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Aunque pareciera el modelo para una teoría –o una hipótesis– de la fragilidad, la constancia de que Audrey Hepburn fue un museo de elegancia la ofrece la visibilidad inasible del cine. Cuello de cisne, boca gráfica y ojos de moda muda, es siempre bella, siempre grácil, siempre aristocrática. Audrey en la pantalla grande es la prefiguración de la adolescencia eterna y su belleza tan bella suspira con una sonrisa, un mohín doloroso de indiferencia por el halago.

Collete fue quien la descubrió en los años cincuenta y la puso al frente de su obra Gigi, María Callas desértica buscaba fortaleza en la foto de Audrey que tenía colgada en su cuarto, Givenchy creó para ella su perfume L’Interdit y Tiffany le dedicó su vidriera con la frase “Our Huckleberryfriend” (recordando uno de los versos de “MoonRiver”, la canción de Desayuno en Tiffany). Audrey siempre fue icono, un modelo a seguir, copiar su estilo sigue siendo andar por una ruta segura.

Audrey Hepburn tiene la cara de pato más bella de toda la laguna, la cara cómica fascinante que sólo supo mostrar el cuarto oscuro de un cine que proyectaba FunnyFace y aquellas fotografías en las que se la ve, a partir de fines de los años ochenta, riéndose rodeada de niños en Etiopía, Guatemala, Somalia, Sudán o Tailandia como embajadora de la Unicef.

La lista de sus películas reitera elogios, como si al nombrarlas estuviésemos describiendo, como decían las abuelas: su buena figura. Audrey es la mujer adjetiva: distinguida, etérea, tímida, glamorosa, distante, capaz de toda disuasión de la sexualidad pero irresistiblemente encantadora. Brilló en Sabrina junto a Humphrey Bogart y William Holden, enamoró a todos con la bobalicona princesa que quería vivir con Gregory Peck y volvió a atraparlos en Charada con Cary Grant.

Es siempre refinada, también vestida de gris abriendo una puerta y caminando por el empedrado de espaldas a la cámara, con su pelo corto despeinado y una valija en la mano derecha en Historia de una monja y mucho más en la foto con su clásico peinado que aparece en Espera la oscuridad (es la primera imagen que vemos de ella en la película, la segunda será cuando entra a su departamento guiada por un bastón blanco).

Hija de un banquero británico y una baronesa neerlandesa que la llamaba Edda Van Heemstra, como ella, y con la que hablaba casi solamente en holandés (Audrey además hablaba inglés, francés, italiano y un poco de alemán y español), padeció los abusos de la guerra y su extrema delgadez (a causa de la malnutrición durante la ocupación alemana) sumada a la falta de dinero la alejaron de su pasión primera, el ballet, y la escoltaron a la actuación: “Sé perfectamente lo que el Unicef puede significar para los niños, porque yo estuve entre los que recibieron alimentos y ayuda médica de emergencia al final de la Segunda Guerra Mundial”. Audrey murió en Tolochenaz, un apacible pueblo suizo ubicado a 17 kilómetros de Lausana, en 1993. El pasado 4 de mayo hubiera cumplido 80 años. En su aniversario, la televisión por cable le rinde un homenaje que inició el lunes 4 con un maratón de cuatro clásicos, La princesa que quería vivir, La cenicienta en París, Historia de una monja y Espera la oscuridad, y que continuará en mayo y en junio .

En el recuerdo no es difícil preguntarse ¿cuál es la escena favorita?: ¿en la que usa el sombrero negro más lindo del mundo para entrar a la cárcel?, ¿en la que le enseñan a cocinar en París?, ¿en la que aparece frente al espejo con el vestido negro y Gassman a sus espaldas masajeándole el cuello? o ¿en la que sale corriendo junto a George Peppard con una careta? No, ésa no, ahí no se le ve la cara.