Viernes, 1 de febrero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Silvina Ocampo no sólo escribía en el ocio diurno, sino también, quizás especialmente, en las horas muertas de la ciudad. Escenas de los márgenes de la vida cotidiana, recuerdos vagamente autobiográficos y observaciones sutilmente delirantes, relatos posibles pero también el tesoro de pequeños hallazgos: de ese material se compone Ejércitos de la oscuridad, el libro de inéditos que este mes llega a las librerías.
Por Soledad Vallejos
“Dios mío, perdóname por haber escrito tantas inútiles palabras. Sólo quise llenar el silencio que adoro.” El perdón se pide por lo que ha sucedido durante la noche. El mundo se detiene pero los ruidos, por nimios, resultan infinitamente más presentes, más vívidos, que durante el día; las palabras también. Con esa confesión de debilidad ante lo divino y humildad ante la tentación, Silvina Ocampo hacía una profesión de fe: su reincidencia es posible, inevitable, necesaria. Esas palabras son, también, la llave que cierra páginas venidas de otro mundo, el que inventaba y visitaba en las noches de insomnio –la mayoría, para ella– y que, en una continuación del proyecto “Biblioteca Silvina Ocampo”, llegará a las librerías este mes: Ejércitos de la oscuridad (ed. Sudamericana). Se trata apenas de una muestra (otra) de que, para Ocampo, el acto de la escritura era mucho más que la publicación misma; que toda superficie, toda hora podía ser arrullo para encontrar en la literatura el refugio más deseado y feroz. Lo ha dicho Ernesto Montequín, a cuyo cuidado quedaron los archivos de Silvina, más de una vez: la cantidad de versiones de textos en apariencia ya terminados es abrumadora (en vida, ella misma publicó versiones en verso y en prosa de un mismo argumento, en ocasiones con títulos similares, otras sólo retomando la idea, como en “Las dos casas de Olivos” de Viaje olvidado y “Los dos ángeles” de La naranja maravillosa), la reescritura es infinita, lo mismo que los papeles de toda laya abollados en cajones sin más orden que el espacio disponible. En su estudio había cuadernos, hojas sueltas, carpetas prolijas, carpetas repletas de correcciones, proyectos terminados y otros inacabados: escribir era un proceso constante, y también la otra vida en la que respiraba con una libertad que, tal vez, los meandros del mundo editorial que le tocó en suerte no le permitieran. O quizá se tratara en realidad de otra cosa: una búsqueda sin guía ni destino posible, un viaje privado.
Sufría de insomnio, contó en alguna entrevista, desde la niñez, aunque sufrir, tal vez, no sea el verbo más adecuado para describir esa situación en la que con lápices, lapiceras, plumas, acometía sobre cuadernos y papeles con esa sabiduría plena, con palabras precisas, generalmente propias, y en ocasiones –pocas– ajenas. Ocurre algo curioso: ella, que en vida publicó poesías y relatos breves, además de alguna nouvelle disfrazada de cuento (como “El impostor”, escondida en Autobiografía de Irene), se entregaba deliberadamente a una escritura secreta que a primera vista podría ser confundida con la pasión por las misceláneas (ese género de las greguerías, o bien el que había obsesionado a su marido, Adolfo Bioy Casares, durante toda su vida, aunque sólo lo reveló en la vejez) o el registro documental. Y sin embargo esos cuadernos no son ni lo uno ni lo otro: a diferencia de los diarios o los testimonios, escritos con la conciencia permanente del interlocutor y el futuro (aquel en que se leerá lo escrito, aquel al que se destina, en realidad, puesto que ningún escritor lleva un diario para sus contemporáneos, menos aún para preservar el secreto), no hay aquí mensajes para la posteridad; a diferencia de las misceláneas que rescatan lo gracioso o lo llamativo –que a fin de cuentas no son más que agazapados lucimientos del ingenio de quien escribe–, aquí se expone un personaje –que quizá, sólo quizá, sea ella– para quien las cosas suelen terminar poco decorosamente. Si hay un lucimiento, no es el del brillo y el encanto; si seduce, lo hace jugando a la perdedora; si pierde, no busca despertar lástima. Esos pequeños relatos que la tienen como protagonista están más cerca de la operación excéntrica de Lucio V. Mansilla que de la falsa modestia y llaneza de Borges o Bioy Casares, y no podrían compararse jamás con la imagen de reina que tan puntillosamente había bordado de sí su hermana Victoria. Silvina es otro mundo. Ella es la que enumera los diez “animales amaestrados” que tuvo (“una cabra blanca”, “un petiso”, “un gato”, “un caballo tobiano, un bayo y un negro”, “un bichito de San Antonio”, “un zorzal”, “un perro de circo”, “un perro de policía”) para recordar sus vidas y destinos a medio camino entre la crueldad y la traición, inclusive, a pesar del amor. La cabra (también presente en la “autobiografía prenatal” en verso Invenciones del recuerdo, y en las memorias de Victoria) “murió ahogada”; el petiso “me torturaba”; el gato “me odiaba y murió encerrado en un armario para no verme”; uno de los caballos “solía ver fantasmas con un ojo y con una pata”; el bichito de San Antonio era dorado y vivió unos días en una caja, ella la abría y él volaba un rato para, luego, regresar a su pequeño hogar, “un día abrí la caja y estaba todo colorado, y al día siguiente casi negro. Había muerto”.
El recuerdo de la niña rica ajena al mundo de sus mayores, o mejor dicho, extremadamente atenta a él a pesar de que la curiosidad no fuera recíproca, que había tomado la voz en Invenciones... regresa en Ejércitos... pero con otra mirada. La Silvina adulta retorna a él no tanto por configurarlo como una narración, sino para trazar un mapa en los fragmentos habitados de lo que se esfuma: los juegos de hermanas en las barrancas de San Isidro con sus caballerizas, el aprendizaje de la espera y del descubrimiento de la desesperación, pero también para matizarlo, en frases concisas o párrafos mínimos con la innegable mirada de una mujer que aunque fue esa niña vive ahora en otro mundo (“Siempre fui muy obediente a mi destino”). Si en Invenciones... la empatía habilitaba la narración al regresar a ese mundo con la compasión de la adulta, en Ejércitos... quien vuelve lleva la mirada limpia de ternura pero llena de una poesía, en ocasiones, hechizada por la magia de la crueldad inevitable. Es ella misma, también, quien jugó a cronista de su otro radical: las personas amigas y las amadas, los placeres y las furias del amor y el desamor, las parejas de provincianos que pasean por Palermo, el guardián de una plaza, la mujer encargada de las tareas domésticas. La suya es una antropología de lo cotidiano enardecida por lo fantástico que vive en lo habitual, desmenuzada en pequeñas píldoras en las que puede dejarse de lado el argumento y hasta los nombres, pero nunca jamás el color de una voz ni los amaneramientos preciosos de una frase. Como una etnóloga voraz, invoca inclusive las palabras del primer desprecio –y su consecuente desencanto– que vivió, cuando regaló a la mujer del jardinero el retrato que había hecho de ella: “Soy fea ma no tanto”.
“A Alejandra.” Con esa dedicatoria se inicia el cuaderno que da nombre a Ejércitos... La delicada atención de Montequín puntúa los detalles del hallazgo: “El manuscrito autógrafo ocupa un cuaderno Clairefontaine de tapas blandas (...) En la portada hay una etiqueta blanca autoadhesiva, donde se lee, en caracteres cursivos, dactilografiados: ‘Silvina Ocampo/ Textos de 1969’, y debajo, de mano de Ocampo: ‘A Alejandra’ (...) en la cara interna de la portada, montado sobre un rectángulo de papel naranja, hay un ex libris impreso (con la imagen de una mujer con atuendo dieciochesco, que lee ante una chimenea), en el cual se repite ‘Silvina Ocampo’”. Gracias a registros epistolares y la reconstrucción de itinerarios, esas nimiedades completan la foto: ese cuaderno fue un regalo de Alejandra Pizarnik, muy probablemente comprado al regresar de un viaje a Europa, en la escala neoyorquina, en 1969, y con su etiqueta de dedicatoria realizada con la máquina de escribir portátil que Pizarnik también trajo del viaje. De la amistad entre ellas, por lo demás, se sabe poco y especula mucho más, fuera de las cartas que recopilara Ivonne Bordelois en Correspondencia Pizarnik y de algunos testimonios más bien huidizos, este cuaderno es una de las pocas ocasiones de asomar a una de las amistades más interesantes de la literatura argentina.
Silvina llenó las 40 páginas del cuadernito, lo dedicó a su vez a Pizarnik, lo dejó en un cajón. Y sin embargo es, de los cuatro apartados que componen el libro (los otros son “Inscripciones en la arena”, “Epigramas” y “Analectas”), el único que no se gestó como borrador, proyecto, escritura o reescritura. Es el único en el que la destinataria, explícita y única aunque no lo recibiera jamás (¿o sí?), forma parte del texto. Ejércitos... es un monólogo que es un diálogo: una madre en ocasiones, una amiga otra veces, una escritora que muestra parte de su proceso de trabajo y cuenta argumentos posibles, una lectora que afirma opiniones sobre literatura y una mujer que comparte parte de sus sueños y anécdotas. Allí, entre ideas de cuentos, chistes maliciosos y recuerdos, escribe: “Llenar un cuaderno con pensamientos –¿pensamientos?– es como llenar un vaso de agua para que otro lo tome, pero ¿le gustará a ese otro el agua? ¿Y acaso me la pidió? ¿Dónde encontraré un sediento? Aunque sea un vaso con el agua del río turbio, le agradará”. De ninguna manera confesional, rigurosamente del orden de la digresión, como quien, mientras comparte un té, dice lo primero que se le ocurre. Ese es el tono, aun cuando la tragedia de las horas en vela, de tanto en tanto, pueda asomar en toda su extensión, o al menos en aquella definición que puede compartir cualquiera que, al menos una vez en su vida, sufrió el suplicio del sueño huidizo: “Qué larga es la noche cuando la imposibilidad de dormir anula todo pensamiento que no sea el temor de no dormir”.
Alejandra es la interlocutora perfecta e invisible para una voz que puede volverse sutilmente condescendiente pero sin adoctrinar (“Todo alumno se vuelve maestro de su maestro. Todo maestro busca a un maestro cuando busca a un alumno. Todo alumno está influido por las peores obras del maestro”), pero que, las más de las veces, se sabe en diálogo con una par ante la literatura. Tanto que las páginas pueden ir desde comentar la influencia (perniciosa) de Borges sobre cierta poesía hasta el placer disimulado de haber escandalizado a Bioy Casares con el argumento de un cuento: “una mujer quiere hacerse violar”; “le parece obsceno a A, o que puede resultar pornográfico una vez escrito”. (El cuento, claro está, fue escrito y publicado como “Las vestiduras peligrosas”, en Los días de la noche.)
Durante una época particularmente conflictiva de la política china, Confucio recurría a la forma esencial de la enseñanza: largas conversaciones con sus discípulos. A su muerte, como con Sócrates, como con Jesús, sus palabras, o lo que de ellas perviviera, fueron recogidas en las Analectas. Ese es también (y no casualmente) el nombre del último apartado de Ejércitos... Pero si en el apartado “Epigramas” lo que puede encontrarse es un homenaje al espíritu epigramático antes que una economía de frases, en “Analectas” el proceso del homenaje se invierte: no ha sido Ocampo quien bautizó así ese conjunto de palabras salidas de papeles, cuadernos, anotaciones al correr de la pluma, sino el curador de su obra, Montequín. Fue él quien, bajo la invocación de Confucio (que es, a vez, uno de los emblemas del maestro complejo, generoso pero astuto a la hora de evaluar y guiar el camino del discípulo), tomó un discurrir forzosamente fragmentario para inventar gramáticas posibles. Saltan allí escenas del momento de trabajo, invenciones y reinvenciones de la escritura, notitas de lo pendiente, argumentos más o menos comprensibles, frases que tal vez sean argumentos por desarrollar, otras netamente surrealistas. Están, también, los pequeños instantes de la memoria y una vaga autobiografía. Son como chispazos, son leves, se escurren. Quizá por eso anota: “Silvina Ocampo no llevó sostenidamente un diario íntimo ni escribió un libro de memorias. Prefirió, en todo caso, dispersar en sus obras una imagen de sí misma, esa figura del tapiz que (...) nunca termina de revelar su trama”.
Cuando la ciudad duerme ella continúa tejiendo y destejiendo en un mismo movimiento. Le basta escribir imágenes de sí misma claras, contradictorias, precisas y borrosas a la vez: como si jugara, como si nunca abandonara definitivamente la niñez, ni siquiera siendo la hacedora de palabras que conjuga tradiciones propias y ajenas para destilar su propia lengua. Y, sin embargo, la reescritura infinita dice, también, que nada, ni siquiera la palabra es definitiva. Nada se dice de una vez. Por eso, Silvina Ocampo es la misma que hacia el final pide perdón por mancillar el silencio adorado, pero al inicio del libro invoca el poder divino en el verbo: “Cualquier cosa que no existe y tiene un nombre termina por existir; en cambio cualquier cosa que existe y no tiene un nombre termina por no existir”.
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