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Viernes, 11 de noviembre de 2005

CINE

Milonga de una feminista

Sugerido por una productora extranjera, Tango, un giro extraño es un documental musical que recorre los nuevos escenarios de la música de la ciudad por los que la directora, Mercedes García Guevara, paseó su mirada crítica antes de cerrar los ojos y dejarse llevar como quien se entrega al beso enamorado.

 Por Moira Soto

Mercedes García Guevara andaba de festival en festival, presentando su película Río Escondido, protagonizada por Paola Krum, cuando, tomándose unos daiquiris en compañía de la productora española Rosa Bosch, ésta le disparó: “¿Qué hay del tango?”, con la idea de hacer un documental en la línea de Buena Vista Social Club (producción con la que tuvo que ver Bosch). “Me interesó la idea, y como no estaba suficientemente empapada del tema, prometí ponerme a investigar”, recuerda García Guevara. “En ese entonces, había empezado a hacer notas para un guión que quiero filmar próximamente, Tradición, familia y propiedad. Pero todo se dio para que hiciera primero Tango, un giro extraño, un documental musical que en esas fechas todavía no tenía este título, que es el de un tema de La Chicana que me fue cedido gentilmente.”

De vuelta en Buenos Aires, Mercedes se puso en campaña para conocer ese ambiente y llamó a la amiga de una amiga cuyo novio era milonguero: “Comencé a ir a la milonga, un sitio que no había pisado en mi vida. Me impresionaron mucho esos lugares, su aspecto, su atmósfera. Esa cosa de sacar a bailar a la mujer, porque el tango se baila abrazado, algo que ya no existe en el mundo actual”.

¿Cuál era tu relación con el tango hasta ese momento?

–Me gustaba desde siempre, Gardel en primera fila. Pero a partir de este proyecto me clavé la radio del auto en la 2 X 4, hice descubrimientos que me entusiasmaron, compré discos al por mayor... Y me enganché todavía más cuando empecé a bailar. Tomé algunas clases particulares y me fui a la milonga. Bailar el tango es una sensación incomparable, difícil de poner en palabras. Es como dejarse arrastrar por la corriente y a la vez volar. Estás bailando con un desconocido total y te entregás. Tuve que aprender a que me llevaran y a no poder decidir nada. Me costó, no te creas. No estoy acostumbrada a que otro decida por mí. Pero el tango es así.

¿Ni un instante de autonomía para la mujer?

–Puede haberla cuando hacés una figura, por ejemplo. Pero igual es el hombre el que te concede ese momento, porque te pone los pies de una manera y ahí hasta te podés lucir. Te estoy hablando del tango que bailan el hombre y la mujer común en la milonga, no el del show for export. El tango con los pies en el piso, arrastrado, más acotado. Yo con los ojos abiertos me puedo llegar a perder. En cambio si los cierro me concentro totalmente.

¿Como cuando te besan?

–Algo así, es cierto. Me ha pasado de empezar a bailar y después de un rato abrir los ojos y no saber dónde estaba yo ni dónde estaba mi mesa. Es muy lindo ese extravío. Hay gente que cree que es difícil bailar tango. Para nada. Justamente, el tango lo puede aprender a bailar cualquiera a cualquier edad. Ni siquiera exige un estado físico especial.

Los milongueros arquetípicos, ¿todavía forman una especie aparte?

–Sí, pero son cada vez menos los totalmente ortodoxos. Los que quedan son personajes increíbles, curiosidades de museo. A mí me ha pasado de ofrecer un cigarrillo a uno y que me dijeran pomposamente: “Jamás acepté un cigarrillo de una mujer”. De ahí el tema del cabeceo, cosa que hace el tanguero de alma. La gente baila tres, cuatro tangos, después hay una cortina, todo el mundo se sienta. Vos estás acá y hay un tipo del otro lado de la pista que te quiere invitar. Si es milonguero te hace un gesto con la cabeza, le contestás afirmativamente, empieza el tango, te parás y él sabe que te va a encontrar en la pista. En cambio, si no querés, le respondés con un gesto distraído mirando a otro lado. El tipo se entera, pero su dignidad queda intacta porque no hubo un rechazo explícito. A mí me interesó mucho entrar en el código, no mirar de afuera con ojo clínico. No podía hacer una película de tango si se me escapaba algo de eso. Es muy teatral: durante tres horas vos actuás a una mujer que va a bailar tango.

Además, está toda la estética, el fetichismo del tajo, el zapato...

–Pero sí. Un día, mi profesora de tango, Julieta Lotti, me dice: vamos a la milonga. Era mi primera vez. La fui a buscar a su casa, yo vestida como en la vida normal. Y sale ella –a quien siempre veía de jean y remera– con un tajo hasta acá, el pelo engominado, un escote... ‘¿Adónde vas con esa ropa?’, le pregunto impresionada. ‘De milonga’, me dice con un guiño. Era un yiro mal, le dije que nunca me iba a poder producir así. ‘Esperá un poco’, me responde divertida. Tenía razón: quizá no llegué a ponerme tan atrevida, pero la milonga te va llevando. Terminé buscando minifaldas en el ropero de mi hija. Porque la apertura de piernas exige tajo o pollera corta.

También indagaste sobre grupos, intérpretes, compositores...

–Por este camino, en un momento dado, encuentro a los jóvenes. Veo en la milonga a chicos y chicas con piercing, pelos raros. Imágenes del tango que no había visto jamás. Simultáneamente, buscaba músicas, hablaba con mi amigo Martin Bauer que me orientó mucho. Encontré a La Chicana en una disquería: vi en la portada de un CD a cinco tipos que parecían rockeros. Escuché La Patota y me mató. La productora española –que después se desvinculó– vino a Buenos Aires y le comenté que estaría bueno encarar el tango desde la gente joven, la continuidad. Me encontré con gente muy valiosa, varones y mujeres que han innovado. Conocí a artistas como Brian Chambouleyuron, Pablo Mainetti, Osvaldo Montes, Adrián Iaies, La Muñecas, Fernando Otero, por supuesto La Chicana, que incorporé a Tango, un giro extraño.

¿Cómo te manejaste para hacer la selección?

–Elegí por puro gusto personal, por emoción. Creo que Acho Estol, de La Chicana, es un gran poeta, un compositor buenísimo, desde las letras te habla de paranoia, de un taxi boy, sin dejar de hacer tango. Dolores Solá es, en mi opinión personal, la mejor cantante actual de tango: hay en su voz una mezcla exacta de arrabal y refinamiento. Cinematográficamente hablando, tiene una cara maravillosa, muy fotogénica. Brian Chambouleyrón hace muy bien tangos de los ’30, los ’40. A Fernado Otero me lo pasó Martín Bauer, vive en Nueva York, acá no lo conocen. Algunos de sus temas son de una gran suavidad, pero de pronto tiene tangos durísimos, que te ponen piel de gallina. Se lo puede emparentar con Piazzolla por la base de jazz, pero es otra cosa. Adrián Iaies un gran pianista, Pablo Mainetti un bandoneonista extraordinario.

¿Cómo procesás en nivel personal el machismo del tango tradicional?

–Comprendí muchas cosas del hombre argentino al ahondar en el tango. Algunas letras son francamente increíbles por lo machaconas respecto de la maldad de la mujer. La única buena es Estercita, la novia abandonada que se porta bien. Me parece que el machismo del tango es básicamente pánico a la mujer, no saber cómo manejarse con ella. Inseguridad pura. La mujer es la que puede herir de muerte al hombre –en su orgullo, claro–, entonces prefiere demonizarla para defenderse. Por eso existen todavía gestos como el del cabeceo. También falta el sentido del humor para reírse de ellos mismos. Hasta te diría que entendí muchas cosas de la Argentina a partir de ciertas letras de tango, toda esa filosofía de que “el que labura es un gil”... Y por supuesto está la cuestión de la doble moral: el tipo se siente atraído por la mina de cabaret y a la vez la desprecia. A mí, desde muy joven, me indignó que la mujer, para la moral sexual media, debiera tener una buena reputación. Decidí no dar nunca explicaciones a nadie y creo que llegué a tener mala reputación desde esos parámetros absurdos. Yo sinceramente, a esta altura del siglo 21, me tomo ciertas letras del tango con humor, sobre todo las más quejosas. Pero reconozco que han sembrado semillas que han prendido. Veo expresiones misóginas permanentemente por televisión, las propias mujeres parecen no tener conciencia en ese medio. Y también te encontrás con tipos supuestamente hiperprogresistas que de pronto te sacan de la galera unas teorías discriminatorias que te hacen pensar que no han pasado ni cinco minutos desde 1940. Me aburre profundamente tener que discutir todavía sobre temas de derechos, igualdad. Tener que declarar que me parece algo básico ser feminista.

En las letras de La Chicana, por ejemplo, no aflora esa misoginia.

–Es que hay otra mirada, un lenguaje actual. En “Una rosa y un farol”, el tipo dice “te esperé como un soldado, como un auto abandonado. Los vaguitos de la cuadra me tomaron por un cana, y cuando pasó la cana me tomó por taxi boy”... El tipo empieza canchero bajo un farol, con una rosa, esperando a una mina que nunca llega. Lo plantó y él se la banca, pero no la descalifica.

¿De qué trata tu futura película, Tradición, familia y propiedad?

–Es un relato de ficción contemporáneo que transcurre en la Capital y en zonas suburbanas. En esta película voy a tratar, entre otras cosas, el tema del abuso de chicos y jóvenes por parte de curas, algo que ocurre desde siempre pero que sólo ahora se publica. Aunque lamentablemente los culpables no suelen ir en cana, los trasladan, la Iglesia no los separa de sus filas, los apaña mientras puede. El título, Tradición, familia y propiedad se me ocurrió una noche, de repente, y me pareció apropiado e impactante. Creo que afortunadamente ya quedan pocos de ese grupo dominante de gente que defendía los valores más retrógados en nuestro país. Católicos de ultraderecha sin ninguna compasión por los que no son como ellos. Para mí, el enemigo. Mi intención es hablar de esta Argentina regida por gente muy conservadora, muy católica que por fin se está viniendo abajo. Algunas cosas se van imponiendo naturalmente: pensá que en los ’80 todavía no teníamos divorcio. Apareció Alfonsín proponiéndolo y el grupo de ultras llegó a sacar a la virgen de Luján a la calle. Pero no hubo nada que hacer: salió la ley y el mundo siguió andando. Por supuesto que todavía hay temas que resultan muy urticantes aquí: el derecho al aborto, el matrimonio de homosexuales. Pero van a llegar, a pesar del oportunismo de los políticos, de las protesta de la Iglesia oficial que cada vez tiene menos poder, acá y en el mundo.

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Imagen: Juana Ghersa
 
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