y evaluados, 165 fueron asignados a jugar como empleadoras/es y 865 a ocupar el rol de las y los asalariadas para que la investigación pudiera recoger datos empíricos sobre lo mucho o lo poco que el factor “belleza” influía en sus conversaciones cara a cara, telefónicas o escritas (en algunos casos, combinando los tres modos). Ahora bien, ¿qué entiende como “belleza” el estudio? Pues una variable construida a partir de lo que las y los evaluadores juzgaron como bello en los rostros de quienes fueron evaluadas y evaluados. Dice la investigación: “Normalizamos la medida de belleza (un valor obtenido con determinados cálculos matemáticos) dividiéndola por el error promedio. Esto nos permite interpretar coeficientes de regresión en Belleza como el efecto de un aumento de la desviación standard en el atractivo físico”. A lo largo del experimento, empleadas y empleados pedían a sus superiores, tras incrementar su productividad (en la que la investigación halló una curiosa brecha de género: ellos trabajaban de manera más eficiente que ellas), un aumento de sueldo. A veces lo conseguían y otras veces no. Con la mirada puesta en la belleza de quiénes los obtenían, la investigación concluye que “la belleza es percibida como un correlato de la inteligencia, las habilidades sociales y la salud”. Es más: la belleza es una suerte de “profecía autocumplida: los maestros confían en que los niños más bellos se destaquen en la escuela, y dedican más atención a los chicos en quienes creen percibir un gran potencial. El tratamiento preferencial, por lo tanto, construye confianzas al mismo tiempo que habilidades sociales y de comunicación”. Vale decir que las lindas y los lindos son mejor tratados que las y los poco agraciados desde su misma infancia, con lo cual sus vidas siempre serán mejores porque desarrollan grados interesantes de amor propio, seguridad personal y también amor de quienes los rodean. Continúan las conclusiones: “La belleza no eleva la productividad, pero sí los estimados de productividad” (es decir, el grado de productividad que dan la impresión de alcanzar); “los lindos tienen un 13% más de confianza en sí mismos”; “los efectos de la belleza son más significativos en las relaciones cara a cara” (y no tanto en las comunicaciones mediadas, como las charlas telefónicas).
Una lectura mínimamente entrenada en conspiraciones podría decir muchas cosas. Por ejemplo, que lo que parece buscar una investigación de este tipo no es tanto demostrar la incidencia en el mercado de trabajo de variables quizá azarosas y hasta fuera de control (a excepción de que se pise un quirófano para una cirugía estética) como la belleza, como borrar de un plumazo la carga política de conflicto que asoma cuando se mencionan, analizan, toman en cuenta, denuncian brechas originadas en el género o en diferencias raciales. Digamos, a qué tanto escándalo porque las mujeres y los varones no cobran lo mismo, si a fin de cuentas pasa lo mismo con las feas y los feos, y no se quejan tanto. O quizás alguien arda en deseos de inventar nuevas minorías simbólicas y está por fundar un colectivo, pongámosle, como Fefeux, Feas y Feos Unidos de (nombre de región, país, localidad que corresponda), para embarrarles la cancha a otras diferencias. Ríanse, si quieren, pero no se olviden que ahora, en plena cruzada neoconservadora a nivel mundial, mientras lo que queda del Papa gesticula desde la ventana con vista a la plaza de San Pedro, los sectores más reaccionarios del cristianismo ponen el grito en el cielo ante cada reclamo mínimamente progre con el argumento más asombroso: que no se respetan sus derechos como minoría. Las mentes conspirativas, además, no pueden evitar relacionar el surgimiento de investigaciones como las que nos ocupan con aquellos sesudos estudios sobre las desdichas y desventuras de las mujeres modernas que parecieron sufrir, de manera abrumadoramente masiva, las norteamericanas durante la era Reagan, como bien largo y tendido estudió Susan Faludi en el clásico Reacción. Y no olvidemos que no hay bello si previamente no hay feo, así como no hay bien si antes no hay un mal al que oponerse (que alguien diga, si no, que Bush no entiende de retórica y construcción de identidades).
Bella, bello, ¿quién lo es? En el reciente y delicioso Historia de la belleza, Umberto Eco dice que, en la segunda parte del siglo XX, la beldad corporizada sigue los lineamientos de los modelos propuestos desde los medios, y que en todos los casos se trata de patrones tan democráticos que incurren en la contradicción de alabar a la vez curvas extremas y delgadeces peligrosamente patológicas. “Los medios de comunicación de masas –escribe– ya no presentan un modelo unificado, un ideal único de belleza. Pueden recuperar, incuso en una publicidad destinada a durar tan sólo una semana, todas las experiencias de la vanguardia y ofrecer a la vez modelos de los años veinte, treinta o cuarenta, llegando incluso al redescubrimiento de formas ya en desuso de los automóviles de mediados de siglo. Los medios proponen de nuevo una iconografía decimonónica, el realismo fabuloso, la exuberancia de Mae West y la gracia anoréxica de las últimas modelos, la belleza negra de Naomí Campbell y la nórdica de Claudia Schiffer, la gracia del claqué tradicional de A Chorus Line y las arquitecturas futuristas y gélidas de Blade Runner, la mujer fatal de tantas transmisiones televisivas o de tantos mensajes publicitarios y la muchacha con la cara recién lavada al estilo de Julia Roberts o de Cameron Diaz, ofrecen Rambo y Platinette, o un George Clooney de cabellos cortos y los neocíber con el rostro metalizado y el cabello transformado en una selva de cúspides coloradas o pelados al cero.” Eco sabrá disculpar, pero más que a democracia eso suena a mecanismo propio de la sociedad de consumo; como sea, él agrega que se trata de “el politeísmo de la belleza”.
Pero a fin de cuentas, ¿a qué tanta historia con la belleza? ¿Por qué inclusive en el terreno económico, lejos ya de las disquisiciones sobre las estrategias y los núcleos de las industrias cosméticas –aferradas a la belleza como valor por cuestiones bastante más terrenales que el placer, valga decir, por el dinero que el mito de la necesidad de la belleza entendida estrictamente en términos corporales reporta a sus arcas–, por qué, decíamos, otra vez la belleza? Y encima, ahora, pretendidamente despolitizada.