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Viernes, 7 de septiembre de 2007

NOTA DE TAPA

El rompecabezas de nunca acabar

Sociedad La idea de que ADN es sinónimo de identidad parece haber llegado para quedarse, y tan popular se ha vuelto que no sólo permite reconstruir parte de la historia argentina reciente, sino que también se cuela en las noticias, recorre los procesos judiciales y hasta anima programas de televisión. Y, sin embargo, ¿se puede afirmar con tanta certeza que la identidad está en el cuerpo? La identidad. Historias reales del ADN, el libro de la bióloga molecular especializada en genética Viviana Bernath, abre el debate desde el flanco más inesperado: la propia ciencia.

 Por Soledad Vallejos

Es curioso: a nadie le extraña la fortaleza del recién llegado. Porque aunque intuido desde principios del siglo XX (y un poco antes también) y deducido con precisión por Francis Crick y James Watson en 1953 (Crick alguna vez dijo que en pleno trip de LSD), lo cierto es que sólo en los últimos treinta años ha crecido de manera apabullante de la mano de avances científicos y tecnológicos que, a medida que ganaban terreno para aplicaciones de resultados comprensibles para casi cualquier profano, lo sacaron del laboratorio para llevarlo a las charlas de sobremesa e incorporarlo a un sentido común que hizo el resto. El ADN no sólo viene con el aura de la técnica (su cuna y garantía, la evidencia de un mundo de cientificidad y prácticas que arrasan con las malezas del mundo humano gracias a metodologías limpias y difíciles de empañar), sino también con un sinónimo del que no se duda: como si sellara la intuición del dicho popular que todo lo cifra en la voz de la sangre, decir ADN ahora es decir identidad, una verdad sin fisuras que dice lo que alguien es, o bien lo que no es.

En la vida cotidiana, se lo menciona, y tanto que cuando se lo hace, se invocan muchas cosas. Mencionar la sigla, por ejemplo, es una manera de nombrar el pasado, o mejor, la certidumbre de un pasado: su precisión es la rúbrica en el cuerpo que transforma dudas en certezas. En Argentina, más especialmente que en otros países, nombrarlo es una manera de decir que se despejan linajes: su estudio permite la restitución de familias, la reconstrucción de relatos fragmentados, la reparación de un camino sembrado por vidas victimizadas. Y mientras ése es un proceso todavía en marcha, el ADN avanza y sigue nombrando otras dimensiones, multiplicando su presencia, ya habitual, naturalizada. Porque decir ADN también es sugerir la posibilidad de tener al alcance de la mano la respuesta a una duda profunda que ha servido de base a siglos de intrigas reales, mitológicas y de ficción: ¿realmente es tal señor padre de tal persona; tal otra hija de aquella mujer, hermana, primo, pariente en algún grado de aquél? Los aportes siguen: con su popularización en noticias y hasta series de televisión, la Justicia, su acción punitiva, la noción que de la investigación judicial se han ido haciendo fuertes en el imaginario colectivo se ha transformado radicalmente; ya nadie confiaría en la intuición de un investigador si las pruebas genéticas faltan; Sherlock Holmes ahora sería un fracasado, el paradigma indiciario –tan fundamental en la construcción de la razón moderna– ha caído en desgracia.

Y sin embargo, en lo mejor de la fiesta, cuando ya la equivalencia entre ADN e identidad parece tan indudable que bautiza revistas y programas de televisión con naturalidad, desde el campo mismo de la ciencia llega un baldazo de agua fría. Lo arroja Viviana Bernath, doctora en Biología, especialista en Genética Humana con orientación en Genética Molecular, vicepresidenta de la Sociedad Argentina de Genética Forense. “Ahora en el imaginario ADN es sinónimo de identidad y no se discute, pero en realidad sí hay una pregunta: ¿cuál es el lugar de la identidad biológica en la construcción de la identidad de una persona?” Dice eso y entonces algo parece claro: habría que sumar a su currículum el hecho de tener una voluntad revoltosa, la misma que la llevó a escribir La identidad. Historias reales del ADN (Ed. Planeta), un libro que, al tiempo que afirma y defiende la construcción del conocimiento científico, devuelve el tema a una dimensión humanista para no olvidar algo fundamental: tener una respuesta no necesariamente evita el conflicto más íntimo.

Como la vida misma

La rutina de un laboratorio dedicado a estudios genéticos es mucho más que una seguidilla de protocolos de análisis, reacciones a reactivos y comparación de marcadores para afirmar resultados. Por delante de esa trastienda de ciencia aplicada que puede imaginarse hecha de mesadas, guantes y delantales, hay un mundo de mujeres y varones que llegan con historias a veces tan pesadas, o tan complejas y hasta inverosímiles para sí mismos, que no pueden menos que plantearlas. Lo comenta Bernath en los distintos relatos de casos reales que hilan su libro, lo reitera ahora: al llegar a la instancia de pedir un estudio de ADN, no es extraño que las y los pacientes pongan en palabras qué los ha llevado allí. “La gente viene cargada de angustia, o te llama por teléfono y te cuenta parte del conflicto... casi todos los días hay al menos una consulta donde te cuentan una historia. Y todos los casos se parecen en algún punto.” Esta mañana ha llamado un hombre: su hijo de 30 años murió hace unos meses; hace poco se ha enterado de que quizás el hijo de una mujer que conoció sea su nieto; necesita saber qué, cómo hacer. ¿Cómo dar una respuesta? ¿Cuál puede ser, cuando las expectativas pueden armar o desarmar mundos completos? La responsabilidad es fuerte, puede volverse tensión cuando la consulta viene acompañada de un pedido de auxilio para que quien realiza el estudio se involucre.

Desde tu lugar de científica, ¿estás preparada para responder ese tipo de demandas?

–Ahí es donde entra tu ética. A veces, te pueden contar casos que dan ganas de decir “¿y para qué se va a hacer el estudio de ADN? Quedesé con lo que sabe”. Pero lo que pasa es que también nos damos cuenta de que, cuando ya se disparó la duda, evidentemente hay algo detrás, algo por lo cual se dispara esa duda. La gente quiere saber si es o no el padre, si es o no el hijo, pero el disparador a lo mejor viene por otro lado. Por eso no se conforman con lo que vos puedas decir. Pero por otro lado, a medida que esto se masifica cada vez más, porque está pasando eso, se está masificando, se está volviendo más accesible inclusive económicamente, se transforma en algo más técnico, menos participativo. Y es justamente por esa masificación que yo insisto: el ADN sirve para muchas cosas, pero no lo sobredimensionemos, no todo lo resuelve el ADN.

“Todo preguntar es un buscar (...) Preguntar es buscar conocer ‘qué es’ y ‘cómo es’ (...) puede volverse un ‘investigar’ o poner en libertad”, sostenía Heidegger en El ser y el tiempo. Y es que cuando ha tronado la pregunta, como plantea Bernath tras quince años de trabajo y cuatro mil casos de filiación resueltos, es porque algo se ha desatado. La identidad..., por ejemplo, da cuenta de incertidumbres que hubieran hecho las delicias de Migré si no se trataran de historias de personas de carne y hueso en cuyas manos inclusive los resultados –únicos– pueden exhibir una cierta ductilidad: una pareja de enamorados descubre que en realidad son padre e hija; unos cabellos olvidados delatan a un fratricida; un adolescente adoptado se reencuentra con su familia biológica; luego de 20 años y por las dudas de su pareja una mujer puede contar que ha sido violada y su embarazo fue producto de esa violación; un programa de televisión narra una historia y el estudio entre dos desconocidos separados por décadas y cientos de kilómetros de distancia afirma que son madre e hijo; una paternidad es rectificada para dolor del padre, la madre, el hijo y una pareja amiga; un hombre convierte las dudas de su paternidad en un arma de divorcio, pero los análisis no le dan la razón; una mujer cifra en la repetición de los análisis la posibilidad de negar que su hijo ha muerto...

Erigido en confirmación identitaria, el ADN se convierte en clave de dramas cotidianos que, sin embargo, no necesaria ni inequívocamente resuelve. La palabra, la construcción cotidiana, el sostenimiento diario de un vínculo, las historias y las tradiciones culturales mismas se ponen en cuestión y el eje pareciera cambiar: si el ADN así lo quiere, la versión se sostendrá o se estallará en pedazos. En algunas ocasiones, quizá sea la pieza que faltaba para terminar de armar una historia y permitir la acción punitiva. En algunos casos, tal vez resulte benéfico, un comienzo reparador: lo saben hijos y familiares de desaparecidos que han visto cómo sus historias personales se recomponían de la mano de una voluntad judicial y privada aliada a los avances de la genética. En otros casos, sin embargo, también puede convertirse en el inicio de algo para lo cual no hubo preparación posible, y para lo cual todo final abierto es desgarro.

En el fondo, de ninguna manera en segundo plano, todo reenvía al inicio: la identidad.

Escrito en el cuerpo

La cristalización del concepto de ADN como sinónimo de identidad acarrea un desplazamiento: la noción misma de identidad pareciera trasladarse desde un terreno cultural (de construcción cotidiana, relacional, comunitaria, social) hacia uno que cifra las respuestas en el cuerpo. Las expectativas parecieran ser que el ADN (en tanto “información biológica”, una expresión que por otra parte viene de la mano de la metáfora de la información aplicada al desarrollo de la genética; no hay que olvidar que paralelamente se desarrollaba la informática) se constituye, finalmente, como una verdad última, inapelable. Y en realidad es ese mismo el conflicto. “Efectivamente pareciera que la interpretación de la genética del término medio consiste en una simplificación y una reducción a una posición fuertemente biologicista”, sostiene la doctora en Filosofía, investigadora del Conicet y coordinadora del Area de Bioética de Flacso Florencia Luna. “Pero aun desde la perspectiva médica (el diagnóstico de enfermedades) este modelo es el inadecuado. La mayoría de los tests genéticos, por ejemplo, no predicen ‘enfermedades’ como se suele decir, sino la probabilidad de que se dé cierta enfermedad, y esta probabilidad tiene una fuerte dependencia con el medio ambiente, los hábitos de las personas, etcétera.”

Actualmente, los márgenes de exactitud que arrojan los estudios de ADN resultan abrumadores, lo mismo que las relaciones de parentesco que permiten afirmar o refutar. Pueden investigarse vínculos entre un hijo, su madre y su supuesto padre; entre un hijo y su supuesto padre exclusivamente (es decir, sin necesidad de recurrir a muestras biológicas de la madre); entre un hijo, sus supuestos hermanos y su madre (sin necesidad de muestras del padre); entre una madre, un hijo y los abuelos paternos. Puede, inclusive, estudiarse la filiación de un bebé que aún no ha nacido: es suficiente con tomar determinadas muestras a una embarazada entre la semana 12 y la 14, y otras más con la gestación más avanzada. En algunos casos, los resultados de un estudio de paternidad pueden alcanzar una probabilidad mayor al 99,99 por ciento (cuando se analiza la inclusión paterna, es decir, la confirmación del lazo biológico), e inclusive del 100 por ciento cuando lo que se estudia es la exclusión paterna (es decir, la refutación del vínculo). Los análisis tanto pueden buscar rastros del “linaje paterno” en un varón (porque todos los varones de una familia comparten un patrón genético característico que se transmite por vía paterna) como de la “herencia materna”, sea en mujeres o varones (todas las mujeres transmiten a sus hijas e hijos una “herencia mitocondrial” particular, una herramienta fundamental en los casos de restitución de identidad de hijas e hijos de desaparecidos).

Las opciones permiten la adaptación a un espectro amplio de casos, tanto que, en los últimos años, el desarrollo de nuevas metodologías y tecnologías permitieron sortear lo que hace no mucho parecía un escollo insalvable: técnicamente, es posible realizar el estudio sin que una de las partes esté presente o haya prestado su conformidad. A partir de 1990, con el descubrimiento de la PCR (la reacción en cadena de la polimerasa) se hizo posible prescindir de la muestra de sangre para los estudios de ADN: uñas, cabellos con bulbos o hisopados bucales son también elementos analizables que arrojan resultados confiables. Puede parecer un detalle, pero no lo es: al no ser necesario someterse a la extracción, no resulta estrictamente necesario contar con la voluntad de una de las personas sometidas al análisis. Esté en ausencia o en disconformidad, el cuerpo hablará en su lugar. En casos de averiguación de filiación, la negativa a prestarse al análisis (que abría el debate sobre si era lícito o no forzar a la extracción de sangre, como pasó en casos de restitución de identidad de hijos de desaparecidos) llevó a sentar jurisprudencia a partir del principio de presunción (se han atribuido paternidades tomando como confirmación la negativa del hombre demandado a prestarse al estudio, como en el caso de Diego Maradona). Ahora, científicamente es posible corroborar esa presunción con sólo lograr que la Justicia autorice un allanamiento para la recolección de pruebas.

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Historia argentina

Los casos de restitución de identidad de hijos de desaparecidos son ejemplos contundentes de lo que aún resta pensar. Para incorporar el tema a su libro, Bernath tuvo entrevistas con algunas y algunos de esas nietas y nietos recuperados. Luego de interiorizarse en detalles del proceso que llevó a Analía a recuperar su identidad de Victoria Donda Pérez, escribió: “Juega con los genes y las sensaciones, como si éstas se pudieran heredar biológicamente, cosa que hasta la fecha no se ha probado. Ella dice que, de pequeña, lo que más le gustaba merendar era leche chocolatada con chizitos adentro; que su postre preferido era el alfajor Jorgito con queso (...) Hace unos meses fue a Canadá a conocer a sus parientes maternos. La familia estaba sentada a la mesa. Habían cenado canelones con queso gratinado. (...) sin pensarlo, Victoria tomó una barrita de chocolate y la untó con un poco del queso derretido (...) Todos se quedaron paralizados por la sorpresa y comenzaron a llorar. Victoria no entendía qué ocurría. Finalmente le contaron que a sus padres les gustaba comer mezclas extrañas y que había sido muy conmovedor observarla a ella repitiendo las mismas costumbres”.

La primera vez que se mencionó el derecho a la identidad fue en 1989, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobaron la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. En Argentina, ese derecho fue incorporado a la Constitución Nacional en la reforma de 1994 (aunque había sido legislado en 1990, con la aprobación de la Convención), y desde 1997 una reforma en la Ley de Adopción estableció que toda persona adoptada tiene derecho a conocer su identidad biológica. A nivel local, el desarrollo del campo genético tiene una historia fuertemente vinculada a los derechos humanos y su defensa: a partir del trabajo y las demandas de Abuelas de Plaza de Mayo, por ejemplo, fue que por la ley nacional Nº 23.511 en 1987 se constituyó el Banco Nacional de Datos Genéticos de familiares de niños desaparecidos. La actividad misma del campo científico dedicado a la genética, sin embargo, no ha sido objeto de regulaciones detalladas por parte del Estado ni en Argentina ni en otros países.

Existe, sí, un marco que combina legislación y jurisprudencia para ir dejando cristalizados criterios comunes. Silvia Marchioli, abogada especialista en Derecho de Familia, observa cómo las interpretaciones van modificándose en la práctica coditiana. “La ley consagra la verdad biológica, que es considerada la faz estática de la identidad. Ese fue el criterio que se aplicó, por ejemplo, recientemente para restituir a los mellizos a su madre biológica aunque durante años fueron criados por otra mujer. Pero paralelamente en los casos concretos que se dan en la práctica de los estudios jurídicos, que se ven en casos de adopción, también se contempla la faz dinámica: la biografía. Puede pasar que haya un hombre del cual los estudios de ADN dicen que no es el padre de un chico, pero si él cumple la función social de padre, está presente desde su nacimiento, ha participado de su crianza, se da lo que en Derecho se denomina ‘estado de posesión de hijo’: en la práctica, se comporta como padre. Es decir, hay una tendencia creciente a considerar, además de la faz estática, la faz dinámica, en un esfuerzo por reconocer legalmente que el devenir es una existencia contingente en la que, además, hay un patrimonio biológico. En mi estudio, por ejemplo, yo he tenido casos de niños adoptados en los que se ha reconocido como padre a un hombre que, sin tener con ese niño un vínculo biológico, sí ha sostenido la función social de tal.” Es en ese mismo sentido que Bernath redobla la apuesta: “Suponete que vos durante 30 años tuviste un hijo, y de repente descubrís que no es tu hijo biológico, pero vos querés que sí sea tu hijo. ¿Quién dice que realmente no es tu hijo? ¿Quién puede legislar, hasta dónde?”

Todo esto habla a las claras de una historia reciente que aún se está escribiendo y comprendiendo a medida que se hace camino. Tal vez por eso la reflexión, el debate, todavía está en ciernes.

“Es un tema muy reciente, hay poco, es algo para trabajar todavía. A mí no me llegó el momento todavía, me parece demasiado cargado emotivamente como para poder hacer un análisis que sea más objetivo”, plantea Florencia Luna. Algo similar sostiene Santiago Kovadloff, que acompañó el proceso de escritura de Bernath durante el cual La identidad... tomó forma: “Durante ese trabajo, en un orden estrictamente filosófico discutimos acerca de la imposibilidad de agotar la noción de identidad en una caracterización unilateral, provenga o no de la ciencia; vimos que el conocimiento redefine los problemas de la verdad pero no los agota. Y agregaría que los dilemas filosóficos relacionados con la ciencia exceden el campo de la formación especializada. Muchas veces los expertos operan prescindiendo de las connotaciones filosóficas de los problemas que abordan, pero esto viene a mostrar que es imprescindible abrirle la puerta a la filosofía, no marginarla”.

El fin del otro

La identidad nace de la relación con el mundo y se afirma a partir de la negación: sabemos lo que sí somos sólo a partir de saber lo que no somos. Desde la antropología y cierta mirada de la filosofía, en la base de la alteridad, del límite entre uno y el otro, radica el inicio de lo propio. Pero la definición de identidad que hace de la identidad genética su clave trastrueca todo: si hay un dato básico, si todo se reduce al resultado de un estudio que dictará la pertinencia o no de nombrar padre, madre, hermanos, abuelos, la identidad es en sí misma. Dicho de otra manera: si la identidad sólo depende del ADN, no existe esa definición de uno y otro más que en un universo de pares o similares (la familia biológica). “La pregunta –dice Bernath– es hasta dónde la respuesta está en cuerpo, y también: ¿qué es el cuerpo?, ¿nada más? Claro, si vamos a lo que constituye físicamente el cuerpo, el ADN tiene mucho que ver, porque es donde están inscriptas las características corporales, pero en realidad uno es como es por un montón de otros factores, como los estímulos del medio ambiente. No sé muy bien cuál es el límite, dónde está la respuesta... pero uno no es cuerpo y nada más.”

La ciencia dijo: “Hágase la verdad”. Y la verdad se hizo. Inapelable, contundente, sólida como una afirmación indiscutible. En un mundo lleno de dudas, de categorías en mutación donde lo único permanente es el tránsito, de tradiciones que caen bajo el peso de la técnica (sacrílego y difícil envejecer en medio de cosméticas y fármacos antiedad), de una vida cotidiana arrasada por el pánico a descubrir el cuerpo como la contingencia primera e inevitable pero por eso mismo indispensable para la experiencia de la vida (si el cuerpo se cansa, si el espíritu se aterra y enloquece, la industria provee fármacos, es preciso paliar el síntoma), en medio del avance (¿hacia dónde?) de la mentalidad occidental hacia una razón quizá más extrema, se fortalece la ilusión de derribar cualquier duda. Si la respuesta no está en la técnica misma, estará en la técnica aplicada al cuerpo, ese residuo de la existencia tan humano que es requisito y condena, pero en todo caso estará. Y sin embargo, ¿podría eso traer la tranquilidad?

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Imagen de un código genético luego de ser procesado en laboratorio.
Imagen: Corbis
 
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