Viernes, 24 de octubre de 2008 | Hoy
INUTILISIMO
Uno de los grandes conocedores del eterno femenino, el doctor Besançon, autor del clásico libro El rostro de la mujer (Editorial Logos, Buenos Aires, 1954), nos enseña a encontrar la expresión justa que proviene tanto de nuestro temperamento como de la vida espiritual que cultivemos. Precisamente, en el capítulo El rostro del alma, escribe: “La faz de la mujer, puerta del amor, está abierta o cerrada. La bondad abre el rostro y deja escapar los rayos. La negrura del alma lo cierra con doble llave e impide que brille la mirada”. Ya ven ustedes que no se trata de colirios ni de afeites, que podrán disimular pero nunca ocultar nuestro verdadero ser.
Desde luego, la mujer necesita del amor para que surja la luz de su interior: “Buscad a una mujer egoísta o malhumorada y pronto os daréis cuenta de que nunca ha sido amada”. Pero en general, afirma nuestro galeno, las mujeres desbordan tanta ternura y es tan imperiosa su necesidad de amar, que hasta son capaces de brindarse a aquel que no las merece, a “ese hombre mezquino, vanidoso y grosero”. Afortunadamente, “existen hombres que viven también para el trabajo, el arte, la familia. Y cuanto mejor es su calidad, mayor y más durable es el amor que inspiran”.
El doctor Besançon es un defensor acérrimo de las cualidades femeninas frente a aquellos que las defenestran: “Se habla con pedantería del altruismo y del alterocentrismo de la mujer. ¿Y si habláramos claramente, sin términos raros, de su abnegación y de su olvido de sí misma? Porque la mujer lleva estos aderezos sin, al parecer, poner en duda su precio”. El autor de El rostro... nos explica que alterocentrismo sencillamente quiere decir ternura, esa ternura que las mujeres distribuyen de distinta manera en las distintas áreas de la familia: están las que siempre serán hijas, sin abandonar ese estado aunque se casen y tengan hijos. Pero también están “las otras, la que tienen vocación de amantes. Ciertamente acarician a sus hijos y los cabellos blancos de la abuela, pero el hombre es su príncipe. El rostro de estas eternas enamoradas, sentimentales o carnales, emite rayos fogosos, y su encanto durará tanto como sus amores”.
Finalmente, nos dice nuestro tutor del día, “existen las madres, las que, desde la primera muñeca hasta el último vástago, no han tenido alegría mayor que la de arrullar y mimar. Y que, incluso, en la vida matrimonial, arropan al marido en el lecho y le ponen las pantuflas. Una aureola muy dulce nimba el rostro de estas mujeres”.
Pero, ay, no hay que desconocer el camino de la desviación, de “las mujeres que se afean por querer asemejarse a los hombres”. Por eso todas deberían saber que “a toda edad las mujeres pueden convertirse en marimacho y en verdadero remedo de su naturaleza, si renuncian a todo aquello que mantiene su gracia”. Además del “virilismo”, dice el doctor B, la mujer debe escapar del tedio “que apaga su rostro, el fuego de sus pupilas”. Si el amor aún no ha llamado a su corazón, el arte puede ser un recurso “para no marchitarse”. La pintura o la escultura pueden amenizar su vida, revitalizar su sistema nervioso y devolver la luminosidad a la mirada.
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