Viernes, 21 de marzo de 2008 | Hoy
DEBATES
La polémica comenzó en Europa: la escasa donación
de semen para tratamientos de inseminación artificial permite imaginar un futuro en el que los parentescos biológicos se crucen sin que los protagonistas siquiera lo sepan. Aquí, estas donaciones, que no están reguladas, son también escasas. Pero la elección del perfil del donante como su incidencia en grupos endogámicos abre preguntas que –en un país donde el ADN tiene además una carga política innegable– resultan inquietantes y todavía sin respuesta.
Por Verónica Gago
Tal vez las próximas telenovelas tengan que incluir dramas en clave bio-tecnológica. O dicho en un lenguaje a la moda: historias con conflictos biopolíticos. Gracias a los bancos de semen, decenas de mujeres por año son inseminadas con espermatozoides de donantes anónimos. La cuestión es que de un mismo donante pueden producirse muchos embarazos en pacientes diferentes. En España esto motiva ya una discusión en la medida que se puede prever un futuro cercano en el que nazcan decenas de hombres y mujeres que sean medio hermanos aunque no lo sepan. Habrá quienes nunca se enterarán de que tienen cierta familia por ahí, perdidos por las grandes ciudades. Pero si, como diría el cuento, ¿un día se cruzan, se enamoran y quieren ser felices, comer perdices y tener hijos? El final de la historia podría nublarse drásticamente si supieran que proceden de los mismos espermatozoides, alguna vez anónimos y congelados, que los vuelve parientes directos.
En Argentina no hay una legislación que regule un máximo de embarazos producidos por un mismo donante. Además, desde el momento en que las mujeres eligen los perfiles de los donantes, ¿quién podría asegurar que algunos espermatozoides –por las características de quien provienen– no tendrían más chances que otros a la hora de ser requeridos por las futuras madres? Es decir, que la homogeneización de un “tipo” de hijas e hijos no sea estimulado por los propios criterios de selección de los donantes y luego de sus receptoras. La revolución en el parentesco que auguraron algunas feministas tiene hoy mil dobleces. Por un lado, buena parte de las mujeres que buscan embarazarse por donación de semen son parte de una pareja lésbica que tiene un proyecto de maternidad de nuevo tipo (y que no siempre están incluidas en las web de los bancos de semen, donde se habla mayoritariamente de parejas donde el varón tiene problemas de fertilidad o de mujeres “solas”). Son ellas parte de las llamadas nuevas familias. Pero ese parentesco, que va más allá de la familia heterosexual tradicional, no está excluida de un dilema tradicional: nadie sabe qué pasaría si esos hijos e hijas el día de mañana quisieran saber su “identidad” biológica (lo que implicaría un dilema extra en un país donde el ADN como prueba filial tiene una historia política). Aún no hay una generación que pueda hacerse esa pregunta, pero no falta tanto.
En España, la normativa permite el nacimiento de seis hijos de cada donante pero, según los especialistas, es imposible tener algún control al respecto porque no hay registros centralizados de donantes.
A los donantes de semen se les pide el compromiso de no donar en más de un lugar, pero es sólo de palabra. El anonimato –o compromiso de confidencialidad de la identidad– de los donantes es ambiguo en un doble sentido: promueve la donación y a la vez dificulta el control. En Inglaterra, donde por ley los hijos por inseminación terapéutica de semen pueden conocer su identidad a partir de los 18 años, no hay donantes. El testimonio de un donante en un blog que sigue este debate explica por qué ese tipo de normativa desalienta la donación: “De sólo pensar que un chico a los 18 años me va a preguntar si soy su papá, se me tritura la cabeza”, confiesa sincero.
En Argentina, hay tres bancos de semen importantes. El cálculo aproximado es que se inseminan a unas 200 mujeres por año.
Según el Dr. Raymond Osés del Cryo-Bank, un centro pionero en tratamientos de fertilidad, ellos cuentan con entre quince y veinte donantes activos. Además de donantes no activos que han dejado muestras hace tiempo. “Para el número de pacientes que tenemos es mucho esta cantidad de donantes. La Sociedad Americana de Medicina Reproductiva sugiere que un mismo donante no se utilice para más de 25 pacientes por cada 750 mil habitantes. Esto posibilita, en nuestro caso, que un mismo donante se podría utilizar para las 100 mujeres que se inseminan al año en nuestro centro. Pero deberíamos ser más cautos cuando son grupos que estén muy vinculados entre sí, de pertenencia común o de amigas íntimas o que convivan en pueblos chicos. De todas maneras, creo que por la cantidad de pacientes es todavía una fantasía más que una preocupación real, porque además hay que tener en cuenta que son más las pacientes que consultan que las que formalizan”, advierte Osés.
El Dr. Roberto Coco, de Fecunditas, también considera que las probabilidades de “encuentro cosanguíneo” son escasas: “Hay que considerar dónde está ubicado el centro de reproducción. Nosotros entre Capital y conurbano somos trece millones y se supone que por millón de habitantes un mismo donante podría usarse para 20 nacimientos. Si seguimos el cálculo de 20 dividido un millón nos quedaría que la posibilidad de encuentro es uno cada veinticinco millones”. Pero agrega: “Lo que está claro es que cada vez hay más bancos y no se puede controlar si un donante concurre a otro. No hay nómina de donantes porque es algo que no está legislado”.
Sin embargo, parece delinearse hoy una tendencia: que la técnica de inseminación de semen es requerida cada vez más exclusivamente por las parejas de mujeres. ¿Por qué? Según explicó el Dr. Ramiro Quintana, vicepresidente de la Sociedad Argentina de Medicina Reproductiva, a Las/12 “desde que aparecen las técnicas de fertilización asistida, la proporción de inseminación de semen es baja en parejas heterosexuales y por eso no ha habido en Argentina una gran proliferación de bancos de semen. Las parejas heterosexuales prefieren optar por técnicas que aunque son más agresivas les aseguran que el patrimonio genético sigue siendo de la pareja, y no incluir a un tercero. Es una cuestión cultural argentina –y tal vez de América latina– que difiere con España por ejemplo, donde está más desarrollada la donación de gametas. En cambio, en Argentina las parejas heterosexuales prefieren agotar opciones con su propio semen. Creo que por esto la demanda del banco de semen puede concentrarse en las mujeres solas y en parejas homosexuales”.
Osés apunta también a la demanda de las mujeres sin pareja: “Creo que ha ocurrido un cambio social por el cual las mujeres con deseo de ser madres, muchas veces no encuentran con quién, se les pasa el tiempo biológico pero quieren tener un hijo igual. La modificación de las estructuras de familia debido a la globalización aparece en Argentina en los últimos años y abre camino a este tipo de tratamientos, pero es algo que en Estados Unidos ya está instalado hace décadas”.
La posibilidad de la inseminación corre así boca a boca (o blog a blog), entre quienes hacen la experiencia y animan a otras. Por lo que la posibilidad de que varias amigas o conocidas compartan donante no es una hipótesis muy descabellada. Una paternidad biológica anónima, difusa pero común sería una situación posible para las nuevas maternidades lésbicas.
Por otro lado, varias mujeres eligen tener más de un hijo con el semen del mismo donante para asegurar cierto vínculo biológico entre sus hijos/as (esto requiere una inversión: reservar muestras con anticipación tiene un costo de almacenamiento por año). Este punto también genera debates en los blogs dedicados a las maternidades lésbicas (no es un dato menor que sean los blogs los lugares donde estos temas tienen más espacio y se multiplican las discusiones y el relato de experiencias): confiesan algunas mujeres que dudan entre asegurar biológicamente ese lazo entre sus hija/os o sólo confiar en la reinvención de lo filial a partir del deseo y la crianza, impulso primero de las nuevas familias.
El banco de semen se popularizó recién en el siglo XX (aun cuando las primeras prácticas de donación se registraron varios siglos antes). Implicó dejar de lado un antiguo y perdurable prejuicio: que la infertilidad nunca era masculina –considerado el semen siempre como principio activo, de una virilidad incuestionable–. En la década del 80, con la proliferación del VIH, se convirtió en una opción pensada en términos de “seguridad”. Sin embargo, fue en los últimos cinco años que esta posibilidad fue reapropiada para otros usos: en particular, las maternidades lésbicas.
En Argentina, el perfil de los donantes es similar en el mundo entero: estudiantes universitarios y hombres jóvenes que necesitan algo de dinero. Acá se pagan entre 100 y 150 pesos por la donación. En el Primer Mundo, los latinoamericanos lo tienen como un modo frecuente de conseguir un ingreso fijo y seguro.
La selección de los donantes implica toda una categorización psico-física. El límite es determinar que los donantes sean “sanos”, argumentan los especialistas. Sin embargo, el límite es fangoso: en Estados Unidos, por ejemplo, la Agencia de Alimentación y Alimentos publicó en 2004 un reglamento que obliga a los bancos de espermatozoides a rechazar la donación que provenga de personas que admitan su homosexualidad o el uso de drogas.
El lenguaje de las razas, de hecho, reaparece: en España se da la opción de elegir entre espermatozoides de distintas razas. Sin embargo, parece difícil imaginar que las opciones no refuercen cierta tipología racial, justo en momentos donde el racismo contra los migrantes llega a niveles inéditos. Justamente en España se inauguró el último año un Banco Internacional de Semen (existían sólo tres: dos en Estados Unidos y uno en Dinamarca) donde los donantes tienen “características fenotípicas (relacionadas con los genes) latinas”. Nicolás Garrido, el coordinador del centro explicó al diario La Razón de Madrid a qué se debe la demanda extranjera que ellos atienden: “Algunos países, como Brasil, no cuentan con donantes porque la normativa al respecto prohíbe la compensación económica. En Gran Bretaña, la ley permite que los hijos nacidos por inseminación puedan saber la identidad del donante cuando cumplen 18 años, lo que se traduce en que no hay donantes de semen. En otros países, como los de Centroamérica, las características físicas no concuerdan porque hay muchos indígenas” (sic). Garrido incluso lleva la idea de la seguridad más lejos: “Tener hijos con el semen de un donante es ‘mucho más seguro’ que tenerlo con tu propia pareja: Los donantes han pasado una exploración física y clínica minuciosa que incluye el historial familiar de hasta tres o cuatro generaciones para descartar alteraciones genéticas graves transmisibles a la descendencia, por lo que es casi imposible que transfieran cualquier enfermedad. Este tipo de reconocimiento no se hace, por el contrario, a los maridos o compañeros de futuras madres”. Este modo de homogenización –vía la planificación– de los nacimientos deja a la luz una nueva paradoja. Justo en el momento en que las teorías queer y las nuevas familias desafían la imaginación política y desacatan una idea de normalización de la salud, el cuerpo y la sexualidad, en nombre de nuevos vínculos (incluso de la reivindicación de lo monstruoso o lo abyecto) se filtra un lenguaje de reminiscencias eugenésicas y de optimización biológica.
Sin dudas, la maternidad tecno-bio-programada abre una zona de interrogantes y está disponible para múltiples usos.
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