Viernes, 30 de diciembre de 2005 | Hoy
SOCIEDAD
Pocos episodios como la tragedia de Cromañón han desafiado de tal modo a quienes creen que hay un único lugar correcto en el cual pararse. El “alguien tiene que pagar” que corean los familiares, la falta de atención adecuada a los y las sobrevivientes, el silencio súbito de los jóvenes del escenario de la protesta y un clima político enrarecido acompañarán hoy, un año después, un dolor que no cesa.
Por Roxana Sandá
El 30 de diciembre de 2004, una bengala raja la noche en República Cromañón, un boliche del barrio de Once. El artefacto no es temerario, pero el encierro y la estructura deficiente del lugar le permite convertirse en una lengua de humo y chispas allí donde más de dos mil personas intentan celebrar una fiesta de rock, y cerca de doscientas fallecen con los pulmones quemados. El suceso de lo que todavía se conoce como “la masacre de Cromañón” no terminó ese día: para muchos de los familiares de las víctimas, y aun para los sobrevivientes, esa noche comenzó una nueva era que hoy cumple apenas un año y refleja los claroscuros de esta sociedad. No por casualidad la frase más pronunciada desde los propios familiares en estas vísperas fue: “Cromañón es lo que somos”.
Una semana antes del primer aniversario de la tragedia, la sala V de la Cámara del Crimen revocó los procesamientos por homicidio culposo de cinco ex funcionarios del gobierno de la ciudad. En el fallo, los camaristas consideraron que los imputados desconocían la peligrosidad del local de Omar Chabán y que por ese motivo no se los podía acusar de las 194 muertes. El cargo por homicidio mutó en delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público, con penas de entre un mes y dos años de prisión, excarcelable. Y el alivio alcanzó a la ex subsecretaria de Control Comunal, Fabiana Fiszbin; la ex directora adjunta de la Dirección General de Fiscalización y Control, Ana María Fernández, y al ex director general de Fiscalización y Control, Gustavo Torres. A los imputados de homicidio culposo Rodrigo Cozanni y Alfredo Ucar se les dictó falta de mérito.
La resolución de los camaristas Gustavo Bruzzone, María Laura Garrigós de Rébori y Rodolfo Pociello Argerich apareció en el momento menos esperado (los abogados de las familias querellantes aseguraban que el fallo se conocería recién iniciado febrero de 2006) y bajo el efecto más amargo, “porque sentimos que nos están tendiendo una trampa desde la Justicia y desde el poder político”, lamentó Matilde Escobar, abuela de Liz Olivera, una adolescente que falleció el 30-12, y madre de Mariana Enríquez, la mujer que el 21 de mayo falleció de un cáncer que la mató tras la pérdida de su hija Liz. “A todos los familiares de las víctimas el fallo nos provocó indignación y mucho dolor. Pretenden que los responsables de este desastre queden libres de culpa y cargo, pero no será así, porque no nos vamos a quedar de brazos cruzados. Alguien tiene que pagar.”
Matilde remuerde palabras con una tristeza que intentan contener sus hijos varones, sobrinas y hermanas, todos rodeando “esto que queda de mí. En cuatro meses y medio sepulté a mi nieta y a mi única hija mujer. Sigo sobreviviendo, y a veces me pregunto si serán ellas las que me darán fuerzas”. Sin advertirlo, su historia se repite en miles de familiares que por estas horas dan batalla a la incredulidad, “por los que viven y por los 194 chicos y chicas a los que les quitaron el futuro”.
En el santuario de Once, sobre la calle Ecuador, siguen apostadas las vallas entre velas encendidas, zapatillas, flores a menudo frescas y pancartas que ningún aguacero consiguió desfigurar. Sobre él, familias y amigos de víctimas definieron las primeras estrategias de supervivencia que hoy se traducen en un movimiento social abarcado por grupos de geografías tan diferentes como los de la calle Paso, Parque Patricios o La Matanza.
“Cromañón atravesó toda la vida política y social argentina, e instaló el debate de que los derechos humanos se defienden siempre”, sostiene Diego, el hermano de Julián Rozengardt, en la búsqueda de saber “cómo responder en estos días tan de mierda. Mi hermano falleció el 1º de enero, yo pasé todo el 31 en el hospital y hasta hoy me cuesta separar los tantos del dolor individual y del movimiento que formamos. Lo hicimos sin experiencia política previa, pero con un aprendizaje que tomamos del legado presente en la lucha de las Madres de Plaza de Mayo o aun de las Madres del Dolor”.
Sin embargo, su voz y la del resto de los familiares parecen haber ocupado un espacio despoblado de otras voces tan involucradas, como las de los propios jóvenes sobrevivientes a la tragedia, los/as adolescentes que esa noche les pelearon a la ceguera y a la asfixia de una nube tóxica para rescatar y rescatarse. Acaso estén buscando un idioma propio que los manifieste bajo otras texturas, como la murga Los que nunca callarán, o la muestra fotográfica itinerante Vidas robadas. Quizás el silencio de esas chicas y chicos sea la previa para un pacto de unión donde prevalezca una idea de igualdad que hasta hoy ningún gobierno les brindó.
Fue la socióloga Susana Murillo quien precisamente advirtió sobre esa cuerda de desigualdad que ahorca con predilección los cuellos más jóvenes, en un debate reciente poscromañón realizado en el Centro Cultural de la Cooperación. “El nuevo pacto social se basa en el estado de excepcionalidad, en la aceptación de un grado inevitable de desigualdad social y en la idea de que el Estado debe sostener las funciones del mercado. ¿Desde dónde nos están interpelando, qué nos están haciendo creer? Tratemos de pensar todos juntos, porque nos están interpelando desde el peor lugar, desde la muerte de nuestros hijos, y eso no se puede soportar.”
En esta Argentina, dos palabras resultan intolerables a los oídos de las víctimas: impunidad y prescripción. Sin embargo, casos como el de Marcela Iglesias, la nena que murió en 1996 a los seis años aplastada por una escultura mal instalada en el Paseo de la Infanta, en el barrio de Palermo, y que prescribió el 15 de diciembre por una decisión de la Cámara Nacional de Casación Penal, aparecen como fantasma en cada página del expediente Cromañón. Los que sobrevivieron al 30-12 saben que hay advertencias que se cumplen, como la del informe de la Defensoría del Pueblo sobre el local de Chabán, elaborado meses antes de la tragedia: “Sólo falta un siniestro. El resto serán explicaciones, procesos judiciales y muertos”.
Kheyvis, de Olivos, no fue excepción, como no lo son los 33 internos calcinados del penal de Magdalena, pese a que el marco de horror y lo grueso del número (que tanto deleita a algunos comunicadores) no parecen ser suficientes para conmover la sensibilidad social. “Por pobres y presos”, sentencia Rozengardt. “La sociedad tiene otra respuesta hacia los que poseen menos recursos y posibilidades culturales; de hecho, hubo marchas de familiares, pero no tuvieron cobertura. Creo que Kheyvis, Magdalena y Cromañón tienen lógicas parecidas de la perversión del sistema.”
Muchos creyeron leer esa perversión en la euforia de los ibarristas televisada bajo conferencia de prensa, cuando se anunció el fallo de la Cámara del Crimen que favorecía a ex funcionarios, y en el pedido del jefe de Gabinete, Raúl Fernández, para que se “archive” el juicio político al jefe de Gobierno porteño. A Liliana Garófalo, madre de Florencia, otra víctima de Cromañón, las preguntas se le acumulan en “las mismas vainas de siempre: en el descontrol total que sigue habiendo en esta ciudad, en la dirección que toma la mirada de los jueces y en mi enojo con Dios”. Aunque no evalúa la posibilidad de reescribir aquella carta abierta en la que trató de provocadores y violentos a los jueces que otorgaron la excarcelación a Omar Chabán. “Por el momento sólo pienso en respetar a los muertos y en respetar a los vivos, porque mi pareja, mis hijos y mis nietas también necesitan estar de pie. Habrá que ser capaces de proponer una filosofía de vida digna a partir de esa tragedia, porque Cromañón ya es parte de nosotros.”
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