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Viernes, 2 de mayo de 2008

ENTREVISTA

La razón humana

Lucía Cedrón estrenará la semana próxima Cordero de Dios, la ópera prima en la que, con una narración que recuerda el funcionamiento caprichoso de la memoria, va armando un relato familiar, humano, político a partir de fragmentos de dos momentos del pasado reciente argentino: los ‘70 y los primeros 2000. Sobre el film, la realización y la lectura de la Biblia que la llevó a salir del trotskismo habla aquí.

 Por Moira Soto

Había que estar a la altura de semejante titulo –Cordero de Dios– y la verdad es que Lucía Cedrón (1974, hija y pariente de artistas, autora de varios cortos notables) lo ha logrado. Su film sobresale y brilla tanto por la calidad refinada de su caligrafía y por el altísimo rendimiento de sus intérpretes y de todos los rubros técnicos, como por la amplitud comprensiva, sincera y equitativa con que da su visión de dos épocas, de distintos personajes en situaciones de incertidumbre, peligro, dilemas morales. Malena Solda, Mercedes Morán y Leonora Balcarce protagonizan este film reflexivo y conmovedor, poético y humanista, secundadas por María Izquierdo, Jorge Marrale y Juan Minujin

¿Cuándo, cómo, por qué se te ocurre ese título?

–A mí en general me cuesta mucho escribir sin poner un título. En este caso, todo arranca con un sueño, el 25 de mayo de 2003, víspera de la asunción de Néstor Kirchner. Pongámonos en el contexto político y social de lo que era la Argentina en esas fechas, todo lo que estaba en juego. Entonces, yo me despierto en medio de la noche, escribo lo que soñé, tiro al pie de la cama el cuaderno donde anoto este tipo de cosas y me digo con una sonrisita “cuando me levante voy a escribir una película sobre esto”, y me vuelvo a dormir. A la mañana siguiente, me olvido del episodio, empiezo a escuchar el discurso en Plaza de Mayo, me voy para allá sintiendo que concientizaba el estado de ciudadanía de la Argentina. Yo había regresado hacía poco al país y percibía que todo lo que estaba pasando eran líneas muy determinantes, no eran medias tintas, se estaba eligiendo un rumbo. Bueno, vuelvo a mi casa y me pongo a escribir un cortito: la historia de un señor al que acaban de liberar de un secuestro, toda la caminata hacia su casa con recuerdos que se le entrelazaban. Ahí aparece la figura del cordero, con el vínculo entre el abuelo y la nieta que estaba desde el comienzo. La idea del cordero que nace muerto y el gesto del abuelo que para compensar le regala para su cumpleaños este corderito de peluche. Ya en esa primera escritura empecé a advertir que surgían varias líneas subterráneas, no las veía claras todavía, más bien las olfateaba. Cuando empecé a pensar en qué contexto iba a situar este relato, me planteé dos alternativas: si es una liberación en los ‘70, tiene tales implicaciones; si ocurre en 2003, las implicaciones son totalmente diferentes. Por otra parte, quería contar este vínculo entre la niña y el hombre, hablar de esta sensación de renacer que contadas veces podemos experimentar. Que se nos ofrezca una segunda oportunidad. Me interesaba mucho esa idea.

Obviamente, te quedaste con los dos contextos, las dos épocas.

–Es que ambos me importaban. Y llegué finalmente a esta conclusión: si me interesaban las dos épocas, con el eje central sobre las relaciones humanas y sobre este concepto del renacer, del revivir, también estaba en mi cabeza el deseo de no juzgar taxativamente, de modo que decidí ir con las dos. Ahí me cerró completamente, porque me di cuenta de que yo no tenía tantas ganas de hablar de los ’70, sino más bien del presente, cargado de nuestra historia reciente, de nuestro pasado. Hubo un ejemplo que usé bastante para entendernos con la dirección de arte, con los diferentes equipos, que te la adapto a esta mesa donde estamos tomando té. ¿Cuáles son los elementos que vemos sobre ella que nos hablan de 2008? Tal vez, este control remoto, pero podría ser de 2005, esta tetera china podría ser de los ’70, de los ’80... Es decir, una convive permanentemente con su pasado en lo concreto de los objetos, y en todo lo otro también. Además, en la memoria, y esto lo aprendí de Deleuze y es algo que me fascina, funciona el tiempo espiral. Aunque es muy occidental pensar el tiempo como una línea recta, la memoria es sinuosa y caprichosa, va y viene cuando se le da la gana, como se le da la gana, en especial en los momentos bisagra de nuestra historia personal. A veces hay zonas que son como pozos negros, carecen de información pero por otro lado actúan como imanes. La memoria tiende a volver a esos lugares.

¿Quizás para despejar algún misterio?

–Mirá, te cuento algo que es muy gráfico para mí: cuando tenía 12 años, vi desde la calle una escena de una pareja peleando en un cuarto piso. Veo al tipo tirando cosas y lo veo a él tirándose por la ventana... Fue una impresión terrible. Cuando el tipo caía, tuve el reflejo de dar vuelta la cara para no verlo estrellarse, pero escuché toda la banda de sonido. Quedé shockeadísima y durante mucho tiempo no podía evitar la visión del recorrido de ese tipo en el aire. Primero habían sido los libros, después los discos... Te lo cuento como ejemplo personal de esos momentos que te atrapan y te vuelven a llevar a ese lugar más allá de tu voluntad, de manera imprevista. Pero también hay un momento en que, tuc, de manera imprevista, la película se terminó, se corta la luz antes de la escena más espantosa. Es la primera vez que cuento esta historia, quizá porque hablando de la memoria apareció espontáneamente para explicar sus mecanismos.

Aunque a veces devaluada por el uso a la ligera, quizá la palabra humanista sea la que mejor y más sintéticamente defina tu película.

–No hay nada que me interese más en esta vida que el ser humano. Y lo que trato de hacer en esta película es rescatar lo más bello de nuestra humanidad, para lo cual debo mostrar también lo feo. En otro orden, es como la diferencia entre ángeles y santos. Los ángeles, que no han pecado, no tienen sexo, andan por ahí puros e incontaminados. Lo santos, en cambio, son seres humanos con falencias, que han pecado y han vuelto de sus faltas.

Perdoname, pero a mí me enseñaron que San Luis Gonzaga nunca había tenido ni siquiera un pensamiento impuro...

(Risas) –¡Te mintieron! Imposible si era de verdad humano. Obviamente, pensé mucho en este concepto al construir el personaje del abuelo. Para mí fue todo un tema decidir si este hombre era un hijo de puta a rajatabla, un tipo que no tenía nada que ver, pobrecito, que no quería tomar partido por nada... O alguien con un poco de cada cosa, como suele ocurrir en la vida, que está llena de grises.

Muy renoiriano lo tuyo...

–Ah, bueno, mil gracias, quiero mucho a Jean Renoir, gran maestro gran. ¿Sabés que cuando me preguntan por mis directores favoritos en general no menciono a aquellos que han hecho específicamente cine político? Por supuesto que es un cine que me interesa, pero para mí son más importantes aquellos que me han mostrado cosas profundas del ser humano, en las que yo no había reparado o desconocía, que en serio me han enriquecido. Volviendo a los grises, quería desplegar todas estas facetas que puede tener una persona a la hora de actuar en la vida. Otro tema que me importa es el de la justicia. Durante mucho tiempo tuve una relación muy drástica en relación con la generación de mis padres: o me parecía todo bien o me parecía todo malo, o era héroes o eran temerarios, cosa que te suele suceder en la adolescencia. La mía coincidió con que empecé a militar con los trotskos, entre mis 15 y mis 21, y aunque hoy no tengo militancia activa ni estoy en ningún partido político, ni de hecho me reconocería trotskista, en los que hace a mis ideales, mi corazón sigue siéndolo. Fue una formación muy importante para mí. Venía de una familia peronista y pensar en un socialismo nacional me hacía ruido políticamente, y a la vez se me mezclaba con otros sentimientos. Matar al padre ya es complicado, imaginate matar al padre muerto...

Evidentemente, después de ver Cordero de Dios se puede deducir que encontraste una amplitud de comprensión.

–Mirá, en todo momento tuve claro que la sociedad en la que vivo hoy es la herencia que me dejaron mis padres, con sus cosas buenas y sus cosas jodidas. Si yo perdí un padre, otros puede haber perdido un profesor de la universidad, otra puede ser la hija de un milico. Ninguno de nosotros, de los de mi generación, somos responsables de las cosas que hicieron o dejaron de hacer nuestros padres. Nuestra responsabilidad como adultos es, en todo caso, ver qué hacemos con esas barajas, qué camino preparamos hacia delante. En este sentido, a veces tengo ciertas discrepancias con los sectores más escépticos y asépticos de mi generación. Para mí es un error y una necedad ser apolítico. Para mí, la ideología, esto está expresado en la película, tiene que servirnos como brújula, como hilo de Ariadna. Pero creo que tampoco hay que alinearse ciegamente, porque si esa ideología implica dejar morir a un tipo, creo que tenemos un problema. Hace un tiempo, un joven cineasta apolítico me pregunta: “¿Vos estás planteando un paralelo entre los secuestros en un sistema de lesa humanidad y los secuestros del presente por razones económicas, que la muerte de esas dos personas tiene el mismo valor? Acá hay un error muy grave”. Aunque no suelo discutir este tipo de opinión, esta vez me quedé pensando y le dije: “Hay un punto en que creo que sí, que efectivamente son lo mismo, un punto que tiene que ver con la esencia de la película: la vida de una persona es la vida de una persona ¡me cago en el divinísimo copón! ¿De qué hablamos cuando hablamos de derechos humanos?”

¿O estás a favor de la pena de muerte o estás en contra, sin concesiones intermedias?

–¡Correcto! Si con la pena de muerte o con la tortura empezamos a conceder, ¿quién pone el límite? La pena de muerte la abolieron en Francia en el ‘81, yo tenía 6, 7 años y me acuerdo del discurso de nuevo ministro de Justicia citando a Camus, a Victor Hugo. Para mí fue como una iluminación, una guía, lo entendí clarísimo para siempre.

¿Te guió hasta Cordero... y te sigue guiando?

–Claro, todas esas ideas estaban en el aire alrededor y de alguna manera las fui hilando, trenzando, armé mi telar con todo esto. Pero te tengo que contar algo: como buena hija de revolucionarios no bautizada, criada en un país laico, yo no tenía la menor cultura religiosa. Así fue que leí la Biblia de adulta.

¿Los Evangelios, particularmente San Juan?

–Exactamente, y después de San Juan me fui con San Mateo, con los demás. Llegué también a San Agustín, que entre otras muchas cosas dice algo que fue uno de mis lemas en la película: “Los muertos, aunque invisibles, no están ausentes”. Reafirmó esta idea mía de convivencia constante con el pasado.

Debo decirte que perteneciendo a la generación de tus padres, al ver tu película se fue armando otra edición en mi cabeza, que incorporaba vivencias, escenas, angustias, desgarramientos vividos, además de reconocer ambientes, objetos...

–Qué bueno que me digas esto, porque para mí las únicas películas que existen, que tienen una vida propia, inabarcable, son las que se crean cuando vos y éste y aquél las ven, las completan, se emocionan. El resto no son más que una cantidad de fotogramas alineados en una lata, un dvd, lo que sea. Como te decía, en un momento me dije: “A ver, Cedrón, cómo es esto de los Evangelios”. Me pongo a leer y entro en pánico: me doy cuenta de que me los sé de memoria, que toda mi cultura, mi ideología, muchos dichos populares, la mayoría de los axiomas de pensamiento con los que me manejo y de los que disponía hasta ese momento, todo estaba ahí, me lo habían metido en la mamadera. Y una de las figuras con que nos manejamos es la del cordero de Dios, el Agnus Dei: la posibilidad de redención, el enroque que Dios le hace a Abraham cuando le cambia la vida de su hijo por un cordero. También en la Biblia está el juicio salomónico, que fue toda una referencia para mí. Tengo un par de diccionarios sobre símbolos que me traje de Francia. Busqué la figura del Cordero de Dios y se abrió un caudal de información que me demostró que mi intuición había acertado.

Sin duda, además de esas fuentes inspiradoras, del largo proceso de decantamiento, te rodeaste de un equipazo... actrices y actores, fotografía y música, dirección de arte, todos los rubros confluyen felizmente...

–Gracias por hacer hincapié en esto, porque el mérito de todos y de todas es importantísimo para el resultado. Creo que si he tenido alguna virtud como directora es la de haber elegido un equipo del carajo, formando un todo a favor de la película. Te cuento un ejemplo entre tantos, una idea de los sonidistas: todo el ‘78 lo hicimos en mono, y el 2002 en estéreo. Quizás el público no distinga claramente la diferencia, pero en algún lugar puede percibirla. Asimismo, en las partes del ‘78 hay a veces un zoom, que era un típico recurso visual de esa época, y el 2002 tiene más cámara al hombro o más plano fijo. Así, desde la técnica, el lenguaje, lo estético, se combinan esas dos temporalidades. A Lita Stantic le estoy superagradecida, actualmente estoy teniendo con ella un vínculo muy bueno, el mejor desde que nos conocemos. Hemos tenido momentos difíciles pero ya se borraron. Siempre fuimos conscientes las dos de que aun estando en la misma vereda, no teníamos el mismo enfoque. Fue un gran aprendizaje trabajar con ella. Hicimos chistes sobre que ella era el vaso medio vacío y yo el medio lleno. Y la verdad es que me ayudó mucho a hacer una película sobre el vaso medio lleno.

Es notable la tersura de los pasajes en el tiempo.

–Ahí tengo que nombrar a Rosario Suárez, con quien tuve el privilegio de trabajar desde las primeras versiones del guión, que tiene muchas, 33 reescrituras. Cada una con sus pulidos, sus pruebas. Comencé el trabajo con Santiago Giralt pero hubo una discrepancia de fondo cuando llegamos al tema de la muerte del abuelo. Igual fue buenísimo trabajar con él, yo tenía mucho miedo de tirarme a la pileta con un largo. Nos organizamos, cumplimos los horarios. Santiago es un gran perfeccionista, le parecía que la redondez se lograba con esa muerte. Y para mí la película empieza en el último plano, con las tres generaciones que vuelven a juntarse. En el fotograma negro final empieza realmente otra historia cuyo desarrollo desconozco, cada cual puede tener su hipótesis. Pero cuando trabajé con Santiago acepté hacer la prueba, ver qué pasaba con esa versión. Y cuando la vi, me espanté. En este sentido, le agradezco porque ese ensayo me puso muy en claro por qué iba a hacer esta película, qué era lo que quería contar. Entonces, seguí sola, desarmé y volví a empezar para entender qué había pasado en el ‘78, en 2002, y también en el medio.

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