Viernes, 29 de agosto de 2008 | Hoy
EDUCACION
La prevalencia del estereotipo de la maestra como “segunda mamá” tiene un lugar privilegiado en los jardines de infantes, donde es mucho más raro que en otros ámbitos escolares descubrir un maestro. Entre la sospecha sobre sus intenciones al frente del aula –la peor: el abuso sexual– y sobre su masculinidad en general, ellos quedan fuera del nivel inicial, achicando así el universo de socialización de nenes y nenas.
Por Verónica Engler
“¡Seño!”, chilla la nena. ¿Será ella o será él la persona aludida? Si de jardín de infantes se trata, casi seguro que responderá una mujer con delantal a cuadritos rosa. Hay muy pocas posibilidades de que sea un hombre quien está al frente de un grupo de chiquitos en el jardín de infantes. Según el último censo realizado por el Ministerio de Educación, los maestros en el Nivel Inicial (desde los 45 días de vida hasta los 5 años de edad) no llegan al 5 por ciento. Si bien no había ninguna normativa escrita que prohibiese el ingreso de varones al magisterio en este nivel, hasta el año 1983 su presencia en los ámbitos docentes era casi nula.
No es una casualidad que las instituciones dedicadas al cuidado de los más chicos sean nombradas como “jardines maternales”. Esta nominación responde, en alguna medida, a la pronunciada ausencia de varones, pero sobre todo a una trabajosa construcción histórica en la que las mujeres quedaron ineluctablemente ligadas al rol de madres.
“Las representaciones acerca de roles, funciones y expectativas en la docencia se vinculan con épocas, contextos y perspectivas culturales”, señala la licenciada Marta María Muchiutti, directora de Nivel Inicial del Ministerio de Educación de la Nación. “En una época –continúa–, la maestra jardinera era considerada la segunda mamá, por eso era inconcebible un varón en este ámbito.”
Muchiutti observa que el ingreso de los docentes varones estuvo marcado por un interés concreto en que los más pequeños tuvieran figuras de identificación tanto femeninas como masculinas para la constitución de su subjetividad. Pero en los últimos años, profesionalización mediante –comprendiendo la tarea docente en los primeros años de escolarización desde un lugar de carácter pedagógico y con responsabilidad social–, las representaciones se han modificado de manera paulatina. “En las currículas de formación docente actuales no se hace referencia a una figura femenina o masculina de manera particular”, indica la especialista.
Aunque los planes de estudio cambien, todavía el ingreso de los varones docentes al aula resulta difícil, como difícil también resulta que los estereotipos de género abandonen el mismo recinto. “En el jardín el sexismo se expresa en diferentes aspectos”, indica Graciela Morgade, doctora en Educación y directora del Departamento de Educación de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. “Pero la dimensión más potente del sexismo tiene que ver con la preeminencia de mujeres en el trabajo docente. La maestra jardinera está generizada en el sentido más fuerte del estereotipo cuando se supone que por ser mujer es ‘natural’ su capacidad maternal, su disfrute por la educación y su posibilidad de conexión con el mundo infantil.”
Los varones que se animan a calzarse el delantal a cuadritos azul tendrán que afrontar tanto prejuicios negativos como positivos sobre su capacidad para estar al frente del aula con nenas y nenes o inclusive al cuidado de los más chiquitos, a los que no hay que acompañar al baño sino, directamente, cambiarles los pañales.
“Se les atribuyen erróneamente cualidades monstruosas y también cualidades virtuosas”, reconoce Daniel Brailovsky, profesor para el Nivel Inicial e investigador del área de Educación de la Universidad Torcuato Di Tella. “Lo que tal vez los maestros varones en el jardín deben demostrar es que son capaces de absorber y cumplir las expectativas positivas que sobre ellos se depositan, y evitar a toda costa confirmar las negativas.”
En su detallado análisis “Educación infantil y masculinidades. El caso de los maestros jardineros varones” –incluido en el recientemente editado Cuerpos y sexualidades en la escuela. De la “normalidad” a la disidencia (Paidós)–, Brailovsky da cuenta de la disrupción que supone la presencia de un varón como docente en un jardín de infantes. Según el investigador, esta experiencia resulta problemática en al menos dos sentidos. “Por un lado, como varones; por otro, como docentes”, porque tienen una forma particular de vivir el lugar de educador, pero también de habitar un cuerpo masculino.
En ese limbo en el que son extranjeros por partida doble, los maestros jardineros despiertan una terrible sospecha: la de pedofilia. Porque un hombre que ha elegido una profesión que lo involucra directamente en el cuidado de los más pequeños –y cuya práctica cotidiana puede implicar, por ejemplo, acunar a un bebé– sería un potencial abusador de menores. Así de terrorífica y de contundente, esa sospecha es la que, de forma tácita o expresada de viva voz, estructurará el rol de ese hombre en el aula. “Si la sospecha que recubre toda la experiencia de los maestros jardineros es profundamente estructurante de sus prácticas, no lo es sólo porque la sociedad haya aprendido a prevenirse de los maltratos a los niños ni porque los medios de comunicación generen una ‘paranoia colectiva’, sino también porque bajo ciertas circunstancias, cuando no hay otra explicación convincente, la única que emerge como versosímil para justificar la presencia de un varón en un jardín de infantes es la de la agenda oculta de abuso sexual”, reflexiona Brailovsky.
Brailovsky señala en su texto que los maestros jardineros desafían la “masculinidad hegemónica”, esa que garantiza la posición de dominio de los hombres respecto de las mujeres y que está definida por el “ejercicio de una sexualidad agresiva, articulada por el deseo de posesión de las mujeres desde una ‘animalidad’ que sería propia de su pulsión sexual, y que prima sobre su voluntad –define el autor–. La masculinidad hegemónica supone la necesidad de ser fuerte y no expresar las emociones”. Justamente lo contrario que demanda el rol ante los niños y las niñas, que necesitan ser cuidados, contenidos y atendidos con cariño.
“La ‘bomba de tiempo’ resuena a cada instante por cuanto el cuerpo es, para el adulto a cargo de un grupo de niños pequeños, su principal herramienta: contener, abrazar, higienizar, curar, detener, etc., son acciones frecuentes en las que los cuerpos se encuentran. Si un maestro fuera incapaz de ofrecer su cuerpo para tales menesteres, su capacidad para ocupar ese lugar sería lógicamente puesta en duda. Pero si manifiesta vocación por esas tareas, las dudas recaerían sobre los motivos (¿oscuros, patológicos, perversos?) que pueden conducir a un hombre a verse atraído por actividades de esta naturaleza”, sintetiza Brailovsky.
“El estereotipo hace impensable ninguna sospecha sobre las intenciones o las prácticas de las maestras, muy diferente de lo que ocurre con los maestros, sobre los cuales suele haber una mirada particular”, agrega Morgade.
Resulta difícil para los maestros sustraerse de la sospecha en una sociedad en la que los abusos sexuales a menores son cometidos en una amplia mayoría por hombres. Sin embargo, este hecho estadísticamente comprobado suele funcionar hacia dentro de los jardines como una prevención que resguarda la institución escolar en su estructura básicamente patriarcal, con la reafirmación de los estereotipos de antaño.
Según detalla Brailovsky en su investigación, son varias las estrategias que permiten a los maestros de nivel inicial construir y sostener un lugar legítimo para el ejercicio de su profesión, frente a problemas que se derivan de su condición de varones en un espacio históricamente ocupado por mujeres. El autor define a los maestros jardineros como “varones que construyen para sí un proyecto muy específico y cuidado de masculinidad, así como también construyen alrededor de su propia forma de habitar el cuerpo masculino una profunda reflexión o al menos una serie de estrategias más o menos deliberadas. Este proyecto de masculinidad se ubica en un punto intermedio y pretendidamente neutro: ni tan cerca de la masculinidad hegemónica como para ser considerados ‘peligrosos’ ni tan lejos como para devaluarse como ‘modelos de rol’ masculino para sus alumnos”.
Una práctica habitual de los maestros es permitir un mayor control sobre su labor, por ejemplo dejando la puerta del aula abierta o manteniendo encuentros más asiduos con padres y madres para que puedan conocerlo en profundidad y evacuar cualquier sospecha sobre su persona. Por otra parte, también resulta bastante habitual entre los maestros jardineros el hecho de mostrar una preocupación constante por formarse desde el punto de vista teórico para ensanchar su legitimidad profesional.
A la inversa de lo que sucede en muchos ámbitos profesionales en los que son las mujeres las que deben demostrar un plus en relación con sus colegas varones, en el aula son los maestros jardineros los que tienen que esforzarse más para obtener reconocimiento y confianza allí donde las “seños” la han ganado hace rato.
Sin embargo, este desequilibrio no viene a realizar algún tipo de justicia redistributiva, como tampoco la incursión de los varones en el ámbito de la docencia inicial implica, por sí misma, un trastocamiento en los estereotipos que priman tanto dentro como fuera de la salita. “En modo alguno su presencia en las escuelas es garantía de un régimen de género más justo –aclara Brailovsky–. La mixidad es sólo un elemento de la justicia de género, y no garantiza que una vez allí reunidos varones y mujeres no reproduzcan, ambos, formatos patriarcales tradicionales.” El sexismo, reitera Morgade, se expresa en múltiples dimensiones en el aula, “con frecuencia, en los modelos de familia que maestras y maestros tienen construidos y que se filtran cuando sólo llaman a las mamás a conversar, cuando se sorprenden o compadecen de que un papá esté a cargo de la crianza, o cuando se inmovilizan si viene una familia con dos mamás o dos papás o se escandalizan de que una madre de seis hijos no recuerde a qué edad uno o una de ellos comenzó a caminar”, ejemplifica.
Sin duda, la presencia de maestros jardineros representa una disrupción, un desafío y una oportunidad para que varones y mujeres puedan cuestionar algunas de las normalidades sobre las que se afirma la escuela.
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