Viernes, 14 de marzo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
El descubrimiento de científicos japoneses y norteamericanos se prepara para ganarse el próximo Nobel: una célula adulta sería suficiente, tecnología mediante, para producir un embrión. Especialistas argentinas analizan conceptos tales como maternidad, cuerpo, futuro y relaciones familiares en un mundo en el que definitivamente sexo y reproducción ya no están atados.
Por Verónica Gago
La relación entre tecnología y cuerpo es una guerra de fronteras: se disputan los territorios de producción, reproducción e imaginación política. Con esta idea, la feminista Donna Haraway (especialista en tecnobiología) escribió hace años un célebre manifiesto para cyborgs: una figura híbrida del mundo de post género que se proponía arrebatarle a la masculinista imagen de Terminator, una tecnociencia a favor del feminismo del siglo XXI. “Las feministas del cyborg tienen que decir que ‘nosotras’ no queremos más matriz natural de unidad y que ninguna construcción es total”, apuntaba Haraway contra la posición orgánica o natural femenina. Los últimos avances tecnológicos desafían lo que hace dos décadas –cuando Haraway difundía su manifiesto diciendo que prefería ser una cyborg más que una diosa– pertenecía aún a la ficción feminista.
En noviembre pasado, científicos japoneses y norteamericanos (probablemente los próximos premios Nobel en su materia) dieron a conocer la posibilidad de que el fibroblasto, una célula adulta, sea reprogramada hacia atrás y “vuelva” a su estado embrionario, obteniendo así la capacidad pluripotencial de generar cualquiera de los tejidos que forman un individuo. A través de este proceso retroactivo de indeterminación de la célula, cabría la posibilidad de formar cualquier tipo celular o inclusive un nuevo embrión: es decir se llegaría artificialmente al momento en que la célula se encuentra cuando se junta un óvulo y un espermatozoide. Este descubrimiento junto a los avances, también recientes, sobre la ectogénesis –el desarrollo del embrión fuera del organismo materno a través de la creación de un útero artificial– plantean cada vez más decididamente la posibilidad de creación de vida humana desvinculada de la reproducción sexual. Esta línea de investigación científica lleva a debate una serie de cuestiones de peso para el feminismo: ¿Qué podría ser una maternidad que ya no tiene en la gestación su clave? ¿Pasa a ser una decisión personal la de involucrar o no el cuerpo femenino en la concepción de vida? ¿Qué relación tienen estas invenciones con las reivindicaciones feministas de decisión sobre el propio cuerpo? ¿Cómo entender las relaciones de poder-saber que se juegan en la producción biotecnológica de vida bajo la lógica de mercado? ¿Es una conquista o un modo de desposesión de un poder femenino?
En la medida en que el discurso científico está atravesado por imágenes políticas y hoy lo cotidiano-íntimo está a su vez impregnado por lo biotecnológico, es preciso analizar los movimientos –sociales, políticos, discursivos y económicos– que impulsan las líneas de investigación científica. Una hipótesis a la hora de pensar la tecnología es que sus descubrimientos e inventos condensan nuevas relaciones sociales: inquietudes primero planteadas en el terreno de las luchas políticas, desarrolladas por una inteligencia y una movilización colectivas, que luego son recogidas en un lenguaje científico. “La preocupación por separar sexualidad y reproducción fue primero nuestra, de las feministas que teníamos la necesidad de adquirir más libertad sobre nuestros cuerpos y replantear la compleja relación entre libertad y deseo. Esto generó una reacción de apropiación que es muchas veces la de la ciencia. Creo que la posibilidad de reproducción por medios científicos implica que hay una capacidad más que se nos enajena a las mujeres. Somos nosotras las que tenemos que tener la capacidad de tener y de no tener hijos”, sostiene Diana Maffía, integrante del Observatorio de Bioética de Flacso.
“Tratemos de pensar cómo los hechos y conceptos revolucionarios, libertarios, producen verdaderas y potentes transformaciones –marcadas en nuestras vidas– y cómo, por otro lado ‘sus banderas’ se transforman en dogmas conservadores, estigmatizantes, etc. Así de la bandera de ‘anticonceptivos para no abortar’ se deduce, dentro del progresismo feminista, que la legalidad del aborto es sólo un recurso para evitar la muerte pero con el supuesto que dice: ‘¿qué mujer quiere abortar?’. Esto creó una nueva condición en la subjetividad que sostiene que abortar es temible e inmoral, salvo que haya situaciones extremas. Por otro lado, si los anticonceptivos son para no abortar no se puede pensar dentro de este ‘feminismo’ lo mortífero de los mismos. O sea, quedó de este lado el temor al aborto y, del lado del mercado, la más ‘creativa de las libertades’ de manipulación de los laboratorios contra los cuerpos femeninos. Así también ha crecido la infertilidad femenina proporcional a los negocios de fertilización. Esta paradoja pertenece a la subjetividad del mercado y no a los efectos del feminismo y su preciada reivindicación de desvincular la sexualidad de la reproducción, que es una apuesta libertaria para la humanidad”, señala Lucía Scrimini, médica (UNC) y psicoanalista.
La filósofa Patricia Digilio (UBA), especialista en estudios sobre el impacto político del desarrollo biotecnológico, pone un marco al debate: “Las tecnologías reproductivas conforman un aspecto dentro de la revolución biotecnológica, que se inscribe a su vez en una revolución tecnológica mayor que se da en la esfera productiva. Si esta revolución tecnológica no eliminó situaciones de opresión en la esfera del trabajo para las mujeres, ¿por qué pensar que puede ser distinto en el aspecto reproductivo si el sistema social y político en el que se desarrolla es el mismo: el capitalismo patriarcal?”. Y, para avanzar desde un criterio político, agrega: “Cualquier tecnología –y su implementación– debería evaluarse no sólo según criterios de eficacia y eficiencia, sino en términos de si contribuye a reforzar patrones de opresión o genera nuevos, según cómo se inscribe en la división sexual del trabajo, y en qué medida los sujetos que van a acceder a esas tecnologías participan de su implementación”.
El tipo de autonomía en la reproducción que propone la ciencia es, por lo menos, complejo. “Porque por un lado, innovaciones como éstas se ponen al servicio de una mayor libertad individual de elección y acción, abonando el terreno ganado en las luchas políticas y sociales de los siglos XIX y XX, especialmente en lo que concierne a la autonomía de cada mujer para lidiar con su propio cuerpo y ejercer un control sobre su vida. Sin embargo, las conquistas socioculturales y las victorias políticas no trazan apenas progresos lineales. Casi siempre hay que pagar algún precio por lo que se gana, y en el camino algo suele perderse. Un ejemplo: junto con el relajamiento de esas represas que encorsetaban la libertad femenina, aumentaron increíblemente las exigencias en lo que respecta a la estandarización del aspecto físico. Si, por un lado, se han vuelto permeables ciertos límites que antes eran intransponibles para las mujeres –tanto en términos biológicos como culturales–, por otro lado, los requisitos de tener una ‘buena apariencia’ siempre juvenil, esbelta y saludable, se han extendido hasta abarcar un segmento creciente de la población, en términos de edad, clase social y género. Y se han vuelto rigurosos hasta la asfixia. No es casual que una de las principales representantes del feminismo contemporáneo, la estadounidense Naomi Wolf, denunciara al ‘mito de la belleza’ como el gran enemigo actual de la emancipación de las mujeres. Considero que todas estas cuestiones no son ajenas a la aparición de las nuevas soluciones técnicas en lo que se refiere a la automatización de la reproducción humana, en la medida en que prometen superar las antiguas exigencias demasiado orgánicas que implicaba la maternidad”, analiza desde Francia para Las/12 Paula Sibila, antropóloga argentina (UBA), doctorada en la Universidad del Estado Río de Janeiro en Salud Colectiva, donde hoy enseña.
“Nuestras preguntas, además de la pregunta sobre nuestras libertades, tendrían que profundizar en las preguntas humanistas: ¿por qué se manipula la reproducción? Si analizamos la evolución de otros bienes en la sociedad actual –bienes culturales, alimentarios, energéticos, etc.– vemos que tienden al monopolio mercantil hegemónico. Entonces, los seres humanos también pasarían a ser tratados como mercancía y podrían tener el mismo destino: como tráfico de intereses en esa hegemonía de mercado”, apunta Maffía. “No podemos dejar de pensar en estos desarrollos fuera del contexto en el que tienen lugar: justo cuando la ciencia, la tecnología y el mercado se han convertido en una tríada indisoluble. Constatamos hoy –en la era post industrial– que la forma en que es tratada la materia viva no difiere de como fue tratada la materia inerte en la sociedad industrial. Hay que tener en cuenta que estas técnicas van de la mano de la genética predictiva y diagnóstica, entonces las preguntas son: quién, cómo y de qué manera se diseña la producción humana cuando se transforma en producción. Esto abre un campo enorme de debate y disputa”, señala Digilio.
Lo que está claro –y fue anticipado por las ficciones fílmicas y literarias– es que lo que entendemos por cuerpo está en rápida mutación. La fusión de lo orgánico con formas artificiales, maquínicas y digitales alteran las propias nociones de género, sexo y cuerpo. Y también de lo técnico y lo natural. Sibila –autora del libro El Hombre Postorgánico: cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales (F.C.E., 2005)–, aclara: “Más que una idea de ‘progreso’ o ‘evolución’ por la acumulación gradual de saberes y herramientas, lo que me parece que está en juego acá es una idea de ruptura y creación de algo completamente nuevo. De ahí la fuerza de esa noción tan presente en varios aspectos de la cultura actual, de un cuerpo orgánico, biológico y ‘natural’, que habría quedado supuestamente ‘obsoleto’ porque ya no está más a la altura de los ritmos y desafíos que nos impone el mundo contemporáneo, y que por lo tanto debe ser ‘mejorado’ técnicamente y sin cesar, dando lugar a un tipo de cuerpo ‘post humano’, ‘post biológico’ o ‘post orgánico’, que estaría mejor equipado y por tanto sería ‘superior’ a su ancestro demasiado humano”.
Este grado de deconstrucción de los cuerpos, sin embargo, al exceder la dicotomía sexual, permite pensar otros modos de la maternidad, y de las familias en general. Sin embargo, las entrevistadas por Las/12 insisten en los efectos paradójicos de estas tecnologías también en este punto. Por un lado, apunta Digilio, “¿por qué no pensar que estas tecnologías reproductivas, según el tipo de discursos en que se sustentan, no terminan reforzando el carácter de la maternidad como hecho biológico? Quiero decir: la disponibilidad de la técnica aumenta la presión hacia la maternidad”. Si lo propio de las “nuevas familias” –y la reconfiguración de maternidades y paternidades– es una novedad en los modos de ser familia, Digilio se muestra cauta ante el optimismo tecnológico para recrear filiaciones: “La organización familiar no escapa a la organización política: claro que se producen nuevas configuraciones y los avances tecnológicos son una ayuda pero no necesariamente abandonan o superan sistemas de valores o creencias que están en la base de formas de opresión”.
¿Qué pasa con el llamado poder femenino de la maternidad? Hay una “especie de desposeimiento de eso que daba poder a la mujer que es la maternidad. De hecho la medicina ha llevado adelante una suerte de desposesión del embarazo y del parto por medio de su medicalización. También veo que a la vez que se dan estos desarrollos tecnológicos, en cuanto a lo que hace a la conquista de los llamados derechos reproductivos estamos en deuda con muchas cosas. Es un desfasaje que hay que pensar para inscribir los avances científicos en la trama de relaciones de poder-saber de una sociedad determinada”, asegura la filósofa. Scrimini agrega: “Pondría el eje en que la gestación y la lactancia son en nosotras capacidades; desarrollar esas potencias cabe en el despliegue de nuestros múltiples posibles”.
“A la maternidad también tenemos que vincularla con el deseo, lo cual siempre es una cuestión difícil. Por un lado está el mandato de que todas tenemos que ser madres, para direccionar el deseo a una productividad o utilidad en la producción. Controlar el deseo es controlar las acciones. Este es el efecto de la publicidad que opera directamente sobre nuestros deseos. Y la manipulación del deseo maternal se vio claro con la tecnología in vitro: cuando ésta estuvo suficientemente desarrollada, se reforzó el deseo de maternidad biológica por fuera de los límites de edad, en mujeres que no se habrían planteado tener un hijo a los 50 años o con las trompas bloqueadas. Hubo un desarrollo tecnológico que produjo su propia demanda terapéutica cuando necesitaron experimentar sobre los embarazos de las mujeres”, señala Maffía.
El valor de la sexualidad fue un “invento” moderno, señaló Foucault. En las últimas décadas, la narrativa de los sexos y géneros parece permanentemente desestabilizada: primero por movimientos y grupos que llevan a esa dislocación, luego por descubrimientos científicos que cristalizan esas nuevas superficies de pensamiento. Sibila lo historiza con precisión: “Alrededor de las prácticas sexuales concretas se edificó una verdad capital sobre los sujetos: una verdad supuestamente ‘interior’, cobijada en lo más profundo de cada individuo, que pasó a significar algo fundamental sobre lo que cada uno era”. Así, la enigmática sexualidad interiorizada, objeto primordial del psicoanálisis, se convirtió en el núcleo de la identidad de cada sujeto. Su medicalización desvió el foco del acto (sexual) para posarlo sobre el ser (sexuado). En estos inicios del siglo XXI, el mundo occidental atraviesa serias transformaciones que afectan los modos en que los individuos configuran sus experiencias subjetivas, y estos cambios pueden llegar a afectar la misma definición de “ser humano”. Hoy el homo privatus se disuelve al proyectar su intimidad en la visibilidad de las pantallas, por ejemplo, y las subjetividades introdirigidas –orientadas hacia “dentro” de sí mismas– se extinguen para ceder el paso a las nuevas configuraciones alterodirigidas –orientadas hacia la mirada ajena–, para las cuales el aspecto corporal y las apariencias en general adquieren más peso y valor que las viejas esencias interiorizadas. En este contexto tan presente, se debilita incluso la creencia en el papel crucial o, inclusive, en la misma existencia de aquella interioridad individual, antes tan viva y palpitante, condenada a las tiranías (y a los deleites) de estar siempre atravesada por los misterios de una sexualidad excesivamente significante. Así, en esta encrucijada que hoy vivimos, se abre el horizonte hacia nuevas modalidades de subjetivación, aún difíciles de aprehender y formular, pero ya evidentes en sus primeras manifestaciones. Lo decisivo es que en estos territorios de disputa se ven las huellas de grupos y movimientos por generar nuevas formas de relaciones, e incluso parentescos, que sacuden las clasificaciones y obligan a profundas reconceptualizaciones.
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