Viernes, 20 de junio de 2008 | Hoy
RESCATES
Este año, Frankenstein cumple 190 desde su publicación, casi tantos como el número de versiones que se han realizado sobre su historia. Su creadora, una jovencísima artista huérfana de madre, moldeó a su criatura mirándose al espejo: vegetariana, huérfana de madre, enfrentada con su padre, ninguneada por sus contemporáneos, aprendió del mundo a través de la literatura. Con ese cóctel, Mary Shelley fabrica su novela haciendo gala de una modernidad sorprendente: construye su relato a partir de fragmentos, como su monstruo encantador.
Por Fernanda García Lao
Nunca una novela ha sido tan tergiversada, versionada, como la de Mary Shelley. Y ella, como el doctor Frankenstein, repite el destino de la novela. La bestia solitaria –su creación– la sobrevive y la sepulta. El cine se adueñó del fenómeno desde el costado más básico: el miedo a lo desconocido. Así, el engendro (Boris Karloff en las versiones de 1931 y 1935, dirigidas por James Whale) comparte cartel con El hombre lobo (1943), con vampiros (Drácula contra Frankenstein, 1972) o se humaniza y tiene novia (La novia de Frankenstein, con la inolvidable Elsa Lanchester) e hijo (El hijo de Frankenstein, dirigida por Rowland V. Lee en 1939). Su creador se convierte en barón, tiene ayudante con joroba (Fritz, Hans, Ludwig, o Igor) y bigotito anchoa. La criatura usurpa el nombre de su creador y acaricia infantes perdidos en el bosque. La chusma lo sigue con antorchas y el fuego termina consumiendo la maldición.
Entre lo más bizarro, podemos mencionar a Frankenstein y el monstruo del espacio (1964), Carne para Frankenstein (1974) de Paul Morrissey, supervisada por Andy Warhol o The Rocky Horror Picture Show (1975) de Jim Sharman, con travesti y monstruo superdotado incluidos. El cine actual también se ha dejado seducir por la potencia del relato. Frankenstein de Mary Shelley de Kenneth Branagh, con Helena Bonham Carter y Robert de Niro, es uno de los más fieles al original. Gothic (1986), de Ken Russell, recrea la noche en la que Mary, su hermana Claire, Lord Byron, Percy y Polidori, entre láudano y sexo pergeñan los relatos terribles de los que surgirán las criaturas más terroríficas que ha dado la literatura: Frankenstein y Drácula. Frankenweenie, un corto de unos 25 minutos de duración, filmado en blanco y negro y dirigido por Tim Burton en el año 1984, es una parodia de la novela, así como la popular El joven Frankenstein (1974), donde Mel Brooks da rienda suelta al disparate y termina casando a la novia del doctor con el mismísimo monstruo. Guillermo del Toro, el realizador mexicano de El Laberinto del fauno (2006) amenaza con filmar próximamente una nueva versión libre o “una permutación del mito”, según sus palabras, del manoseado original.
Hollywood también se encargó de ponerle un rostro, tornillos incluidos, a un personaje que se parecía más a un Adán demonizado que a un robot grotesco. Las disertaciones de la criatura –exquisitas– fueron sustituidas por gruñidos, la violencia original, mutó en melancolía. El secreto de la creación se convierte en una maquinaria infantil, rayos y alambiques incluidos. La habitación en la universidad se transforma en castillo. La maldad se justifica por la naturaleza del fragmento: el monstruo está hecho de pedazos de criminales. Sin embargo, en el original, es la violencia de la sociedad y la negación del padre, lo que genera la venganza de ese ser anónimo y solitario que debe ocultarse para sobrevivir. Su aspecto lo condena. Sólo un ciego le dedica palabras amables.
Frankenstein arranca y termina con una serie de cartas heladas –escritas en las cercanías del Polo Norte– por un buscador de imposibles: Robert Walton, en las que relata a su hermana los extraños acontecimientos de los que ha sido testigo, además de sus padecimientos personales en un barco cuya tripulación no está muy convencida de seguir adelante. Y es que en una noche glacial, mientras el barco está rodeado de bloques de hielo, ha visto pasar a una criatura en alocada carrera sobre un trineo, tirado por perros. La imagen alucinada del “hombre de apariencia humana, pero de gigantesca estatura”, se completa al amanecer con la llegada de su perseguidor, un hombre a la deriva sobre un pedazo de hielo, en un trineo destartalado donde sólo un perro está con vida: “Voy en busca de alguien que huyó de mí”.
Víctor Frankenstein se deja rescatar con la condición de que el barco siga hacia el norte. A pesar de su estado, debe alcanzar un último objetivo. Mientras se recupera, narra sus desventuras con la vida y la muerte. Walton las escribe por la noche.
Según sus propias palabras, un afán desmedido de conocimiento obliga a un púber Frankenstein a seguir el dictamen de su destino: ser seducido por la alquimia. De la mano de Cornelius Agrippa, Paracelso y Alberto Magno, sin ayuda de mentor o maestro, se sustrae a viejas fórmulas de encantamiento que prometen el elixir de la vida o la aparición de fantasmas y demonios a partir de hechizos mágicos. Pero es una terrible tormenta la que desata la maldición: un haz de fuego precioso –palabras textuales– aniquila un viejo roble vecino a su casa convirtiéndolo en virutas frente a sus ojos. La potencia de la electricidad y el galvanismo destruye el conocimiento medieval e introduce a Frankenstein en la ciencia moderna.
Años después, ya en la universidad, conoce al profesor Waldman, quien termina por sepultar sus ingenuas teorías oscurantistas: “Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, han conseguido milagros”. A partir de ese día, el joven Víctor se dedica a la química y a las matemáticas, sin perder de vista el misterio del fenómeno primero: la creación de vida. Infundirla en la materia inerte, se convierte en su principal preocupación. Dedica días y noches a los experimentos. Sin revelar el mecanismo, ni los detalles de su descubrimiento, Frankenstein consigue la fórmula y se pregunta si debe crear un ser semejante o uno de funcionamiento más simple. Finalmente se decide por un ser humano sin reparar en el peligro de su creación. “Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí hacer una criatura de dimensiones gigantescas.”
Pero los pasajes más inquietantes son los que relata el mismo monstruo, condenado a la soledad. Un recién nacido de dos metros y medio, que debe instruirse a partir de libros encontrados (El paraíso perdido, de Milton; Las vidas paralelas, de Plutarco, y Las aventuras del joven Werther, de Goethe), o de la observación de una familia a la que espía durante más de un año. Un autodidacta que lee el horror de su creador y su lamentable principio. Un ser único en su especie que reclama una compañera “con la cual pueda vivir intercambiando el afecto que necesito para poder existir. Te exijo una criatura del otro sexo tan horripilante como yo”. La negación de esa única felicidad provocará la venganza de la criatura hacia su padre.
Mary Godwin nació en Londres en 1797. Su madre, Mary Wollstonecraft, fue una reconocida filósofa, autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, uno de los primeros textos feministas de la historia. Murió días después de dar a luz a Mary. Su padre, político y escritor, fue uno de los primeros liberales británicos en abordar el pensamiento anarquista y el utilitarismo. Educada en libertad bajo los preceptos de su progenitor, según su diario personal, en un año era capaz de leer unos setenta y cinco libros. A los diez años publicó su primer poema. Vivió feliz hasta que se enamoró de Percy B. Shelley, que además de escritor romántico, estaba casado y era amigo de su padre. Frente a la ira del señor Godwin que reivindicaba el amor libre sólo en teoría, Mary decide escapar con su amante. Sólo tiene diecisiete años. Sin hogar y con su media hermana Jane Clairmont a cuestas, recorren Francia, Suiza, Alemania y Holanda. Pero la muerte la acecha. En 1815, nace su hija Claire que muere a los pocos días. Al año siguiente, su medio hermana Fanny sigue el mismo destino, esta vez por una sobredosis de láudano. La siguiente en la lista sería la ex esposa de Shelley que se suicida en el lago de Hyde Park.
Mary comienza a suponer que todo lo que la rodea se muere, como si una maldición la persiguiera. Ese año, embarazada de su segundo hijo William, comienza la escritura de Frankenstein. Pero, “el destino era demasiado potente y sus leyes inmutables habían decretado mi completa y terrible destrucción”. William muere de malaria tres años después, seguido por Percy, quien en julio de 1822 se ahoga en un naufragio.
Con veinticinco años y un único hijo sobreviviente –Percy Junior– se instala en Londres frente a la mirada esquiva de la sociedad victoriana que sabe de sus aventuras y de la libertad de sus acciones. La Iglesia también tiene una lista interminable de reproches que hacerle después de leer Frankenstein, publicado originalmente en 1818.
Mary escribió otros textos potentes y oscuros, entre los que se destacan Mathilde, donde la protagonista sufre los abusos de su padre, y una de las primeras novelas apocalípticas de la historia de la literatura: El último hombre. Continuó publicando ensayos, cuentos, crónicas de viaje y biografías sobre escritores de la talla de Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Montaigne, Rabelais, Corneille, Rochefoucauld, Molière, Pascal, Racine, Voltaire y Rousseau.
Murió en 1851, de un tumor cerebral. Fue enterrada junto a sus padres. “Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y estaré exultante de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar”, había escrito ella presagiando su epitafio.
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