Viernes, 29 de agosto de 2008 | Hoy
El juicio por abuso sexual agravado contra el cura Julio Grassi no sólo se anota como una mancha más al tigre de la Iglesia Católica –que desde su más alta jerarquía insiste en silenciar los abusos cometidos por sacerdotes–, sino que pone también en la agenda la discusión sobre la institucionalización de menores, que sigue dándole la espalda a la Convención Internacional sobre los Derechos de niños, niñas y adolescentes.
Por Roxana Sandá
Gabriel, Ezequiel y Luis esperan que en el futuro, cuando reescriban con otros anhelos lo que quieren para sí, se encuentren acompañados por los mismos que hoy los representan. Temen –porque se lo dijeron a autoridades del gobierno, a jueces, abogados y asistentes sociales– que el Estado vuelva a abandonarlos, como les sucedió durante los años que vivieron en la Fundación Felices los Niños, que conducía el sacerdote católico Julio César Grassi, acusado de corromperlos y abusar sexualmente de ellos cuando aún eran niños.
En verdad, a los jóvenes también los inquieta que posiblemente la única persona a la que durante años debieron reconocer como máxima autoridad en sus vidas llegue al banquillo de los acusados tras cuatro años de dilaciones judiciales logradas por bufetes de abogados de primer orden, que hablan de una sólida red de protección que se le dedicó al cura durante todo este tiempo. Grassi gozó de infinidad de garantías, “muchas más de las que la ley le otorga a cualquier imputado. Cualquier ciudadano, en la misma situación de Grassi, hubiera estado con una detención efectiva”, advirtió a este diario el fiscal general de Morón –donde se sustancia la causa–, Federico Nieva Woodgate. Lo que encrespa a Nieva Woodgate, aunque él no pueda decirlo por la responsabilidad de su cargo, es la trama de algodones que pretenden tejer alrededor de un personaje que hoy representa una de las peores sombras que arrastra la iglesia católica, la pedofilia, amparada por otra de las estructuras más cuestionadas de los dos últimos siglos, como lo son los institutos de menores.
Para muchos, el juicio contra Julio César Grassi plantea una discusión profunda alrededor del destino de las leyes una vez sancionadas. Dónde queda, por cierto, el carácter de la Ley 26.601 de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, con fuerte apoyo del Poder Ejecutivo, pero que no logra desgranar en procesos de adecuación suficientes de la normativa interna de la Argentina. Que el funcionamiento de la Fundación Felices los Niños siga gozando de buena salud habla a las claras también del sendero que le falta recorrer al Plan Nacional de Acción por los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes que lanzara en 2005 el entonces presidente Néstor Kirchner.
La investigación que involucra al sacerdote que a ojos de Susana Giménez iba a construir “un Sheraton” para internar a menores de edad comenzó en el 2000, a partir de una denuncia anónima por supuesto abuso sexual, y tomó estado público el 23 de octubre 2002, tras una edición especial del programa Telenoche Investiga. Un mes después, la jueza Mónica López Osorio procesó a Grassi con prisión morigerada por 17 hechos de abuso sexual y corrupción contra los tres chicos identificados como Gabriel, Ezequiel y Luis, que habían estado alojados en la Fundación Felices los Niños, en Hurlingham, y que hoy tienen 24, 23 y 20 años, respectivamente.
El 19 de agosto último, cuando se inició el juicio en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 1 de Morón, Grassi dio una especie de conferencia de prensa a través de las rejas del palacio judicial, ante el periodismo, inhabilitado para entrar en la sala de audiencias. “Soy inocente y lo voy a demostrar con pruebas –alegó–. Creo que la Justicia está encarnada en hombres y los hombres pueden fallar (...). He sido víctima de una gran mentira.” Si lo que Grassi pretende es la utilización de los medios para el blanqueamiento público de la verdad que está construyendo, sería oportuno releer entonces las entrelíneas de una de sus últimas perlas durante una entrevista con Radio 10: “Soy un pecador pero estoy del lado de los buenos”.
Nora Shulman, directora ejecutiva del Comité Argentino de Seguimiento y Aplicación de la Convención Internacional Sobre los Derechos del Niño (Casación), organismo que representa a dos de los jóvenes, sostiene que el cargo de abuso en la causa contra Julio César Grassi, “es un agravante no sólo por el delito que conlleva sino porque el sacerdote era el encargado del cuidado y la atención de los chicos. El abuso de poder provocó que estos chicos desconfiaran de todo adulto responsable. Hoy vienen remándola lo mejor que pueden, pero con tristeza y desazón”.
Usted dijo que otro aspecto fundamental de esta causa es el sistema de institucionalización que pervierte los derechos de chicos y chicas.
–El sistema favorece que ocurran estas situaciones. Hablamos de grandes concentraciones que por más lindas que sean, no pueden albergar a 300 niños y adolescentes en situación de convivencia. La normalidad pasa por la crianza de una familia, y esos chicos siempre tienen un referente familiar a quien acudir. La otra pata es un Estado presente que acompañe a esos referentes para que puedan responsabilizarse de los niños.
Sin embargo, el sistema tutelar que se replica en la Fundación Felices los Niños parece gozar de apoyo.
–¡Pero está fuera de la ley! Se trata además de un sistema obsoleto que permite que pasen otras cosas gravísimas, además de la corrupción y abuso sexual de niños, pero en la Argentina se le sigue haciendo una defensa a ultranza. Son chicos y chicas que están privados de la libertad, nada menos, y cuyo único delito es ser pobres o haber sufrido algún tipo de violencia. Aquí aparece la doble victimización: los encerramos, los exponemos.
¿Por qué nunca terminó de desmantelarse la estructura de los hogares de menores?
–Hay mucha resistencia a que eso suceda porque los chicos y las chicas se cuentan en términos de becas. El sistema se perpetúa precisamente porque es costoso, se mantiene con becas que otorga el Estado y hay un gran circuito que vive de eso.
¿El Estado sigue girándole fondos a la Fundación Felices los Niños?
–Sí, y lo denunciamos en varias oportunidades.
¿Desde Casación aprueban que la Fundación siga trabajando?
–Creemos que debería iniciarse una etapa de auditorías contable y técnica, en las que se estudien los legajos de las personas que allí trabajan y de cada niño. En qué condiciones se encuentran estos chicos, sus grupos familiares, observar cuáles están en edad de vivir solos y recibir una asistencia especial que les permita iniciar un proyecto de vida diferente. Habría que tender a que este sitio funcione como centro de atención familiar o como hogar especializado para víctimas de violencia. Que su predio esté abierto a la comunidad.
¿Cómo se encuentran Gabriel, Ezequiel y Luis?
–Fuertes, porque se sienten seguros de lo que están haciendo y porque se sienten bien representados. Pero ubicarse frente a Grassi es muy fuerte. El tribunal es un espacio muy chico, donde tienen que estar sentados frente a frente. Nuestra intención es acompañarlos no sólo durante el juicio sino en sus proyectos de vida, reivindicando sus derechos. Merecen atención de una política de Estado.
¿Cree que estos casos representan a otros que nunca salieron a la luz e involucran a Grassi?
–Por lo menos suena raro que los de Gabriel, Ezequiel y Luis hayan sido casos aislados.
¿Qué expectativas tiene Casación como parte querellante?
–Que haya una ley única para todos. Que tal como está ocurriendo con las condenas a los represores en los Juicios por la Verdad, Grassi vaya a parar a una cárcel común. No queremos que termine reubicado en algún retiro espiritual, como suele hacer la iglesia con estos casos. Pero por sobre todas las cosas, esperamos un tribunal ecuánime, que valore las pruebas de los chicos.
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