Viernes, 14 de marzo de 2008 | Hoy
EDUCACION
Distintos países, distintos idiomas, distintas costumbres e historias nacionales, pero una violencia en común: la que las niñas y jóvenes sufren en las escuelas, tanto de manera activa como por omisión. Amnistía Internacional, como parte de su campaña “No más violencia contra las mujeres”, acaba de presentar Escuelas Seguras, un informe que brinda un panorama mundial poco alentador, es cierto, pero también sugiere vías para el cambio.
Por Soledad Vallejos
La escuela es el lugar en el que se refleja la discriminación en la sociedad.” Ese es el planteo que, aun cuando no lo estructura, se desprende con el correr de las páginas de Escuelas seguras. El derecho de cada niña, el informe (basado en denuncias, datos de ONG, Naciones Unidas y fuentes académicas) que Amnistía Internacional presentó como parte de su campaña de 2008, “No más violencia contra las mujeres”. Y es que más allá de los datos sueltos, de los gravísimos casos que suelen relatarse en las páginas de noticias de tanto en tanto, de la indignación y el dolor que concitan episodios particulares, de lo que habla el informe es de la primacía, en sociedades de todo el mundo (no sólo Occidente, no sólo lo que los organismos internacionales entienden como zonas conflictivas del Tercer Mundo, no sólo en Medio y Lejano Oriente, con los peligros del relativismo cultural), de estructuras de poder diferenciadas por género que no se perpetúan por casualidad. Que la reproducción de relaciones de privilegio, poder y sumisión es una tarea cotidiana no es ninguna novedad, pero justamente en esa naturalidad del día a día es que se juega gran parte de su capacidad para persistir: en lo invisible continuado se perpetúa, con mutaciones a veces, pero ante todo sin perder fortaleza. El caso, claro, estriba en una dificultad primordial: ¿cómo verlo? Y también: ¿cómo reaccionar ante eso que, enunciado, tiene la capacidad de provocar las más virtuosas de las reacciones (declamativas, por lo general), pero actuado, ejercido, pasa inadvertido y hasta resulta aceptado como inevitable?
“La violencia —plantea Escuelas... de AI— es un medio de control y regulación.” Las situaciones de violencia de género, lo saben quienes trabajan con ella o prestan algo de atención al tema, suelen tener amparos muchas veces insospechados, en gran parte gracias a que suele entenderse como un comportamiento violento sólo a aquel que actúa sobre el cuerpo. Hay quienes, ante la falta de evidencia visible (un moretón, un rasguño), tienden a negar que exista. Y sin embargo en esas coacciones que no precisan de un abordaje del cuerpo anidan los principios de todo lo demás: en “culturas machistas que aprueban la violencia basada en el género y tratan a las mujeres y a las niñas de manera distinta a los varones”, en un mundo en el que “los hombres siguen teniendo más poder y privilegios”, resulta consecuente que los modelos femeninos estimados se asocien a conductas pasivas, algo que terminan avalando y hasta estimulando “normas de conducta (que) refuerzan las desigualdades de género en el entorno escolar”. Que los niños peleen y se dediquen a juegos violentos, que las niñas ayuden a sus docentes y colaboren con la limpieza y el orden no resultan asignaciones ni tan naturales ni tan inocentes. Pero no son ésos los únicos gestos que, en su continuidad, fermentan la continuidad de la desigualdad: “Cuando no existen mecanismos de denuncia, vigilancia y respuesta ante la violencia contra las niñas e impera la impunidad, la violencia basada en el género es más frecuente”. Más allá de legislaciones locales y nacionales (que existan o no, que se apliquen o no), AI enfatiza en una necesidad todavía más urgente, y es la de que las y los adultos testigos de estas situaciones comprendan cuán valiosa puede ser una reacción solidaria con niñas y jóvenes que se ven ante una situación violenta. Y es que el silencio termina actuando como permiso, o peor aún, como complicidad. Tan difícil resulta, inclusive a nivel macro, comprender esto que AI señala una omisión notable: “En los Objetivos de Desarrollo de Milenio (N. de R.: los ocho objetivos acordados, en 2000, por más de 190 gobiernos como parte del plan para contribuir a la erradicación de la pobreza a través de la acción de países desarrollados y en vías de desarrollo) no se ha tenido en cuenta la importancia que reviste en materia de educación la necesidad de poner fin a la violencia contra las niñas”, habida cuenta de que, aun cuando entre sus metas figuren la educación primaria universal y la igualdad de género, “miden el progreso (...) por el número de niñas que asisten a clase, sin intentar abordar la violencia y la discriminación, que afectan tanto a la calidad de la experiencia educativa de las niñas como a su acceso a la educación”.
Tanto la imposibilidad de asistir como el hecho de que ir a la escuela se convierta en un pequeño infierno para una nena tiene consecuencias más graves y de largo plazo que un sufrimiento presente: “Reduce sus oportunidades de conseguir cierta independencia económica; aumenta las probabilidades de que contraigan matrimonio a temprana edad, situación en la que se da un alto índice de problemas emocionales y físicos; agrava considerablemente el riesgo de que contraigan VIH y de que mueran al dar a luz, y hace que les resulte más difícil desenvolverse bien en la sociedad y reivindicar sus derechos”. Básicamente porque sólo se puede reclamar aquello que se conoce y se considera legítimo, una niña con acceso problemático a la educación se convierte, con los años, en una mujer que no puede conocer ni terminar de comprender sus derechos, incluyendo entre ellos los vinculados a la salud, por lo que, en el mediano plazo, “la negación del derecho a la educación menoscaba el derecho a la salud”.
Volvemos al principio: los pequeños gestos, ¿cómo se cuantifican?
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