Viernes, 30 de diciembre de 2005 | Hoy
TEATRO
Hechicera, enamorada, cocinera, impaciente, juguetona, apasionada, Fabiana Rey es la morocha de traje tornasolado y voz cálida que protagoniza el reciente estreno Aguachenta. Un título que, lejos de evocar el gusto insípido del agua que sobra, exige emociones en correntada, sin diques, desbocadas. Y eso que la chica quería estudiar Ciencias Exactas...
Por Moira Soto
Aunque ella dice y canta, canta y dice todo el tiempo que dura su show, tiene algo de diva del cine mudo en la vehemencia de sus gestos, en la expresividad de su mirada. Con la diferencia de que Fabiana Rey se divierte mucho más que aquellas damas de ojos orlados de negro. Es que la actriz y cantante es muy aguachenta, adjetivo al que decidió alterarle su habitual significado (alimento insípido por exceso de agua) para aludir a la fluidez de ese elemento que “da origen a toda vida en el planeta”. A Fabiana Rey le gusta el agua que mana, corre, brota en ríos y fuentes, por eso a Aguachenta, su personaje, la enferma el amor en cuentagotas, “me crecen bellotas, no seas miserable...”. Ella misma es autora e intérprete de textos y letras, Federico Duca compuso la música y acompaña en guitarra, con dirección general de Carlo Argento.
Fabiana Rey, entonces, es esta maga que quiere fluir como un río desbocado de ocho mil brazos, ofrece diversas pócimas, se queja de la mezquindad en amores, deja el saco gris de la melancolía para ponerse el rojo de la ira, se va a la cocina y anuncia que el azúcar, la sal y la pimienta son condimentos “para tu natural forma de ser”, y también se harta: “Me embola sobremanera/ que me apagues el aparato./ Prendelo, dejalo un rato,/ por favor... Me embola sobremanera/ explicar mi vida entera,/ cada paso que doy... Me embola, me embola, me embola./ basta, dejame sola./ Solita...” Luego baja el tono, se suaviza: “Tendría que ser un poquito más astral,/ necesito meditar”.
Además del humor poético libre de toda rémora que cultiva, de los desopilantes desvaríos en que se interna casi sin respiro, Fabiana Rey canta y dice con un oído muy fino para la música del habla cotidiana que recrea con personal gracia. Parece mentira que hace unos años esta chica se haya puesto a llorar en la clase de Química Orgánica, en Exactas, al darse cuenta de que “eso no era para mí, que ya no podía absorber más información sobre ese tema. Estaba cursando materias de tercer año y algunos compañeros tuvieron la onda de sugerirme que hiciera teatro porque les parecía que iba con mi personalidad. Me fui a mi casa apenada: en ese primer momento pensé que ellos, que eran todos unos bochos, creían que no me daba la cabeza para la ciencia. Es que yo todavía estaba muy estructurada, y aunque me tentaba, no pude pegar ese salto y me metí a estudiar publicidad. En el segundo año, tuve la oportunidad de hacer un curso con Adrián Porcel de Peralta, que se había abierto de la escuela de Lorenzo Quinteros. No sé bien cómo entre ahí, veía que todos se sacaban los zapatos, se sentaban de lo más relajados. Para mí fue como una iluminación: comprobar que había otro mundo menos rígido, que me llevaba a descubrir todo un potencial en mí. Esos tres años me ayudaron muchísimo. Y cuando supe que Augusto Fernandes abría una escuela, me presenté, di una audición. Me fue bien, me pusieron en tercer nivel, cursé con Alberto Segado y después ya con Augusto. Ahí sentí que se me encauzaba la energía que había liberado Adrián”.
¿Cómo fue que te pasaste al bando de la poesía?
–Cuando terminé, en 1998, ya me interesaba mucho el tema de la poesía. Lo del humor lo tenía bastante claro desde chica, yo era la que hacía reír con las imitaciones, las ocurrencias. Me pareció bueno indagar en otro ámbito. Empecé a ir a encuentros literarios, a leer a fondo a Alejandra Pizarnik, a Olga Orozco, que me fascina. La secretaria de la escuela de Fernandes me avisó que, en Morocco, Fernando Noy estaba los martes con Marta Paccamici. Voy y la veo a ella con una toalla y chancletas recitando. Me fui un poco shockeada y casi enseguida recibo un mensaje de Marta diciéndome que si tengo algo preparado sobre Orozco, que lo lleve. Corté y te juro que me agarró un nudo en el estómago frente a la idea de exponerme. Y me armé una performance que se llama El sello personal. Ahí estaba Susana Villalba, que me llevó a la Casa de la Poesía, empezaron a convocarme para los encuentros. En el 2000 conocí a Ivonne Bordelois y le di forma a un unipersonal con dieciséis poemas de Orozco, El alegre Apocalipsis. Hice un mes en Clásica y Moderna y seguí en varios lugares. Todo un viaje. Paralelamente, comencé a crear personajes cómicos, tengo uno, Ostra Tutarot, que me dio bastante de comer. Una tarotista, obviamente. Hasta que me llaman para el casting de Monólogos de la vagina, una obra que me tuvo tres años ocupada.
Un texto casi panfletario que conmovió a un público casi exclusivamente de mujeres. Un fenómeno extrateatral, si bien les daba a las actrices oportunidad de lucirse.
–Sí, totalmente. Además del puro entrenamiento, me ordenó en lo relativo a una manera de trabajar los textos. El casting era para hacer un workshop, no tenían pensado tener una suplente. Cinco, siete horas diarias subrayando, probando, intercambiando ideas. Y al mes de estrenar Monólogos, me llaman y me proponen el trabajo de suplente. Me aprendí todos los textos que me faltaban en una semana. El primer reemplazo fue inolvidable: 1100 personas en Santa Fe, con Bettiana Blum y Alicia Bruzzo. Tengo un gran recuerdo de la respuesta del público. Es cierto que teatralmente Monólogos es una obra limitada, no hay personajes en conflicto. Pero es una pieza muy comprometida con la condición de la mujer, que tocaba mucho a las espectadoras. Todo muy fuerte. Tenía 31, y en estos cuatro años hice un montón de cosas. A veces me pregunto por qué no despegué antes... Al mismo tiempo, estuve en el varieté del grupo Tomátelo con Soda, en La Sodería, de Belgrano. Hacíamos un sketch muy loco con Silvina Alfide. También fue muy impresionante hacer Monólogos en la cárcel de Ezeiza, y más tarde dirigir a un grupo de mujeres comunes en un comedor del Bajo Flores.
Aunque la actriz tiene primacía en voz, nunca pasaste por la experiencia de una obra teatral convencional. Incluso lo que estás haciendo ahora, Aguachenta, es un show realmente inclasificable: con base de tangos, milongas y rancheras, te mandás a territorios donde nunca estuvo el tango más o menos tradicional. ¿Cómo se produce este insólito casamiento?
–Mucha gente me decía: tenés el cuerpo de la tanguera, la cara de la morocha argentina, tenés la voz, no te queda otra que hacer tango... Pero yo sabía que en mi espectáculo no quería interpretar nada tradicional, si bien entoné clásicos como Los mareados y Fuimos en La Casona. Quería ir por esos otros caminos que había abierto en mí la poesía. Con Federico Duca veníamos trabajando con bossa, jazz... Un día, en un ensayo, él empezó a zapar una canción con una base de bossa y yo tenía un personaje que había inventado, Morritos, con acento español, que funcionó muy bien en el varieté. Es una mujer que le deja todo el tiempo mensajes en el contestador al amado ausente. Ella se queja, protesta, insiste, increpa. Al cierre, hay un último mensaje donde ella le dice al tipo que lo abandona, le informa que se lleva todo lo que le dio. Cuando lo actuaba, me iba con una mochila diminuta. Pusimos esos textos en bossa y fue como la matriz de temas posteriores. Nos enganchamos en hacer este tipo de improvisación, nos salía espontáneamente la impronta milonguera. Así surgió la ranchera, Van Gogh... Faltaba el lazo de unión que configurase el relato. Ahí lo convocó a Carlo Argento y armamos un equipo muy armónico. Y un día yo estaba pintando acrílicos, y a un cuadro le puse arriba agua, y abajo escribí chenta. Me gustó ese título. Y cuando se lo tuve que vender a Carlo, apareció la idea de pociones, pasiones.
Sos una hechicera que apuesta a todo o nada y que ofrece conjuro. Una maga muy humana.
–Nos fuimos dando cuenta de que cada tango, dentro de ese vuelo de asociaciones libres con humor, tenía su estructura dramática. Las letras salieron de improvisaciones. Soy muy de grabar lo que me va pasando por la cabeza. Como dice Bachelard, si una imagen no se transforma inmediatamente en otra y luego en otra, no hay un campo imaginario. Fui por ese lado, poniéndoles palabras a las imágenes que afloraban. Por supuesto que reconozco musas, mujeres poetas que me han marcado: Adelia Prado, Olga Orozco, Idea Vilariño, Ivonne Bordelois, algunos surrealistas franceses y por cierto Oliverio Girondo, un genio, para mí, un destapador. Claro que Aguachenta es un espectáculo en clave de mujer, son emociones, experiencias de una mujer actual, que vivió lo suyo, un recorrido de autoconocimiento. Hoy yo soy ésa, Aguachenta me refleja sin ser una fotografía. Habré llegado un poco tarde, pero amo lo que hago, siento que es mi vocación profunda y no lo dejaría por nada, por nadie.
¿Hay alguna forma de humor que prefieras?
–Aunque lo puedo aplicar si hace falta, el humor más negro no es mi favorito. Siento muy propio el humor delirante, el que hace saltar un Chuky en medio del chucu-chucu del tren. O jugar con las palabras: no seas así, sé asá, asame un asadito. O cucú cucú los patitos, cuando todos sabemos que los patitos hacen cuá cuá. Me gusta desestructurar los lugares comunes, poner algo fuera de foco. Eso es lo que me divierte de verdad, donde me siento como pez en el agua. En el show no me siento conductora sino que fluyo, yo también me dejo sorprender. Y me encanta cuando el público queda suspendido. ¿Es de verdad o de mentira lo que está diciendo? ¿Es un juego o es en serio? Te da risa o sonrisa, pero percibís que hay algo más atrás, quizás una verdad.
Aguachenta, en la Sala Colette del Paseo La Plaza, que reabre el viernes próximo a las 22.30. Entradas a $12 (incluida una consumición).
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