Viernes, 29 de febrero de 2008 | Hoy
SOCIEDAD
La industria norteamericana insiste en hallar herederas para Sex and the city. En cines, se estrenará el film sobre las cuatro amigas (casamiento incluido); en televisión, arrecian las series con mujeres poderosas, adineradas y con comportamiento adolescente... Todas, curiosamente, se pretenden feministas o, mejor dicho, posfeministas. De fondo, la primaria demócrata se vuelve cada vez más ardua para Hillary Clinton. Porque ya se ha recorrido un largo camino y la reacción conservadora es cosa del pasado, ¿o no?
Por Soledad Vallejos
Es objetivo frecuente de los flashes y tiene poder. Ella es linda, joven, soltera y tiene una empresa en la que usa su propio nombre como marca. Se llama Victory Ford, la misma firma que aparece en etiquetas de prendas exclusivas a la venta en Estados Unidos, pero también en Japón y ciertos puntos clave de Europa. Podría decirse que la vida le sonríe: es alguien en una ciudad tan hambrienta de víctimas como Nueva York. Pero al día siguiente de presentar su nueva colección de primaveraverano la crítica especializada la demuele. Victory, en pijama, en reunión con sus dos mejores amigas, mujeres tan poderosas y trendy como ella, relee el diario y lo arroja lejos, lo toma de nuevo y grita, lo mira de soslayo y se larga a llorar con desolación. Nico O’Reilly (editora de la revista femenina Bonfire, a la que ha llevado a la cima a fuerza de talento y carácter) sacude una copa de champagne en una mano, le acaricia la cabeza con la otra; dice: “Cuando huelen el miedo en esta ciudad, todo se terminó. Vas a salir y mostrarte orgullosa”. Wendy Healy (ejecutiva de una compañía cinematográfica, hábil, elegantísima) asiente con un repertorio de mohines. Victory duda una vez más, mientras devora un muffin, y Nico redondea su lección: “Las mujeres siempre hemos tenido que disculparnos por nuestro éxito. Pero no se trata de suerte, sólo de trabajo duro y talento”. Emocionadas, todavía frágiles a pesar de tanta belleza y tanto trabajo importante, las tres se abrazan en un sillón.
Así empieza Lipstick jungle, el estreno con que, desde principios de febrero, una cadena norteamericana (la NBC) intenta aprovechar el nicho descubierto y fortalecido por tantos años de Sex and the city (cuya versión cinematográfica se estrenará en un par de meses), y actualmente también explorado por Cashmere mafia (ABC), de innegable parecido con Lipstick..., aunque sin su punto más fuerte: la presencia autoral de Candice Bushnell, es decir, la creadora del libro sobre el que se basó Sex..., que aquí, además, juega como productora ejecutiva. Cashmere..., de todas maneras, no está tan lejos del origen de la moda: su productor es Darren Star, el visionario de la industria que olió el dinero al leer los textos de Bushnell. Como sea: los productos hijos de los best sellers especializados en chicas modernas con conflictos de dinero y poder (o mejor dicho: generados a causa del dinero y el poder, esos mundos tan difíciles de entender para las hijas de las primeras feministas aguerridas), vale decir, los ecos mediáticos del chicklit están sonando más que fuerte. Y quizá sea casual que tanta vuelta, emoción y zapatos caros mezclados con maridos ausentes, otros celosos y novios inexistentes lleguen justo ahora: en el mismísimo año en que Hillary disputa, con suerte cada vez más errática, las internas para convertirse en candidata del Partido Demócrata. Claro, quizá sea casual, pero tanta coincidencia sería algo raro.
A fines de diciembre, con todas las lucecitas del árbol de Navidad del Rockefeller Center de fondo. Brooke Shields, que venía de sobrevivir a duras penas a un escándalo porque tuvo el desliz de comentar en un show televisivo lo difícil que le resultaba ser buena madre, porque los niños demandan mucho (equivalentes a ligas de madres de familia la denostaron durante meses), era la estrella del anuncio de la nueva serie nacida de un libro de Bushnell. Pero no estaba sola, también la acompañaban Kim Raver y Lindsay Price, que completaban el elenco de Lipstick...: Shields como la ejecutiva cinematográfica Wendy, Raver como la editora Nico y Price como la diseñadora Victory. La industria estaba contenta de presentar lo que vendía como el sucesor de Sex...: ya no se trataba de tres solteras exitosas y siempre a la moda, sus aventuras en bares y restaurantes caros, sus zapatos de precios imposibles (hablamos de la serie que basó todo un capítulo en los casi 500 dólares que costaba un par de Manolo Blahnik), sino de tres mujeres que van llegando a la madurez. Una especie de producto generacional destinado, habida cuenta de que los años pasaban también para el público, a quienes habían sido fieles a Sex... y ahora necesitaban seguir creciendo. Se dijo que retrataría a la ejecutiva moderna, que hablaría de su paso por el mundo del poder desde una mirada feminista, de sus problemas personales a partir de la comprensión de género.
Lipstick... fue la novela que, apenas llegar a las librerías, se convirtió en uno de los best sellers de 2005. Pero para que los tantos no se confundan y el aura del éxito previo a la vez permanezca, Bushnell enseguida explicó la esencia de la nueva serie: “Esas tres mujeres no buscan a Mr. Big, porque ellas son Mr. Big”, en referencia al príncipe azul (machista) con el que Carrie termina casándose. Claro que si ellas son Mr. Big, tal vez estén en problemas.
Victory se muestra totalmente incapaz de sobrevivir al rechazo que genera su nueva colección: sólo encuentra la felicidad de la mano de un príncipe, más que azul, muchas veces millonario. ¿Cómo se conocen? El la hace llamar por su asistente para concertar una cita , la manda a buscar en un auto, como si fuera un delivery, le invita champagne caro y le explica que gana cinco mil dólares por minuto, que por eso prefiere no perder tiempo haciendo ciertas cosas él mismo. Ella empieza a ceder. Un poco más adelante, cuando Victory pierde un negocio importante en Japón, él la rescata con su avión particular, la sorprende con un viaje a París y le regala un Chanel. Victory se olvida de sus problemas profesionales, porque eso era todo lo que ella necesitaba para resurgir: un señor con plata que la ampare.
Nico O’Reilly (Raver, conocida por ser la novia sufrida de Jack Bauer en la última temporada de 24) no logra convencer a su marido, un académico, de acompañarla a la fiesta para celebrar el creciente éxito de Bonfire, la revista de celebridades, política y cultura que dirige con mano de hierro. Para más inri, un muchachito trepa pareciera ser favorecido por su jefe (otro varón) para asumir el cargo vacante en la dirección creativa de la editorial. Derrocha máximas sobre sexismo y feminismo aplicado a cada rato: “cuando una mujer expresa su preocupación acerca de un asunto de negocios importante, no es un acto de locura. Está haciendo su trabajo” (al trepa), “si una mujer quiere empezar una familia, está distraída, y si no le interesa, algo está mal, sos una desnaturalizada, odiás a los hombres” (a sus amigas, comentando que el jefe le niega el ascenso porque alguna vez ella dijo que quería formar una familia). Y a pesar de todo el cotillón hipotéticamente feminista, de que su personaje es, tal vez, el más ambicioso de la historia y no se avergüenza de ello, la moraleja no tarda nada llegar: es divina, pero su marido no la mira, por lo menos no sexualmente, por lo que ella, casi azarosamente, empieza una aventura con un chico algo más joven. Dice que nunca antes lo había hecho, se asusta al principio, se entusiasma después, pero inevitablemente esa situación... le da culpa. Y cuando no le da culpa, la lleva a sufrir por no poder tener todo. Entonces llora.
Wendy Healy (Shields) es ejecutiva de una importante productora de cine: tanto le toca psicopatear a Leonardo DiCaprio para que firme contrato con ellos en lugar de con Dreamworks (lo logra con un ardid de histérica) como despedir a un director después de ver lo que ha rodado (al echarlo, lo abrazó, porque le dio pena, pobre hombre). Su marido, algo celoso de su éxito, intenta un proyecto propio. Pero mientras tanto se encarga de llevar a los chicos a la escuela, de que en la heladera haya comida fresca, de animar la vida familiar, en realidad, porque Wendy tanta garra no le pone al asunto. Y entonces sucede: ella y él deberían tener una reunión en un colegio privado para ver si aceptan a uno de sus chicos y él no llega a tiempo. Cuando finalmente se encuentran, ella le reprocha el descuido: “No podés castigar a tu hijo solamente porque no sos vos el que paga la cuota” (que era muy alta, claro). Pelea, reconciliación y promesas mutuas de intentar no decir cosas feas. Pero no es fácil, no, no, y Wendy... llora.
En Cashmere... sucede lo mismo: cuatro amigas, que se conocen desde el secundario, triunfan en el duro mundo de los negocios, se aconsejan mutuamente, sufren por amor. Lloran, también. La imaginación televisiva las prefiere frágiles y temerosas.
Se supone que Lipstick hable del proceso de empoderamiento y los conflictos que pueden ir surgiendo. Que ponga en primer plano las cuestiones de la conciliación entre vida laboral y familia: porque ante todo se trata de formar una familia, construir una, sobrellevarla, y no de vidas personales que pueden encontrar más de una variante. Si en los 90 la novedad de Sex... era mostrar solteras con deseo sexual (que finalmente era justificado por el único objetivo posible en este mundo: ¡tener un marido con el que fundar una familia!), por más que el modelo que encarnaban era ante todo androcéntrico y hasta misógino (sus reuniones de amigas parecían más lo que un varón puede fantasear como reuniones de amigas, sus reacciones ídem), la de Lipstick..., tanto como la de Cashemere..., parece ser el redoblar la apuesta conservadora. La reacción es brava y se ensaña: dice a las mujeres (porque son shows fundamentalmente para mujeres) que el poder cuesta, se paga con dolor y muchas lágrimas, que todo no se puede tener, que una mujer ambiciosa hiere a un varón sensible, que el feminismo puede ser vaciado de su carga política con el sencillo ademán de ser usado como parlamento de un personaje en la tele. Que bueno, chicas, ya basta. Según las lecciones de la ficción, la conciliación de los mundos necesariamente obliga a elegir: si se quiere ser moderna, trabajar y tener familia, habrá que optar por acomodarse en el lugar de la modestia. De eso se trataron Sex... (presumiblemente, el film, que se estrenará en mayo, y para el cual en Nueva York se prepara una Girls’ night out con descuentos y tragos por toda la ciudad), y se tratan también estas novedades: no la posibilidad de alguna ruptura, sino de encajar.
Demostró que el mundo de los negocios todo lo puede, empezando por limpiar la imagen de feminista políticamente comprometida y académicamente conflictiva que se había labrado al publicar, en 1976, el barullero Informe Hite: un estudio nacional sobre la sexualidad femenina. Hite decía que el suyo era un estudio sobre “todos los aspectos de las relaciones laborales entre géneros” y, a la vez, una guía para modificar comportamientos discriminatorios y situaciones de violencia, como el acoso sexual o la desigualdad de salarios. Hite decía: “Está surgiendo un nuevo paisaje emocional, que cuenta, entre otros valores positivos, con un mejor concepto de dignidad ‘masculina’ (menos ligado al dinero y a la carrera profesional) y de fuerza ‘femenina’”. En el prólogo, un profesor del Instituto de la Empresa español, Santiago Iñíguez de Onzoño, parecía contento porque el libro “se integra más bien en la corriente que podría denominarse posfeminismo, un estadio en el cual la lucha por la mejora de las condiciones de la mujer se hace compatible con la aceptación de las reglas básicas del sistema (...) por ejemplo, se acepta la familia —no sin cierta resignación— como institución social básica, aunque se propugne un modelo de familia inspirado en los valores democráticos”. Agregaba que la “ausencia de ruptura se justifica porque en las circunstancias actuales de nuestro entorno existe un reconocimiento, al menos de derecho, de la igualdad a todos los efectos entre el hombre y la mujer”. El estudio, por lo demás, homologaba las estructuras empresariales con las familiares (con la consiguiente asignación de roles jefe-padre, empleada-hija sumisa) y buscaba acercarse a las relaciones laborales entre hombres y mujeres, las relaciones amorosas y sexuales en el trabajo, las relaciones jerárquicas y de pares entre géneros, pero con la adecuación como toda meta: se trataba de aconsejar a las mujeres para encajar en eso sin pedir demasiado, y a los hombres de hacerles entender que nadie les iba a pisar el terreno.
Remontó tras un evento muy preciso: en un café de New Hampshire, en medio de un encuentro con votantes indecisos, una fotógrafa le preguntó cómo se las arreglaba para estar siempre impecable, bien peinada, y hasta sonreír en medio de una campaña tan desgastante. “¿Cómo hace para aguantar?”, le dijo. Y entonces Hillary se emocionó, lagrimeó, se le quebró levemente la voz. Dijo: “No es fácil y no podría hacerlo si no creyera apasionadamente que es lo correcto. Para mí esto es personal, no es político o público. Con todo lo cansada que estoy y lo difícil que es aguantar en la carrera con lo que intento hacer, es imposible hacer deporte de vez en cuando o comer bien cuando la comida que tienes a mano es pizza. Pero resulta que creo tan firmemente en quienes somos como nación que voy a hacer todo lo que pueda para defender mi postura y que sean los votantes los que decidan al final”. John Edwards, que por entonces todavía participaba de la interna, señaló ofuscado que Margaret Thatcher nunca había llorado en público, y agregó que si la campaña era dura, “más lo es ser comandante en jefe de Estados Unidos”. Pero después del episodio de las lágrimas, Hillary ganó en New Hamsphire y un par de distritos que todas las encuestas le daban por perdidos.
Entonces volvió a pasar: en entrevistas públicas, Hillary estuvo lejos de mostrarse vulnerable. Fue dura, orgullosa, y una vez más mostró la marca en el orillo: tiene ambición y no lo niega. Desde entonces, ha vuelto a caer en intención de voto tanto como en votos efectivos. Cuando se muestra fuerte y con experiencia concreta de gestión (por algo tiene 60 años, por algo lleva 35 en distintos roles del Estado), no sólo pierde gradualmente posibilidades de ganar las internas: en los actos, muchachos y señores risueños suelen gritarle “¡planchame la camisa!”.
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