Viernes, 28 de agosto de 2009 | Hoy
PERSONAJES
Una foto en un diario local fue prueba suficiente para que una mujer otomí de más de sesenta años sea condenada, en México, por el secuestro de seis policías. 21 años de pena y ninguna razón que pueda explicar cómo hizo esta vendedora de bebidas para cometer semejante delito.
Por Josefina Salomón
Jacinta Francisco Marcial todavía no entiende por qué está donde está.
Es que es difícil de entender.
Esta abuela indígena otomí fue condenada a 21 años de prisión, acusada de secuestrar a seis policías federales mexicanos durante una redada en un mercado en la plaza central de Santiago Mexquititlán, un pueblo a unas tres horas del Distrito Federal. Todo comenzó un jueves de marzo de 2006.
Mientras Jacinta iba a misa, vendía sus helados y bebidas e iba a la farmacia para darse una inyección, en la plaza del pueblo el día se estaba tiñendo de otro color.
Una redada policial para incautar DVD’s truchos se había transformado en un violento enfrentamiento entre puesteros y agentes. Horas más tarde, el jefe de la policía estatal había llegado a calmar los ánimos y prometido a los dueños de los puestos que iría a un pueblo cercano y regresaría con dinero suficiente para cubrir los daños ocasionados. El jefe regresó. Pagó los gastos. Sacó a los agentes. Problema resuelto.
Al menos, eso es lo que creían los habitantes de Santiago Mexquititlán. Claro que lo que no sabían era que seis de los agentes responsables por la redada estaban haciendo una denuncia ante la Procuraduría General de Justicia en la que afirmaban que habían sido secuestrados durante varias horas por algunos puesteros.
Los policías tocaron la puerta de Jacinta cuatro meses más tarde. La llevaron a la Procuraduría General de la República, en Querétaro, supuestamente para interrogarla sobre la poda de un árbol, aunque luego quedó claro que la visita se relacionaba con aquel incidente.
Después de aquello, todo fue casi automático. Un proceso judicial extrañamente rápido. Abogado defensor ausente. Documentos oficiales firmados casi por obligación. La evidencia: una foto en un periódico local en la que se ve un grupo de manifestantes en la plaza, y detrás de ellos, Jacinta, mirando entre la gente lo que estaba ocurriendo. Marche prensa.
Fue sólo cuando se encontró en una celda de la prisión Centro de Readaptación Social de San José el Alto que Jacinta se dio cuenta del cargo contra ella y de la dura condena que le esperaba.
Hablando en una de las entrevistas más recientes que hizo con una organización de derechos humanos, Jacinta dijo: “La primera noche en mi celda estaba lloviznando y hacía mucho frío, y en ese momento sí me sentí mal porque yo no hice nada ... por qué me hacen esto... estoy en la cárcel y nunca había hecho nada. Y cuando escuchaba las puertas que se abrían dije ojala que me dejan ir, y yo me paraba y veía en la puerta a ver si alguien me iba a dejar ir, y no.”
Según el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, la historia de Jacinta ilustra una realidad que se vive en cada rincón de México. Una que tiene que ver con la injusticia que reciben las mujeres, los indígenas y los pobres. “Jacinta, perteneciente al pueblo ñhañhú, ha sufrido toda su vida los patrones culturales de discriminación que se agudizan cuando son colocadas frente a órganos del Estado. Además, por su condición de ser mujer y su situación económica desfavorable la colocan en amplia desventaja frente al poder desmedido del ministro público”, dijo Andrés Díaz, abogado en el caso, en una entrevista con el diario El Universal. Jacinta dice que lo que más le duele de estar presa y con un futuro incierto es la distancia con su familia. “Ojala que se acaba esto ya. No puedo creer, para mí estos tres años han sido como un sueño nada más, no puedo creer que estoy en la cárcel, y así es”, dijo Jacinta desde su celda. “Me duele mucho porque esta semana salió mi hijo del bachiller y no pude estar con él. Y el otro salió hace dos años, pues tampoco estuve con él. Y salió otra, salió Sarita. Los tres que han salido y no pude estar allí.”
Según Andrés Díaz y decenas de otras organizaciones de derechos humanos dentro y fuera de México, el sistema judicial en el país está tan corrupto que es difícil predecir el camino que tomará el caso de Jacinta en el futuro. Por lo pronto, la mujer indígena continuará esperando que alguien pueda explicarle que hace en esa celda desde hace tres años.
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