Viernes, 17 de noviembre de 2006 | Hoy
INTERNACIONALES
Las últimas elecciones legislativas en Estados Unidos pusieron en el centro de la escena a dos mujeres que supieron empujar el mentado techo de cristal que condiciona a la gran mayoría de las que quieren ocupar lugares de poder. Nancy Pelosi, por caso, es la primera en 230 años que ocupa la presidencia de la Cámara de Representantes. Hillary Clinton, mientras sigue opacando a su canoso marido, podría disputar el lugar de George W. ¿Cambios profundos para las mujeres o cambio de vestuario para el poder?
Por Luciana Peker
He roto el techo de mármol”, aventuró en 2002, cuando fue elegida jefa de la bancada demócrata en el Congreso norteamericano, Nancy Pelosi, la nueva política super-poderosa de Estados Unidos, que es como decir, del... en fin, no digamos, mundo, pero como si. Pelosi hizo una comparación con el techo de cristal que no se ve, pero existe y achata la cabeza de las mujeres con la imposibilidad de avanzar. En el caso de Pelosi, no sólo rompió el techo de cristal, sino también del Capitolio estadounidense (que es de mármol, todavía más duro que el delicado cristal). Cuatro años después, en las elecciones legislativas de la semana pasada, donde George Bush sufrió una dura derrota, Nancy Pelosi resultó electa presidenta de la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos, con lo que dejó el techo del Capitolio nuevamente averiado. Aunque, ése es el gran interrogante: ¿descascarado o con pintura nueva?
Pelosi se convirtió, la semana pasada, en la primera mujer en los 230 años de historia de Estados Unidos en llegar a ese puesto clave que la deja tercera (después del vicepresidente Dick Cheney) en la línea de sucesión presidencial de George Bush, si George Bush muriera. Nancy tiene 66 años y no rompió moldes en su familia. Su mamá ya era feminista y su papá fue alcalde de Baltimore, en Maryland. Tampoco rompió moldes en su propia familia. Tuvo cinco hijos y recién se dedicó al activismo político a los 47 años, cuando el último de sus cinco hijos terminó la secundaria y le dio su visto bueno para que ella se alejara del lavaplatos. Eso sí, se dedicó a la política con la pasión de las mujeres que pisan los 50 y salen a devorarse todo lo que queda de vida, que es mucho pero sin nada para desperdiciar.
En 1987 fue elegida congresista por San Francisco, y en 2002 fue nombrada líder de la minoría demócrata en el Congreso de Estados Unidos. Justo cuando en Estados Unidos la palabra derechos era sinónimo de antipatria, el partido la eligió a ella, del ala izquierda del partido. Por eso, durante la campaña electoral, Bush pidió que no la votaran: a ella, precisamente. “¡Un voto a los demócratas es un voto para convertir en presidenta de la Cámara a la mujer que dijo que la captura de Osama bin Laden no haría más seguro a EE.UU.!”, arengó Bush y perdió. El efecto Osama no es lo que era.
A Pelosi –una señora bien pasada por el quirófano, con peinado compactado de peluquería y trajecito sastre nada innovador–, sin embargo, también la demonizaron por acercarse al arco iris de una perspectiva sexual no Ingalls. Por ejemplo, Dennos Hastert –el ex presidente de la Cámara baja, al que Nancy acaba de desbancar de su puesto– había azuzado a los votantes: “¿De verdad queremos que los valores de San Francisco de Nancy Pelosi dirijan la guerra cultural?”. Y donde dice San Francisco –la ciudad icono de la comunidad gay–, los republicanos quieren decir: derechos para las mujeres y homosexuales (o, según sus enemigos, denigración de la familia tradicional), respeto a los derechos humanos (o, según sus enemigos, mano blanda con el terrorismo), amnistía a los inmigrantes (o tolerancia con los ladrones de empleo a los norteamericanos). Los votantes dijeron que sí a Pelosi. Pero, más allá de que Nancy simboliza el ala izquierda, en la práctica su empuje se debe, en buena parte, a la fortuna de su marido, Paul Pelosi –inversor inmobiliario–, calculada en 25 millones de dólares y promotor de la carrera política de su esposa.
Aunque ella no es la única mujer que salió airosa de las elecciones en Estados Unidos. Mientras Donald Rumsfeld, ex ministro de Defensa, se iba despedido por Mr. President Bush, Hillary Clinton logró su re-elección como senadora de Nueva York (con el 67 por ciento de los votos) y todas las ambiciones de convertirse en Mrs. President. Y de paso volver al Hillary Rodham. ¿Clinton? Ah, sí, el señor canoso que festejaba con una sonrisa el triunfo de su esposa y que después la abrazaba por el hombro. Juntitos, los dos juntitos. ¿Qué implica el triunfo de la pareja de Bill y Hillary en la política estadounidense? Para algunos, la vuelta a una política más progresista –en relación con la legalidad del aborto (que Hillary apoya abiertamente), el matrimonio homosexual (que Hillary no apoya, pero, dice, si es aprobado por las cámaras legislativas tampoco va a trabar), los derechos civiles o la investigación con células madre, etc.–, después del fundamentalismo cristiano de Bush hijo (que llevó a la sociedad estadounidense al punto de debate de sacar las teorías de la evolución de Darwin de las escuelas).
Para otros, en cambio, Hillary implica un mero recambio de cara de la misma política económica y presuntamente antiterrorista de Bush. Hillary, por ejemplo, apoyó, en un primer momento, la invasión norteamericana a Irak, aunque ahora intenta despegarse de la guerra sin fin y propone un –no demasiado, claro– nuevo rumbo en Irak. Pero, además de la política exterior y pública, está también el hit que conocemos todos: el vestidito azul de Mónica (la becaria Mónica Lewinsky) manchadito por Bill, la cara de “hoy te vas a dormir al living” de Hillary, el habano de Bill, la bocota de Mónica (para contar todo lo que hacía con esa boquita en el Salón Oval) y el affaire que se convirtió en escándalo, pero no en catacumba política. ¿Cómo hizo Hillary para que no sólo su marido presidente, sino también su marido infiel, mentiroso, escandaloso, no la opacara ni enterrara, sino que le sirviera de trampolín (y principal recaudador de fondos) para ser la aspirante –todavía con mucho camino para andar– número uno a la presidencia de Estados Unidos?
Algunos acusan a Hillary de poco femenina –por eso de ni importarle los romances de su marido que a cualquier mujer corazonada según las revistas del corazón debiera importarle–, otros de tener parejas distintas, de no tenerlas, de operarse o de ponerse bótox. Pero, como sea, Hillary logró más votos que en otras elecciones y logró que Bill –dos pasitos para atrás– la aplaudiera. “Estoy lista para arremangarme y ponerme a trabajar”, dijo. Ella. Una de las principales candidatas demócratas a enfrentar al futuro contrincante republicano (probablemente el ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, promotor de la tolerancia cero y figura emblemática para nuestro Blumberg y Cía.)
Hillary acaba de cumplir 59 años –lo festejó el 26 de octubre en una cena donde consiguió un millón de dólares, para su campaña de 35 millones, cobrando las invitaciones–. El día del triunfo, el 7 de noviembre pasado, se colocó en el centro –donde le gusta estar, mucho menos progresista que el ala progresista de su partido que, por ejemplo, pide la retirada de Irak y el juicio político a Bush, pero más progresista que Bush (bueh, eso tampoco es muy difícil)–. Con un trajecito amarillo. Collarcito blanco. Más sonrisa. Más parada que cuando fue primera dama. Un rótulo que le quedaba chico. Se nota que Hillary está más cómoda ahora.
¿Será ella la futura presidenta de Estados Unidos en 2008? ¿Qué implica que Hillary o Nancy rompan el techo de cristal, qué implica además del recambio de polleras por los pantalones? ¿Es el acceso femenino al poder por el poder mismo o para abrir caminos? ¿Las políticas super-poderosas implican cambios reales o –como en otras partes del mundo, como en el caso de otras mujeres con poder– un mero recambio de la cara del poder?
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