Viernes, 1 de febrero de 2008 | Hoy
TALK SHOW
Por Moira Soto
¿Para cuándo una comedia norteamericana –o de cualquier otra latitud– acerca de una chica que queda embarazada a su pesar, accidentalmente, va a hacerse un aborto, pasa por ese trance y atraviesa los momentos posteriores a esa interrupción voluntaria? Evidentemente, para tratar esta problemática con un poco de humor negro, por ejemplo, habría que empezar por hacer más películas donde las mujeres, llevadas por las razones que fueren, recurren a esta intervención (cosa que por cierto está muy lejos de suceder en la Argentina donde –perdón por la reiteración– cientos de miles de mujeres abortan al año en una clandestinidad que favorece a las que pueden pagar por ser bien atendidas, pero sigue reinando la hipocresía, no se debate abiertamente y ningún personaje femenino interrumpe su embarazo ni en la tele ni en el cine ni en el teatro locales. Más aún: en las tiras pueden ocurrir prodigios tales como que personajes al borde los 50 queden inesperadamente embarazados y sigan adelante para tener otro parto feliz en cámara).
Sin embargo, el tabú en torno del aborto, mayormente atizado por sectores ultra de la Iglesia Católica oficial –que alguna vez lo permitió– y sucedáneos fundamentalistas, es tan fuerte que aun en los países donde está legalizado hace rato y cientos de miles de mujeres ejercen ese derecho, el tratamiento de su realización, la previa y el después –circunstancias ricas en emociones, dudas, temores, angustia, sentimientos de liberación y demás– son habitualmente soslayados por el cine. Mismo en el caso de un film de tanta calidad y suma crudeza como Cuatro meses, tres semanas, dos días, el protagonismo está asignado a la amiga, acompañante y sostén de la estudiante que va a abortar, cuya decisión ya está previamente tomada y es irrevocable. Por otra parte, dado que el episodio sucede durante la dictadura de Ceaucescu en Rumania, después de consumado el aborto, las dos mujeres deciden no hablar más de lo sucedido. Ciertamente, otras cuestiones de género, como las distintas formas de violencia hacia la mujer, vienen siendo tema central de algunas películas en los últimos años, y no sólo en Occidente. Pero los embarazos inoportunos, desesperantes, indeseados que tantas veces culminan en aborto en la vida real, son ninguneados...
En canje, permuta o trueque, se hacen comedias como Ligeramente embarazada, de Jude Apatow (director mimado por la mayoría de los críticos locales a partir de la insulsa Virgen a los 40), o el futuro estreno de La joven vida de Juno (título que guarnece y complica innecesariamente el original: Juno). Películas donde dos mujeres jóvenes –veinteañera la primera, adolescente la segunda– llevan a término embarazos casuales, producto de una noche de farra y alcohol uno, y de una primera relación sexual el otro. En ninguno de los dos casos, las chicas están enamoradas de sus respectivos genitores, pero –miren qué originalidad– ambas terminarán encontrándole su lado positivo y afín a cada uno de ellos...
Hagamos foco en Juno, que se presenta muy pronto, una comedia bien dialogada –aunque a veces se pasa de ingeniosa y sarcástica en las líneas a cargo de la protagonista, de 16–, excelentemente actuada, no sólo por la canadiense Ellen Page, sino también por Michael Cera, Allison Janny, JK Simmons, Olivia Thirlby (no tanto por Jennifer Garner, cada vez más semejante a una Julia Roberts trucha, ¿el mismo colagenador, quizás?), y dirigida con fresca fluidez por Jason Reitman. A partir de su estreno en los Estados Unidos, adorada por casi toda la crítica que la describió reiteradamente como very smart, very funny, very touching, Juno está obteniendo una suerte de inflación mundial, incluso antes de las candidaturas al Oscar (mejor, film, mejor director, mejor actriz, mejor guionista, es decir, los premios gordos). No había tanto para elegir, aparentemente, entre la producción norteamericana y, por otra parte, Juno, con su solución salomónica al final –que se puede adivinar pero no hay que revelar– parece que ha conformado a casi todo el mundo. Después de testear y confirmar su embarazo, Juno, desde su teléfono con forma de hamburguesa pide cita para “un veloz aborto”, pero recula porque en la puerta de la clínica hay una compañera de rasgos orientales con un cartel provida que además le informa que los embriones ya tienen uñas. En su casa –vive con su simpático padre divorciado, su nueva mujer y una hermanita– Juno encuentra comprensión y bonanza; resuelve dar el bebe en adopción y la pareja adoptante –que encuentra en los avisos clasificados– es adinerada y el marido tiene los mismos gustos musicales y cinematográficos de Juno, quien sigue yendo al colegio sin problemas con su panza creciente (salvo la mirada torcida de alguna secretaria). En otras palabras, que con indiscutible encanto, módicos toques emotivos, despreocupada superficialidad para narrar el proceso de embarazo en una chica de 16 (por más cínica y dura que intente parecer), y más aún para mostrar el efecto de tal situación en el chico que engendró el bebé, reconfortante acercamiento generacional, restándole gravedad al problema del embarazo adolescente (en un momento en que la cifra crece en forma alarmante en los Estados Unidos) y promoviendo el tema de la adopción, es más que probable que Juno arrebate más de un Oscar.
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