Viernes, 1 de junio de 2007 | Hoy
CULTURA
María Pía López –socióloga y ensayista– se asoma a los modos de producción antes y después de 2001, trazando un paralelo con lo sucedido antes y después de la Década Infame, tomándola no como un desierto creativo, sino como un tiempo inaugural para lenguajes generacionales. Así, se pregunta sobre qué constituye una comunidad y cuáles son las tensiones entre el activismo cultural y la academia.
Por Veronica Gago
María Pía López –ensayista, socióloga y editora de la revista El Ojo Mocho– investiga ciertas figuras emblemáticas de la historia intelectual y literaria argentina con la hipótesis de que son nombres que articulan lo que puede verse y decirse sobre una época.
Su primer libro fue Mutantes. Trazos sobre los cuerpos y le siguieron Sabato o la moral de los argentinos (en colaboración con Guillermo Korn), y Lugones. Entre la aventura y la cruzada. Ahora acaba de compilar un volumen colectivo titulado La década infame y los escritores suicidas (1930-1943) (Paradiso), donde realiza una lectura a contrapelo de los clichés más convencionales sobre aquel período: la Década Infame es narrada no como un momento de parálisis creativa después de unos esplendorosos años ’20, sino como el tiempo en que se inauguraron nuevos modos de intervención estética y lenguajes generacionales; especialmente a partir de la marca de dos escritores: Jorge Luis Borges y Ezequiel Martínez Estrada. López expande esta pregunta –qué es lo que una época hereda de otra– para pensar la relación entre la producción cultural y artística antes y después del 2001 –tomado como punto de inflexión– y revisa los efectos de un signo de esta época: que los saberes forjados en la militancia y la autogestión son hoy valorizados y reconocidos institucionalmente.
En tus investigaciones sobre las experiencias culturales de las décadas del ’20 y ’30 proponés la idea de que a un momento de creación colectiva le sigue otro de polarización política, en el que las obras se vuelven más individuales...
–En el caso de la década del ’30 siempre se piensa que no pasó nada en relación al esplendor de los ’20. Tengo la impresión de que, por un lado, hay efectivamente una pérdida, pero, por otro, las grandes obras individuales de los ’30 no se podrían pensar sin el momento grupal y generacional de los ’20. La pregunta siempre es qué hereda una época de la otra. Nunca hereda la vitalidad plena de la anterior, sino aquellas cosas que tuvieron más fuerza en instalarse y continuar un camino. En los ’30, el caso de Borges es un clásico para pensar esto: él descubre el camino de la ficción. Pero también Ezequiel Martínez Estrada, quien descubre un ensayismo crítico, como testimonio de lo que se está desgastando. En este giro entristecido, sin embargo, hay mucha potencia. En términos políticos es más complejo porque una politicidad –muy general y generosa como logran ciertos momentos– tiende a ser continuada por tipos de política que articulan y organizan más y, por eso mismo, cierran. En los ’20 la vida intelectual suponía una productiva ambigüedad política –eso es lo que en cierto modo queda explícito en Los siete locos de Roberto Arlt– y también una circulación fluida entre personas de compromisos divergentes. En los ’30, y en especial desde la guerra en España, las diferencias se crispan y sólo quedan modos muy reactivos de pasar de un lugar a otro.
Esta misma secuencia, ¿puede pensarse para la actualidad?
–Sí, y también puede pensarse en relación a los años ’60 y ’70. Ciertos momentos que son de mucha vitalidad porque habilitan cruces raros, una cierta circulación de personas y una capacidad de invención luego entran en tensión sobre el campo político más real, cuya lógica reorganiza los materiales de esa experiencia anterior.
¿Podría decirse que en los momentos de creación social más generalizada se vuelve al problema del realismo en el arte y que, en cambio, en los momentos de repliegue político se revalorizan lo que vos llamás “las potencias de lo falso”?
–No sé si se puede generalizar, pero si pensamos esto en relación al 2001, vemos que los años previos –desde mediados de los ’90– marcan un retorno al realismo cultural muy evidente. La pregunta que estaba en el cine, en el teatro, en las artes plásticas y también en la literatura era, ¿de qué modo se vuelve a inaugurar una relación entre arte y vida dando cuenta de fenómenos sociales que producen cambios fuertes? Esa pregunta por el realismo se vuelve difícil de sostener cuando los procesos que se están narrando parecen resolverse en un sentido inesperado. En el caso de los años ’30 la derrota del proceso emancipatorio en la Guerra Civil Española, la crisis local y el cierre de la experiencia democrática del yrigoyenismo plantean la pregunta de si efectivamente hay algo que podamos llamar realidad y que porta alguna promesa. Esto da lugar a fuertes despliegues ficcionales y a escrituras con una explícita conciencia de su fuerza. En la cultura argentina actual, pensando en el trayecto 2002-2007, me parece que la pregunta por los acontecimientos se fue desplazando hacia el análisis autorreflexivo de los distintos campos de producción: es la reflexión interna de qué significa hacer literatura o teatro o directamente poner en escena procedimientos de construcción de obra. Habría que pensar qué pasa cuando se tensiona tanto un campo social que de lo único que se puede hablar es del propio modo de producción de las cosas. En este momento creo que ése sería el giro: desde una revisión de los realismos desde mediados de los ’90 al 2001-2002, a un acotamiento posterior de las preguntas que se orientan a cómo se produce obra, al análisis o la explicitación de los procedimientos mismos de cada campo.
Vos también vinculás el problema de “lo falso” a la pregunta por la comunidad. ¿Por qué?
–Lo que Martínez Estrada ve como ilusión es la idea de que se pueda constituir una Argentina a partir de una idea de civilización que se erige como lo contrario a la barbarie. Es la discusión que él le dirige a Sarmiento, diciendo que éste suponía que civilización y barbarie eran dos planos claramente distinguidos. El efecto de esa distinción, siendo fuertemente ilusoria, constituye una civilización que no es más que el ropaje falso o la fachada de una barbarie continuada por otras vías. La falsedad sería lo que niega u omite una parte de lo real. En los años ’30 la denuncia de lo “falso” y de la “farsa” era moneda corriente, quizá por la conversión de los mecanismos electorales en simulacros o por el efecto de la crisis sobre las ilusiones de gran destino previas. Lo interesante de Martínez Estrada es que no enjuicia esa cuestión en términos clásicos, con la idea de traición o mentira o intención, sino con una idea de comunidad irredenta que se imagina realizada, ahí estaría lo falso.
¿Por dónde pasaría hoy la pregunta por la comunidad? ¿Con qué lenguaje se está pensando?
–Pensando nuevamente desde el 2001 para acá, creo que la pregunta hoy ya no es por la nación. Hoy la nación no está puesta en primer plano ni siquiera por las estrategias de dominio. Por eso creo que la discusión de la comunidad pasó a algo más constitutivo, como es la pregunta por el lazo social, por cómo se funda comunidad más allá de los modos simbólicos de esa fundación. Mi impresión es que esta pregunta actual es mucho más despojada. Esto es fácil de ver en lo que fue el nuevo cine argentino, donde se construyó una estética austera, por momentos desolada, en la que la pregunta fundamental era precisamente de qué modo se fundan los vínculos mínimos entre personas.
Hoy, luego de la crisis del 2001, ¿lo nacional retoma un papel al menos discursivo?
–Sí, entre otras cosas, porque como estrategia simbólica gubernamental la nación está relativamente puesta en juego, y probablemente esto va a motivar otras respuestas culturales. Ya aparecen algunas revisiones paródicas, como la obra de Kartun en El niño argentino o la pintura de Daniel Santoro, o revisiones vanguardistas como la de la novela Tartabul, de Viñas. Pero también hay una narrativa que se constituye sobre la ciudad, como la de Wa-shington Cucurto, que no la piensa en su dimensión nacional.
Vos hablás de la tensión entre la académica y la activista cultural. ¿Cuáles son las figuras intelectuales que funcionan en la actualidad?
–En las últimas décadas hay una fractura fuerte de la figura intelectual que provenía de los años ’60, y ha sido sustituida por la idea del académico, el erudito o el especialista. La figura anterior suponía un mundo amplio de cruces entre literatura, cine, teatro y una participación activa en el plano de la opinión pública. La contemporánea, y esto puede verse en distintas disciplinas, se convierte en especialista de un área. La universidad en general giró hacia esa cerrazón. En lo que con muchas reservas puede llamarse el campo cultural actual, se ve una separación entre bandas que disputan por la afirmación y negociación de sus posiciones y que se hacen casi invisibles en el plano polémico porque cada cual se ocupa de su autorreproducción, mientras que en la universidad es mucho más acentuado aún porque lo único que parece viable es la especialización. Ahí aparece una diferencia con la figura del activista cultural, quien debe revisar con más insistencia sus mecanismos de producción. Además, se caracteriza por tener una relación más indirecta con las instituciones y un modo de articulación diferente de los problemas, a punto de darse normativas propias.
En los últimos años, varias experiencias que nacieron de la autogestión lograron reconocimiento financiero y/o simbólico por parte de instituciones estatales. ¿Esto impacta en términos de su producción?
Diría que aún no puede saberse. Lo interesante es la complejidad de la situación política actual que supone que una cantidad de aprendizajes no institucionales, muy paralelos a los sistemas de financiamiento, empiezan a tener un lugar y ser valorados. Esto implica un cambio grande en cómo es considerado el trabajo cultural. Es decir, deja de ser lo que se hace en los momentos de ocio, con absoluta gratuidad, para convertirse en un trabajo rentado. Quizás esto también pueda pensarse en el marco del pasaje que señalaba antes: de un momento de creación general y elaboración común a otro de concentración, donde algunas cosas sobreviven y otras demuestran su no viabilidad. Pero lo que me llama la atención es cómo hoy se valorizan en términos mercantiles los saberes de la militancia política y del activismo cultural. En un sentido se puede decir que esto es promisorio porque permite ciertas retribuciones. Pero no sería tampoco tan optimista: no es debido a que haya más recursos que se despliegan las energías en un sentido más innovador. Muchas veces, la existencia misma de esos flujos de financiamiento opera como elemento de coerción y como regulación.
Hiciste un programa de entrevistas sobre los 30 años del golpe (La Creciente, Ciudad Abierta), ¿qué evaluación te quedó sobre la proliferación de producciones culturales que hubo respecto de ese aniversario?
–Si hay algo eficaz del kirchnerismo es percibir la existencia de fuerzas activas. En el caso de los 30 años fue la capacidad enorme del Estado de ponerse casi a la saga de los movimientos de reivindicación de derechos humanos. Es un Estado que reconoce que otros actores sociales habían hecho cosas e incluso que se autocritica mientras está con los dirigentes de esos movimientos. Esto inaugura algo interesante. Al mismo tiempo, los movimientos plantean una visión fuerte de la historia y la pregunta es: ¿puede el Estado sostener la visión de la historia de las Madres de Plaza de Mayo sin que eso signifique eludir los problemas de la memoria en la trama social? Porque cuando un movimiento instala un lenguaje y unos símbolos para pensar la historia es claro que es una minoría activa de la sociedad y que como tal está en una disputa abierta para impulsarlos. ¿Qué pasa cuando el Estado los asume como propios en términos discursivos? El problema es que se da lugar a un discurso dando por resueltas una cantidad de situaciones y disputas que no terminaron y que son las que verdaderamente instalan los movimientos. Creo que el Estado sólo puede asumirlas si decide profundizar su acción y no sólo aceptarlas en términos discursivos como si los discursos de H.I.J.O.S. coincidieran con la opinión de cualquier vecino. En ese sentido, las intervenciones sobre los 30 años fueron muy disímiles, pero no sé si se permitieron pensar en qué tipos de silencios y de opacidades cómplices permanecen en la vida social, como para que, en el mismo año, un ex desaparecido vuelva a desaparecer y no sepamos nada sobre su destino.
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