Viernes, 11 de noviembre de 2005 | Hoy
EL MEGáFONO
Por Liliana Viola
Quién puede estar, a esta altura del siglo y de tanta “concientización” occidental, abiertamente en contra de la paz, la vida sana, la riqueza del lenguaje? Bush puede tirar bombas, pero en nombre de la vida, las tabacaleras pueden triplicar sus ganancias, siempre y cuando adviertan que el fumar es perjudicial para la salud, y todos podemos lamentarnos por una televisión cada vez más convencida de que ser popular es hablar sin las eses y ser sincero es no buscar sinónimos. Pero, ¿quién puede hacer algo por la riqueza del lenguaje? Y, con ánimos de no caer en el purismo de toda discriminación, ¿en qué consiste tal riqueza? ¿Estamos ante un problema de vocabulario en merma, de invasión imperial, de nuevas tendencias? Si nos concentramos en el lenguaje de los argentinos de hoy, podemos preguntarnos por los efectos del chat que impone una velocidad cercenadora, si levantamos un poco la vista, alarmarnos por la conversación gutural de una población que crece comiendo mal y poco, y si tenemos tiempo, revisar los diferentes niveles de apropiación de voces en inglés. Un ensayo que pudiera, o al menos se esforzara, por responder a estas preguntas, probablemente merecería, entre tantos, el premio La Nación Sudamericana. Pero ese libro todavía nos está haciendo falta. Por ahora ganó otro: El país que nos habla. Un ensayo donde su autora, la doctora Ivonne Bordelois, soslaya todos estos asuntos, pero se limita a la denuncia de enemigos un tanto difusos –a veces habla del sistema sin precisar mucho qué quiere decir con eso– pero exageradamente adjetivados: “La televisión chatarra, la prensa cipaya, la radio obscena, la música ensordecedora, la propaganda letal”. El enemigo parece ser un monstruo de muchas cabezas: editores y empresarios que olvidan la poesía, lectores dormidos, el imperio tecnocrático, los jóvenes, las telenovelas, los que ya no se mandan cartas de amor, los que no saben inglés, ya que según la autora, los que sí lo saben bien no sienten la necesidad de incluir palabras foráneas para darse corte. Y ante esta esquemática identificación del enemigo postula otra esquemática y dudosa solución, como cuando en una bajada práctica de sus postulaciones teóricas recomienda la creación de uno, dos, muchos, programas culturales como el que tiene en el cable Silvina Chediek (?). Lo que llama la atención en este libro es la enorme cantidad (probablemente ha intentado tocar demasiados asuntos) de temas interesantes tratados con tanta superficialidad. Basta leer el capítulo dedicado a los adolescentes, donde generaliza desconociendo buenos trabajos sobre el tema, a riesgo de contribuir al estigma que sume a esta etapa de la vida bajo el reino del caos: “Aislados como viven, inmersos en la permanente relación con la televisión, la computadora e Internet, aturdidos en sus encuentros amistosos eróticos en las discos (.) se sumen en una suerte de analfabetismo intelectual, una suerte de afasia léxica”. Los capítulos se suceden a veces como regidos por una asociación libre que hace que pasemos de los problemas locales al del spanglish, que todavía no nos toca. La pregunta es: ¿basta declararse a favor de las causas justas –e incluso estarlo– para hacer algo sinceramente y efectivamente en pos de aquéllas? Esto es, aun a favor de la lectura un libro que puede acotar la lectura, dormir al bienintencionado lector, simplificar la historia con gestos de manual, despotricar para buscar el cabeceo aquiescente de los quejosos. En definitiva, a favor del lenguaje es posible contribuir a la absurda división entre lo divertido y lo bueno, entre lo superficial y lo aburrido. Ivonne Bordelois es también autora de un libro poético, interesante, irónico y muy breve titulado La palabra amenazada, que apareció en 2003 bajo el sello Libros del Zorzal. Este trabajo postulaba una respuesta “ecologista” ante la palabra en extinción. Con un tono distendido y no por ello menos profundo, este trabajo –que tuvo en los medios una repercusión inusitada– señalaba paradojas de nuestros hábitos lingüísticos, la falsa naturalidad de ciertas estructuras, la relación entre vida y discurso. El libro que lleva varias ediciones prometía ser un excelente punto de partida para un ensayo más extenso. Pero en este camino, la autora parece haber emulado a los conductores de televisión cuando “estiran” su parlamento para llegar sin baches a la pausa comercial. Seguimos esperando, mientras cantamos canciones y mandamos emails. También, mientras esperamos, podemos apagar un poco el televisor y ya, a tantos años de las discusiones entre apocalípticos e integrados, a la luz de que ambos tenían razón, buscar la palabra y su peso en más lugares donde la vida actual se desarrolla. La educación escolar (sí, todavía existen las escuelas donde los chicos pasan muchas horas de su día, tal vez más que con sus padres o frente al televisor) se va deteriorando, mientras nosotros, los que aún sufrimos por la palabra que se pierde, hacemos silencio.
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