Viernes, 9 de junio de 2006 | Hoy
SOCIEDAD
El fútbol puede ser un factor de transformación social también para las mujeres, dice la DT Mónica Santino, quien –junto con la trabajadora social Cecilia Antolini–
lleva adelante una escuela de fútbol como herramienta política de género. Allí, al calor de los lazos de un grupo que aprende en la experiencia el compañerismo y la integración, adolescentes de zonas nada acomodadas de provincia se encuentran cada semana para jugar y hablar sobre las desigualdades cotidianas entre varones y mujeres para transformarlas, y transformarse.
Por Soledad Vallejos
Acá, en el barrio, lo único que hay es borregada, porque los pibes grandes están todos muertos o presos.” Eso dijo hace un par de semanas Piui, la chica esmirriada de pelo larguísimo y jeans que acaba de llegar en mitad del partido y ya está corriendo atrás de la pelota. Estaban en el tercer tiempo, pasándose de mano en mano la botella de gaseosa y fumando algún cigarrillo entre dos, tres, después de uno de los partidos semanales de fútbol femenino. “Acá” en este preciso momento quiere decir a cinco cuadras de Fuerte Apache, en la cancha techada de un polideportivo cuidado por la Comisión Vecinal en el que hay algunas actividades fomentadas por el municipio de Vicente López. “En el barrio”, cuando lo mencionó Piui, quería decir en ese mundo de casas humildes habitadas por chicas de 20 años que ya son madres de uno, dos, tres niños, recuerdos de varones (padres, hermanos, amigos, novios, vecinos) muertos en enfrentamientos con la policía, en espera de condenas judiciales en las cárceles o cumpliéndolas. Acá, ahora, es el partido semanal que unas 15 chicas juegan cada semana entrenadas y dirigidas por Mónica Santino, la ex jugadora profesional devenida DT profesional que ha asumido el fútbol femenino como militancia (política) personal, y acompañadas por Cecilia Antolini, la trabajadora social que aprovecha el tercer tiempo, ese espacio de encuentro y charlas casuales que genera la camaradería deportiva, para gestar un lugar de reflexión y socialización entre pares. Las reglas son pocas pero claras: participa la que quiere, durante esa hora y media impera el juego limpio (hace poco ganaron un trofeo al fair play), y todas dejan que suceda ese compañerismo que ellas mismas, porque sí, porque quieren y lo buscan, generan. Acá, en estas mismas gradas que hacen de tribuna para visitantes eventuales, son ellas las que se animan y se dan el permiso para hablar de lo que les pasa, las inquieta, las divierte en la vida cotidiana: discriminación, sexualidad, salud reproductiva, violencia de género, chismes del barrio. Las palabras cuestan pero son propias, y la mirada que van construyendo, tímidas al principio, contenidas por la confianza con el tiempo, se va descubriendo activa, y de género.
El partido empezó hace quince minutos, después de un rato largo de peloteo que –a medida que las chicas van llegando– ofició de evento social casi ritual en el que Mónica Santino suele jugar de lo que es: la directora técnica, o lo que es lo mismo, la autoridad deportiva del lugar. Corren, saltan, alguna cabecea, y todas acatan a rajatabla las indicaciones cuando es evidente que hubo una falta. Desde fuera del campo de juego, Mónica no pierde detalles de cada jugada mientras habla. El grupo, dice, está integrado; algunas de las chicas vienen desde hace tiempo, como Florencia, que empezó a los 12 años y ahora tiene 16. Macarena, en cambio, viene desde hace un año y tiene 10, pero “juega a la pelota todo el día, todos los días, es uno de esos casos que yo creo que nacieron para jugar al fútbol”. La práctica, sigue, demuestra que es posible pensar el deporte femenino como un espacio diferente al gimnasio o a la educación física obligada en la edad escolar.
–Acá pensamos al fútbol como una especie... no, como una especie no: como un factor de transformación social. Porque hay algunas que tienen una vocación, que están tocadas por la varita mágica como pasa con los varones, pero además de eso están en un ámbito donde se respetan un montón, no hay peleas, no hay gritos, no hay nadie que les vaya a decir “esto no se puede hacer”. Esto genera otra oportunidad que las saca del medio donde viven, donde se privilegia la desesperanza, el “no vas a poder hacer nada”, “te vas a quedar acá”, “te vas a llenar de hijos”. Es fuerte el panorama. Yo no sé si les cambiamos de base la vida, pero por lo menos hacer esto les sirve para tener la perspectiva de que existen otras cosas. No es la idea facha del deporte de decir “te sacamos de la calle, te sacamos de la droga, aprendés disciplina”. No. Acá, el trabajo es social: adueñarte de tu espacio, eso es lo importante, ser dueña de la calle, decir “la calle es mía”.
De la calle, de sus casas, de sus vidas es de donde traen algunas de las historias que son ellas mismas, y de las que participan de este grupo que formaron. El sábado pasado Cecilia vino al cumpleaños de 15 de una de ellas, porque “a las chicas les encanta cuando nosotras estamos también en otras cosas”, como el campamento que, una noche de viernes, llevaron adelante en la parroquia de la otra cuadra, cuando el padre Ignacio les cedió un espacio. Esa vez, vieron películas de terror. “Fue maravilloso”, dice Cecilia, compartir esa noche y descubrir que las chicas podían asustarse viendo Casa de cera, ellas que viven “situaciones que nosotras sabemos que son mucho más difíciles y peligrosas que las que se veían ahí”. Y es que los otros peligros, los reales, los que pueden habitar cada día llegan en relatos que muchas veces cuesta desentrañar.
–Les gusta hablar –dice Cecilia–, les cuesta mucho lo que tiene que ver con lo personal, pero sí en tercera persona ellas dicen: “tengo una prima que la obligaron, la ataron para...”. En una charla que tuvimos sobre sexualidad, salió el tema del abuso y de si es cierto que en el barrio se puede decir que no. El tema era precisamente ése: “¿Una chica del barrio puede decir que no?”, porque los folletos que nosotras tenemos de la municipalidad son más para clase media, están la chica y el chico con uniforme, es otro mundo. Acá surgió esto: ¿Cómo decís que no si te atan? Y la verdad es que salió mucho una respuesta: “En el barrio no podés decir no”. Pero hay una cosa todavía más fuerte en relación con esto, y es que no se trata sólo de tener sexo, sino de tener un hijo con él, que anda con un montón de otras, pero que el hijo lo tuvo conmigo, aunque el hijo después lo críe yo toda la vida. Entonces, trabajamos sobre eso.
Hoy hay dos varones: Héctor y Ricky. Héctor, el más chico, anda por los diez años y no se despega de Carla y Tamara, sus hermanas. Un día, por acompañarlas y verlas jugar, se quedó sentado a un lado de la cancha durante el partido hasta que Mónica y Cecilia vieron que tenía un corte en una mano; el tajo parecía preocupante, y enseguida llegaron hasta el centro de salud del barrio, donde descubrieron que no se trataba de una herida pequeña sino de una infección de cierto riesgo. Héctor quedó internado hasta sanar; desde entonces no falta a ningún partido. “Y yo no le voy a decir que no juegue”, dice Mónica, que tampoco sería capaz de echar a Ricky, el chico que ahora hace de arquero y que pasa el día rodeado de amigas mujeres. Ellos son los únicos aceptados aquí, las excepciones permitidas en un espacio celosamente custodiado para evitar los comentarios tradicionales de varones que se sienten invadidos en su terreno por las chicas futboleras. “Cholito”, “marimacho”, “sacate la remera”, ese tipo de frases son las más habituales en el barrio; pueden doler como latigazos aunque ellas pretendan disimularlo con una risa poco convincente, como pasó cuando se habló del tema después de algunos partidos.
–Acá –dice Cecilia– le damos la entidad que eso tiene. Les dijimos bueno, por qué les molesta tanto, por qué ustedes no podrían jugar el fútbol. Y es como que lo minimizan, como que se minimiza la violencia, como que se minimiza todo lo que te limita, todo eso que no se plantea como, bueno, podés salir y pelear y es tu derecho. Supongo que porque en el fondo genera algún malestar. Nosotras lo vemos en el Centro de la Mujer de Vicente López, con el tema de la violencia: las mujeres llegan diciendo “estoy deprimida”, y después van contando “sí, bueno, un empujón cada tanto”, “sí, por ahí me dice tonta”. Las chicas tienen ese discurso incorporado, también, por ejemplo en relación con el fútbol, o en relación con los varones, con los derechos que ellos tienen de salir el sábado o de estar con otra chica. Algunas dicen “lo mato, lo cago a palos si hace eso, qué le pasa”, y otras dicen “y bueno, es varón, viste”. Por ahí a ellas no las dejan salir, hay varias de ellas que no salen, pero él tiene derecho porque es varón.
–Tengo que trabajar, no puedo ir –replica la chica de pelo largo, impecable, a la que le dicen Pelada. Mónica acaba de avisar que hoy, viernes, la selección de Nueva Zelanda va a jugar contra el equipo de River en el campo del Cenard y que todas han sido invitadas.
–¿Dónde tenés que trabajar? –pregunta Cecilia.
–En casa.
–¿No estás yendo al colegio?
–No voy más.
–¿Dejaste por algo?
–Porque tengo que trabajar en casa de una señora, voy de ocho hasta las tres de la tarde, y después tengo que trabajar en casa.
Hasta hace un par de semanas ella sí estaba yendo al colegio. Ahora no sabe si volverá, y la única certeza que parece tener es que va a seguir jugando con las chicas, que la reclaman con un “te vamos a extrañar si no venís”, y se entusiasman porque finalmente les van a prestar el espacio para poder ver otra película en un par de semanas. En este grupo, aunque los números oscilen semana a semana, son alrededor de 15 en total. Desde 1994, más de 70 adolescentes participaron del proyecto –creado por Diana Staubli y Marcela Rodríguez como parte del Programa de Salud para mujeres jóvenes– que formalmente lleva un nombre extenso: “Salud en situaciones inespecíficas para mujeres adolescentes”. El número en sí puede parecer pequeño, pero su importancia crece cuando se piensa en que significa vidas y nombres de chicas, en los escollos que esas chicas fueron salvando para participar, en las construcciones que fueron haciendo, en el trabajo sobre sí mismas y en los vínculos que supieron afianzar con el tiempo. En todo caso, ahora mismo y desde principios de 2006, las trabajadoras del programa ven cómo todo puede desmoronarse por falta de apoyo oficial. Cada vez son menos, cada vez el programa tiene más recortes.
En tiempos de Mundial, la Argentina es más que nunca un país narrado, atravesado, dibujado, vendido y marketineado en términos de patria futbolera. Lugar común la cancha, el césped, el mundo entendido en términos de estadio que oferta un partido como espectáculo único y universal y que, con una intensidad ya acostumbrada, cada cuatro años –aunque en los últimos años la cuestión resulte más invasiva, o se registre con más virulencia– afianza una costumbre: la de respirar en un mundo hecho a la medida de los varones. Y sin embargo muchas cosas parecen depender del suelo que se pise: mientras la campaña norteamericana de Nike para el Mundial de Fútbol femenino del ’99 tenía por lema “lo que él hace, ella lo puede hacer mejor”, la que está llevando adelante a nivel global para este campeonato masculino es, casi, perversa. En uno de sus grandes, inmensos, afiches de vía pública puede verse desde la autopista, instalado sobre el frente de un edificio que da a la villa de Retiro: bajo una foto de Carlos Tevez convertido en sinónimo de gallardía deportiva, se lee “Nacido en Fuerte Apache. Querido en todas partes”.
Si la Argentina es una patria futbolera, si la del fútbol de clubs es una de las narraciones de las que se han servido en el siglo XX las políticas estatales y comerciales modernas para modelar una imagen de nación, qué duda cabe de que las mujeres ahí, en ese escenario, aparecen a duras penas. Y es que este deporte, esta gesta deportiva, no se narra ni se construye ni se juega –en términos de la gran visibilidad– en términos de igualdad entre varones y mujeres. Si la Argentina histórica es una patria nacida de varones (San Martín, Belgrano, próceres varios; las chicas operaron solamente como figuritas de reparto, eventualmente bordando, donando joyas, prestando pianos y salones para que ellos y sólo ellos alumbraran esta tierra de libertad), la Argentina futbolera contempla todavía menos espacio para niñas, jóvenes, mujeres. Pero que las hay, las hay; y que las políticas del género saben hacerse sus resquicios y operar con tácticas allí donde campean las estrategias, también.
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