Viernes, 24 de octubre de 2008 | Hoy
SOCIEDAD
Las instituciones de encierro, entendido como una situación en la que los derechos humanos pueden ser especialmente vulnerables, fueron el eje de una jornada realizada ayer en el Congreso, a instancias de la ONG internacional Observatorio de Encierro. Aquí, la coordinadora de la red en Argentina explica la tarea que llevan adelante en el país y una de las expositoras cuenta su experiencia en un taller del Hospital Borda.
Por Soledad Vallejos
“La tarea es de lucha, de reclamo, de insistir hasta ver un cambio de políticas, de monitoreo de lo que hace el Estado ante tareas como el manejo de presupuestos, la provisión de medicación (porque a veces te dan la que está vencida). En las instituciones de encierro no puede haber muertes dudosas, tortura, mala praxis.” Eso dice Mirtha Miravete Cicero, de Grupo de Mujeres (GM), a la hora de explicar el trabajo de Observatorio de Encierro, la ONG internacional nacida en Venezuela y que ayer, en el Congreso nacional, tuvo un encuentro tras el cual un grupo de ONG argentinas entregó sus informes anuales a la Comisión de Derechos Humanos y Garantías del Senado. La iniciativa, plural en cuanto a sus participantes y también en cuanto a los ámbitos de trabajo, encuentra el denominador común a partir de definir qué convierte a un espacio social en disciplinario, aun cuando se trate de ámbitos destinados al cuidado. “Se habla de encierro –sostenía la convocatoria– porque esta palabra denota la preocupación por lugares como comisarías, brigadas policiales, destacamentos de Gendarmería, Prefectura Naval, de la Policía Aeronáutica, establecimientos psiquiátricos, hospitales públicos, hospitales mentales, granjas de rehabilitación, comunidades terapéuticas, geriátricos, institutos de menores, como también otros lugares que dependan del Estado y articulen con él.” De allí que los trabajos puestos en común en el encuentro traten, ante todo, de las maneras de buscar mejoras y soluciones a las realidades de personas privadas de su libertad, tanto por decisiones punitivas como por cuestiones de salud.
Estuvo en una unidad penal hasta el ’98, cuando salió en libertad condicional. Miravete Cicero ahora tiene 44 años y dice que si insiste en la necesidad, y la posibilidad, de llevar adelante cambios “políticos y de educación” en relación con los espacios de encierro es porque cree en ellos tanto como conoce en carne propia cómo es vivir en esos ámbitos. “La ONG, en realidad, comienza cuando salgo con libertad condicional y decidida a armarla. Yo estuve seis años detenida en Ezeiza, y estuve ahí en la época del motín, inclusive.” Las experiencias no se olvidan, “aunque salgas, no te vas nunca, seguís conectada, seguís sabiendo lo que pasa, lo que no pasa... una sabe cómo está el ambiente, por eso no puedo no hacer nada”. Cuando todavía era una interna en Ezeiza, recuerda, “reclamamos mucho, y exigimos al Estado, y no había respuestas de nada. Hubo huelgas de hambre por compañeras con VIH que morían, pero no había respuestas. Por eso salí decidida a hacer algo”. El año pasado fue ella quien denunció que el bebé de seis meses de Natalia, una detenida en Los Hornos, había muerto por desatención de parte de la institución. “No existe –afirmó en un escrito presentado entonces ante el Tribunal Oral 5– programa de salud en los lugares de encierro para mujeres, no reciben tratamiento médico adecuado y su situación de encierro agrava sobremanera las condiciones de detención.” Hospitales mentales dentro de las unidades, o al menos atención en salud mental, “porque hay compañeros y compañeras con problemas de adicciones, como los que entran por problemas con el paco, y no tienen atención específica”, y también sucede que las madres “que tienen a sus hijos en problemas de paco no tienen dónde llevarlos; te piden judicializarlos; no se deja atender... y ahí pasa como en otros casos, donde las madres terminan llorando por haber metido a un juzgado en el medio y ver que no logran que sus hijos tengan atención médica... ahora mismo tenemos el caso de un chico que perdió el ojo en una institución. Otro fue apuñalado ocho veces, y sin embargo no logra que lo cambien de lugar. Natalia, la madre de Yoel, todavía hoy está pidiendo que la trasladen a una granja de rehabilitación, porque tiene problemas de adicción y ninguna asistencia especializada.”
La situación, sostiene, no se modificado sustancialmente entre 2007 y 2008, y sin embargo ella ve en la realización del encuentro del Observatorio, en el viaje que hoy mismo está haciendo para presentar el informe ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, en el crecimiento de la red de personas y ONG preocupadas por estos temas, avances que un día harán la diferencia. “Y aunque todavía falte, hay que seguir. Yo lo hago por mis compañeros, por los que no están, por mis parejas, por mis compañeras, porque se trata de pedir justicia y de lograr que no haya más violencia. Es preciso un cambio; si no la situación va a ser cada vez peor.” Y porque “tomamos conciencia de que la cárcel no era lo único a cambiar” e “inclusive la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dispone que el trabajo sobre las ‘buenas prácticas’ se haga sobre los lugares de encierro en general”, la alianza trascendió los espacios carcelarios para alcanzar, entre otros, los hospitales psiquiátricos.
Pisó el pabellón del Borda destinado a internos con VIH por primera vez en 2002. Stella Mary Ortega estaba entonces en la etapa previa a recibirse en Psicología, y cuando en la facultad alguien preguntó por ese servicio no lo dudó. “Me pareció un desafío trabajar con pacientes en una situación así, no sólo psiquiátricos, sino que por ser portadores son marginados inclusive en el hospital; también porque muchos de ellos vienen con derivaciones de penales. Es decir, es una población que dentro del hospital se considera problemática. De hecho, ni siquiera se lo ofrece cuando se ofertan las asignaciones para concurrentes.” Y en ese ámbito fue que comenzó lo que en un principio era un taller más bien informativo sobre VIH y, con el tiempo, fue convirtiéndose en un espacio de pertenencia, contención, y entre los internos.
Hasta hace un par de años Ortega concurría cinco veces por semana, pero el hecho de que la tarea –como sucede en el 70 por ciento de los talleres del Borda– continúe siendo una elección ad honórem la llevó a modificar el régimen para acomodarlo a sus horarios de consultorio. “Actualmente –explica Ortega– la forma más eficaz de interrumpir la cadena de infección es cambiando los comportamientos de riesgo por conductas preventivas eficaces. Entendemos que, a través de la implementación de estrategias terapéuticas orientadas al desarrollo de recursos y al aprendizaje de conductas saludables (tanto para sí mismos como para la sociedad) es posible lograr un crecimiento a nivel personal.” Aun cuando los integrantes del taller no sean siempre los mismos, por las características propias del hospital, y aunque sus edades, situaciones e intereses resulten necesariamente heterogéneos, la dinámica permitió que, por ejemplo, los pacientes trabajaran sobre las siglas VIH para asignarles otro significado (“‘Ve I Hace’, en el sentido de ‘ver la realidad y actuar en consecuencia’, que conlleva un cambio de actitud”), redimensionaran su propia capacidad de aprendizaje y conformaran un grupo para interactuar con el afuera del hospital. “El año pasado fuimos a dar charlas, con ellos, en escuelas públicas de La Matanza, y también viajamos a Paraná, para presentar un trabajo gráfico que ellos hicieron sobre poesía gauchesca. En ese viaje yo acompañé a uno de los pacientes, que fue elegido por el resto de sus compañeros... ese trabajo tuvo un impacto muy grande sobre el auditorio, hubo mucho asombro por ver que en esta población tan estigmatizada pudieron circular las cosas que circularon...” Su trabajo, en el último tiempo, se ha vuelto un poco más intenso, las incertidumbres de los pacientes algo más exacerbadas desde que el gobierno porteño largó a rodar, sin muchas precisiones, el proyecto de eliminar el Borda y el Moyano. Pero el grupo sigue adelante, “y quiero que sigamos, porque yo tengo un vínculo muy bueno con ellos. Nadie les prestaba atención antes, tal vez por eso nunca tuvieron resistencia a trabajar conmigo, al contrario. Es fuerte verlos avanzar, y darse cuenta de que es algo que se logra con poco: respetándolos como personas, respetando sus ideas, escuchándolos, dándoles su lugar de persona y sujeto”. Es justamente desde allí que su experiencia, inédita (recién ahora, inclusive, la CIDH considera a esta población como vulnerable), tal vez pueda comenzar a replicarse en otros ámbitos.
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