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Viernes, 15 de abril de 2005

SOCIEDAD

El horizonte de un día

Como un parpadeo, se abrió y se cerró una ventana mediática que permitió atisbar la vida y la muerte en la Villa 20, al sudoeste de la
ciudad de Buenos Aires, un lugar donde los que dejan de ser adolescentes se jactan de veteranos. Y es que el caso de Camila Arjona, la niña embarazada asesinada por una bala policial por la espalda fue apenas
un poco más espantoso que lo que sucede todos los días en esos márgenes.

Por Roxana Sandá

La bajada de la calle Albariños, en el corazón de la Villa 20, se convirtió en menos de quince minutos en un infierno de alaridos, disparos, sangre y muerte. En un rapto de furia, dicen los vecinos, policías de civil asesinaron por la espalda a una adolescente embarazada de cinco meses. Sin embargo, media hora después de esa madrugada del viernes último, otros policías de la comisaría 52 que se presentaron en el lugar trataban de convencer a Norma Díaz, la madre de Camila Arjona, de que la pérdida de su hija de 14 años era un hecho desgraciado antes que un caso de gatillo fácil, por lo que no necesitaba “poner abogados”.

A fuerza de sugerencias y presiones veladas, esos hombres intentaban hacerle creer a una mujer enloquecida de horror que aquella punta de un pie asomando debajo de una sábana vieja, ese bulto pegoteado de sangre que era su hija había sido víctima de su “imprudente” curiosidad. “Qué necesidad de salir a ponerse en el medio”, lamentan todavía los tipos. Los acusados y los libres de culpa.

Norma Díaz sigue preguntándose en un susurro, porque el dolor le estaquea la voz, cómo se hace para vivir sin su hija. “Siempre creí que íbamos a estar juntas por mucho tiempo, que ella era quien me iba a acompañar en la vida, pero con su muerte terminaron matándome a mí también.”

A Dolores Demonty, la madre de Ezequiel, el chico que murió ahogado luego de que policías federales lo golpearan y obligaran a nadar en el Riachuelo, la sobresaltó el teléfono a las cinco de la mañana. “Me llamaron para decirme lo que había pasado, que la familia de Camila no sabía qué hacer. Pero lo primero que les puse en claro fue que se trataba de un caso de gatillo fácil contra esos pobres a los que nunca creen ni escuchan y contra una nena con el cuerpito de un chico de 11 años, asesinada por la espalda. Nadie ni nada repara esa pérdida, pero frente a la muerte de nuestros hijos lo único que alivia es la justicia.”

Por estos días, esa calle en falso zigzagueo que es Albariños y que tajea el barrio en dos mojones diferenciados, diluye el tiempo descarnado de la barriada entre las novedades del cumbiero que la noche anterior sacaron del escenario con un infarto porque estaba pasado de droga y de los tres policías nuevos apostados a mitad de cuadra para guardia de un grupo de locales que custodiaban los hoy detenidos Adrián Bustos, Miguel Angel Cisneros y Mariano Almirón (aclaración: todos revisten en la misma comisaría). Marina, una de las vecinas más antiguas de la villa, cuenta que las corridas de los primeros días tras el asesinato de Camila “fueron para evitar más aprietes. Imaginate la impunidad de estos tipos que los policías de la 52 que ahora están presos custodiaban unos locales y en apenas 24 horas fueron reemplazados por otros de la misma comisaría” para resguardarle el negocio al dueño de una bailanta, un locutorio y una edificación donde se alquilan piezas, algunas sospechadas de albergar situaciones de prostitución.

“Al otro día del ataque, uno de los chicos que presenció todo fue a declarar a la comisaría y mientras esperaba vio pasar a uno de los policías que habían disparado, como si estuviera entrando a trabajar. El pibe se quería morir”, reseña Marina y no se sorprende cuando le comentan que en el allanamiento a la comisaría se encontraron zapatos manchados de sangre en uno de los lockers donde los policías guardan sus pertenencias, probablemente los mismos con que le patearon la cara a Camila luego de dispararle y levantarla de los pelos del piso. “¡Uy, nos equivocamos!”, habrían exclamado antes de arremeter a las patadas contra su rostro, según relata Matías, el primo de la niña.

Una militante territorial de una de las diez agrupaciones políticas con presencia activa en la Villa 20 y que reside en ese asentamiento hace más de veinte años –pidió mantener su nombre en reserva– reveló que la relación desigual entre la policía y los jóvenes “ya es estructural pero naturalizada de una manera perversa. Los canas establecen lazos desde el poder y el sometimiento de los pibes obligándolos a robar para ellos en los lugares que les marcan previamente, a jugarles de sirvientes y a conseguirles droga en el momento en que se les ordene”, tal como sucedió esa noche fatal, cuando uno de los policías de civil, borrachos de cerveza, ordenó “andá a comprarme merca” a un chico de 16 años que volvía a su casa. “Creo que le dijo ‘no sé dónde hay’ o ‘andá a comprártela vos’... Lo molieron a trompadas y el pibe terminó estampado en un poste de luz, sin un diente y con la cara deformada. Tuvo suerte: otros terminan muertos.”

O perseguidos. De acuerdo con una investigación del periodista Sebastián Hacher, la “equivocación” a la que aludieron los policías cuando observaron el rostro agonizante de Camila tenía que ver con otra adolescente de 14 años a la que algunos “hombres de la fuerza” se la tienen jurada hace rato. “Muchos vecinos del barrio confundieron a la chica asesinada con otra a la que llamaremos Paula, una adicta a la pasta base que comete pequeños robos en el barrio para sostener esa dependencia a la droga que la está matando. En un primer momento, familiares de Paula se acercaron hasta el lugar donde ocurrió todo para reconocer el cuerpo y confirmar si se trataba de ella. Para los vecinos del barrio, Paula es una candidata segura a morir con una bala policial en la espalda. Es que el fusilamiento de niños víctimas de drogas como la pasta base y de los niños pobres en general se ha naturalizado a tal punto que hasta se especula con cuál va a ser el próximo en caer.”

A “Paula” suelen verla deambular por los pasillos. Es una de “los invisibles”, chicos y chicas prendidos a las bolsas con pegamento o aspirando de cañitos de antenas de televisión a los que les meten la pasta elaborada con desechos de cocaína, vidrios de tubos fluorescentes molidos o hasta veneno para ratas y que viaja al cerebro en la primera pitada desparramándose por el cuerpo, que pierde el dominio de sí en contorsiones y en la incontinencia de orina o excrementos mezclados con sangre. “Chicos de entre seis y 18 años se convierten en zombies tirados en las esquinas, obligados a prostituirse o a robar para conseguir más droga; empeñan loque tienen, hasta sus documentos. Los proveedores de droga son el problema y la policía no hace nada para sacarlos”, se lamenta Regino Viera, referente comunitario a cargo de un comedor que recibe a diario unas 230 personas de las cuales 170 son niños y adolescentes.

En la villa dicen que a los varones les tocan las balas y las bajezas policiales porque “andan todo el día por las esquinas, mientras que las pibas están más adentro, cuidando a los hermanitos”. Sin embargo, varias madres sostienen que la violencia institucional “la sufren mujeres y hombres por igual, sólo que en su imaginario machista la policía elige a los chicos para robar o conseguir droga y a las chicas para divertirse, prostituirlas o hacerlas participar en robos ‘más finos’, como sacarles plata o documentos a tipos haciéndoles el entre”.

Isabel Robles, una madre de 40 años, tres hijas de 21, 19 y 15 años, y dos hijos de 14 y 9 años, sabe que en el barrio el miedo es un ciempiés que se arrastra entre los que tienen chicos. “Nos dicen cabecita negra porque vivimos en una villa, porque callamos, porque siempre terminamos enredados en historias con la policía, pero no tienen en cuenta el miedo que nos corre por el cuerpo porque vemos que los crímenes se tapan o porque si miramos más allá de nuestras narices o decimos una palabra de más no sabemos si mañana vamos a seguir viviendo.”

Mujer piquetera y referente del MTD Lugano, “Isa” junto con otras compañeras se reúnen todas las semanas en asamblea para delinear políticas de inclusión y dedicar esfuerzos a acciones coordinadas de seguridad fuera y dentro de “los pasillos” históricamente capturados por hombres.

Las más antiguas de la villa, algunas con cuarenta años de residencia firme en esas tierras habitadas “por un sesenta por ciento de residentes bolivianos, un diez por ciento de paraguayos, poquitos chilenos y uruguayos y el resto argentinos”, arden cada vez que recuerdan al director general de Comisarías de Capital Federal, el uniformado Gustavo Ramos, diciendo por televisión que “las personas obran de manera extraña en algún momento”, en referencia a los policías acusados del crimen de Camila.

“Con qué cara salen a decir esas cosas –se indigna Mary, abuela de “tres mocosas con hijos”–, cuando desde que tengo uso de razón veo cómo denigran a los pobres, más si son jóvenes. A las chicas con hermanos presos las visitan a sus casas y les ‘tiran plumas’, las rodean de a poquito o intentan jugarles al novio presionándolas con que ellos pueden hacer que los hermanos la pasen un poco mejor en la cárcel o en un instituto. A los pibes más adictos les proveen droga si trabajan para ellos dentro de la villa y les liberan las zonas de las casas donde quieren que entren, porque si van a robar afuera ‘son boleta’, como les gusta decir. Y cuando tienen ganas de joderlos más, los esperan acá enfrente, cerca de un puente, en algunos de los caminos del descampado que conecta con Villa Soldati, para sacarles lo que lleven encima. Los hacen desnudar, los humillan y abusan de ellos, y cuando un pibe se harta de todo eso y quiere bajarse, comienzan las amenazas y las persecuciones hasta que un día lo fusilan. Después le plantan un arma y dicen que murió en un enfrentamiento.” Estadísticas de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) precisan que más del treinta por cientode causas policiales son fraguadas. Estimaciones del barrio precisan que Soldati es destino obligado para conseguir droga “y lo que se te ocurra”.

“Todos negocian con ‘la gorra’”, insiste Mary. “Los pibes, porque si se bajan los matan o los mandan presos; sus hermanas, por temor a que les hagan algo a ellas o a sus familias, y los padres, porque tienen que seguir viviendo aquí.”

Por caso, la “fama” de la 52ª creció desmesuradamente a partir de las muertes de Daniel Barboza y Marcelo Acosta, ambos de 17 años, el 11 de febrero de 2002, frente a los monoblocks de Villa Lugano. La policía comunicó que un comisario inspector de la Federal mató a balazos a dos de los tres ladrones que quisieron robar su coche. Desde las ventanas de los edificios, en cambio, al menos cuatro testigos dijeron haber visto al sargento de la comisaría 52ª, Rubén “Percha” Solanes, haciendo arrodillar a los jóvenes para luego fusilarlos. “¡Tenían que ver al tipo, días después, acompañando sonriente el cortejo fúnebre! –recuerda Mary–. Para los códigos de la Federal, era un verdadero ‘poronga’; para la gente, un asesino serial.”

Con Gabriel Omar “Pipi” Alvarez, 21 años, casado y con una hija de 2 años y medio, las cosas no fueron muy diferentes. Cuentan que Percha se le metía en la casa, se encargaba personalmente de perseguirlo porque Pipi no respondía como en otras épocas. Dos semanas después de las muertes de Barboza y Acosta, el joven fue fusilado por policías a plena luz del día, frente a varios testigos. “No me matés, tengo una hija”, dicen que suplicó arrodillado, con las manos unidas a la espera del tiro de gracia. El crimen se silenció del todo cuando aparecieron fotos del cadáver de Pipi con el mensaje “al que habla, le puede pasar lo mismo”.

“El Percha llevaba esas fotos en su bolsillo”, revela Sebastián Hacher. “Al mostrarlas, agitaba como un trofeo la pulsera de oro que le había sacado a la víctima.”

“Los mataguachos”, como suelen llamarse en la jerga, gozan de buena salud, sobre todo cuando personajes como Solanes, quien fue trasladado a cierto sector nebuloso de la Federal (fuentes fidedignas confiaron que ni siquiera funcionarios del Ministerio del Interior pueden responder con absoluta seguridad dónde revista este policía en la actualidad), dejan a su paso engranajes aceitados en lo que hace a desmanes represivos y prácticas corruptas de recaudación, como los pedidos de coimas a vendedores ambulantes, travestis y trabajadoras sexuales. Es un secreto avoces entre las 20.000 almas de la Villa 20 que policías de la brigada de Lugano “cobrarían un canon” a cada puestero/a de la feria boliviana que se despliega sábados y domingos a lo largo de la calle Ordóñez. “Todos los sábados se bajan de sus autos particulares con esas camperas y esos anteojos que los delatan a cien cuadras y se acercan a una sonriéndole de costado, con el cuento de que nos cobran seguridad. Con la brigada no hay diálogo posible; pagás y se van”, se resigna una vendedora boliviana.

La Eli recorre esa romería serena, panza al mundo, orgullosa de un embarazo que la acompaña tempranamente, con 16 años y sin novio a la vista. “Porque con el padre de mi hijo me peleé y no quiero saber más nada. Igual me banca mi vieja, que ya pasó por lo mismo que yo con mis otros hermanos y todavía se las sigue arreglando sola con todos nosotros. Lo importante ahora es que estemos juntos.”

En el recuento de sus vidas, la Eli, al igual que Camila Arjona, no marcan la excepción. Son innumerables las adolescentes del barrio –en principio, la mayoría de sus amigas, advierte Eli– que atraviesan un embarazo o cargan con uno o dos hijos y una pareja de su misma edad. De tan habituales, una de estas historias fue elegida por alumnos del EMEM 4 Distrito Escolar 21 –escuela a la que asistía Camila– para su cortometraje Sin ser llamado, dentro del Proyecto Cine en Escuelas Medias del Sur del Gobierno de la Ciudad, destinado a jóvenes de 13 a 21 años de Villa Lugano y Mataderos. En clave de ficción, el corto trata sobre una adolescente abusada por su padrastro, que intenta abortar en una clínica clandestina.

“Por desconocimiento, por recursos económicos escasos o porque no reciben contención familiar, las chicas buscan varones que las sostengan y las respeten, pero muchas veces ese otro es un adolescente con los mismos conflictos”, entiende Graciela Gimena López Batista, de 23 años, y referente del centro comunitario Una Mano Amiga, donde funciona uno de los 14 comedores que se distribuyen en el barrio. “Comencé a trabajar con adolescentes hace dos años, a partir de una iniciativa del gobierno porteño, que convocó promotores jóvenes para prevención de riesgos en la sexualidad y embarazos no deseados. A partir de esa experiencia y de la tarea en el centro entendí que el único proyecto de vida de las chicas es formar una familia; muy pocas ambicionan estudiar porque no tienen el dinero para hacerlo y en la mayoría de los casos sus padres tampoco terminaron de cursar la primaria o la secundaria. Hay en esto una cuestión cultural, como en el caso de los embarazos adolescentes, aceptados con naturalidad por las madres de esas chicas, que pasaron por situaciones idénticas.” A nadie extraña cruzarse en el laberinto villero a madres y abuelas jovencísimas, arrastrando un racimo de niños y sin compañía masculina a la vista. Casi todas jefas de hogar con ausencias de novios o maridos por abandono o porque están presos. “No hay proyectos a largo plazo, apenas se preocupan por mantener el día a día”, señala Graciela, que estudia la carrera de asistente social “para ver si logro comprender por qué pasa todo esto”.

En esa media general de vivir a bocanadas navegaba Camila, con la tibia esperanza de hallar en un nacimiento y en su novio Leo, de 17 años y padre del niño por venir, un anclaje que a los 14 parece utopía. Como un vuelto sucio, la alcanzó el vértigo de una muerte que resume en crudo la desaprensión por la vida humana de algunos sectores policiales, la permanente estigmatización a los “jóvenes pobres” y la denigración de los sectores populares. “Me pregunto cuándo vamos a dejar de contarnos como si estuviéramos hablando del tiempo que a tal o cual chico lo hicieron arrodillar y le pegaron un tiro en la cabeza”, inquiere Isa. “Está todotan degradado que hasta nosotros, los de la villa, nos fuimos acostumbrando a ver morir a nuestros jóvenes como moscas y con el cuerpo lleno de agujeros.”

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