Viernes, 6 de noviembre de 2009 | Hoy
Por estos días, la Editorial Sur, en ocasión de su relanzamiento, publica Cartas de posguerra, libro que reúne las cartas que Victoria Ocampo les fue enviando a sus hermanas durante su visita a Europa en 1946. Sus impresiones sobre el posible avance del comunismo, el raro lujo de París, el juicio de Nuremberg, el racismo y otros temas aparecen aquí en clave de comentarios íntimos, un entre nos que integra sin respeto a las jerarquías: las críticas a la hotelería y las impresiones políticas.
Por Marisa Avigliano
Las cartas del pasado se burlan de la prolija disponibilidad del tiempo y cambian el curso de nuestra distracción. Mientras las leemos tenemos otra edad, estamos sentados en bancos de otras plazas, los años que atraviesan la primera lectura y la última dejaron que la vida, demasiado equívoca para explicar por carta, nos encuentre perdidos repitiendo párrafos ahora inolvidables y rogando en pleno insomnio que la madrugada nos descubra dormidos.
Las cartas del pasado confunden prioridades pero aclaran viejos temores. ¿Fueron escritas con amor o fingiéndolo? ¿Qué significó escribirlas? ¿Y recibirlas?
Las cartas del pasado, festín de biógrafos, aparecen siempre, aunque haya alguien que las queme en una fogata rugiente, como lo hizo Henry James en medio de su jardín de Lamb House, o Dickens, en Gad’s Hill y mientras lo hacían rogaban para cada una de las cartas que alguna vez escribieron estuvieran en esa pila de papel ardido pronta a ser cenizas.
Pero otras veces, las cartas se escriben para que el tiempo las lea: “Guardame las cartas en orden, son los únicos datos que guardo de mi viaje, y aunque son superficiales y casi puramente materiales, me servirán”, le pide Victoria Ocampo a una de sus hermanas en mayo de 1946. Sesenta y tres años después de aquel pedido, aquella correspondencia se convirtió en Cartas de posguerra, el libro de Victoria Ocampo elegido para el relanzamiento de la Editorial SUR.
Cartas y carton celeste
Las ochenta y tres cartas que componen este libro fueron escritas entre el 8 de marzo y el 17 de diciembre de 1946. Inéditas hasta hoy, forman parte del archivo de la Fundación SUR, creada por Victoria Ocampo en 1962. Apenas tres de ellas (numeradas en esta edición como las cartas 15, 60 y 82), fueron parcialmente publicadas en Cartas a Angélica y otros (Buenos Aires, 1997) y están al cuidado de la biblioteca de la Universidad de Princeton.
Escritas en tiempos en los que el papel escaseaba, en pliegos romaní o como esquelas hechas al pasar, con palabras en los huecos blancos de los márgenes, a veces sin el nombre del destinatario y muchas amparadas bajo el membrete de hoteles y compañías aéreas: Pan American Airways, The Shoreham, The Waldorf-Astoria, Claridge’s, estas cartas íntimas de Victoria Ocampo destinadas en su mayoría a sus hermanas Angélica y Pancha fueron escritas alternativamente tanto en castellano como en inglés y en francés. La edición mantiene el texto original acompañado obviamente por su traducción, hecha por Eduardo Paz Leston, hacedor también de las notas al pie.
“¿Recibes todas mis cartas? Como tengo que elegir entre escribir unas notas o escribir cartas y que he elegido esto último quisiera saberlo.” Pregunta V. O. con un “hasta mañana” desde Londres. Evidentemente estas cartas fraternales eran el diario íntimo, el cuaderno de viaje, el comentario ausente, el cuchicheo políglota que debía escucharse desde algún cuarto cuando eran las niñas de la casa. Que yo me acuerde y que mis hermanas lo sepan debió pensar la señora Ocampo cada vez que se sentaba a escribir en un banco de Hyde Park o en la “letrina” del Queen Mary. “Les escribo sentada en la letrina (está puesta la tapa, y la uso como asiento y escritorio) porque es el único sitio con puerta de que dispongo (y bendigo al cielo por este privilegio).”
Meses de vida escrita al resguardo de las hermanas menores (Angélica apenas un año menos y Pancha cuatro). Las palabras ensobradas vencían a los objetos, que, palpables para una, eran definitivamente impalpables para las dos destinatarias convertidas en administradoras y funcionarias de estirpe. Las hermanas Ocampo fueron las primeras eficientes tesoreras, las guardianas de un deseo femenino, de los estados de ánimo, de la amarga animosidad, de la depresión y del recelo. Una caja de cartón celeste en cuya tapa podía leerse en letra manuscrita, Cartas 1946, hizo el resto.
En septiembre de 1945 terminaba oficialmente la Segunda Guerra Mundial, seis meses después V. O. parte una vez más a Europa. El primer viaje lo había hecho a los seis años, en 1896, cuando las familias aristocráticas se embarcan llevando consigo a sus sirvientes, dos vacas (para la leche fresca diaria), cajones de pollos y gallinas. A mediados del siglo XX, Victoria, que había comprado su pasaje con cuatro meses de anticipación, se quejaba desde Río de Janeiro de las combinaciones aéreas, de su viaje en un “avión carreta” y describía las primeras comidas: “En el aeropuerto de Porto Alegre me encontré con un lector de Sur (oh maravilla), que era el empleado que recogía los tiquetes... El primer almuerzo o desayuno fue de mi Argentina. Un sandwich y un caldo buenísimos. Después de Porto Alegre ça s’était déjà gâté (empezó a andar mal): un guiso con carne de suela de zapato, puré comible, una manzana de frigorífico, un pancito con manteca en el medio (venía ya partido), un helado mitad chocolate, mitad pera (qué combinación absurda), dos bombones de chocolate y menta”.
Allí estaba la señora Ocampo, extrañando ya a sus hermanas en la “pluma que es una maravilla” de Pancha, y descubriendo en playas cariocas (en esta carta los incluye a Silvina y a Bioy) “lo poco que le importa del buen gusto” (socalled) a la naturaleza. “Mezcla los colores con un atrevimiento, un tupé, una falta de prejuicios fabulosos.” El viaje recién comenzaba, la Europa de posguerra la estaba esperando pero antes, Estados Unidos y el encuentro con Gabriela Mistral.
Con varias citas, llamadas telefónicas y aspiraciones, Victoria ya no tiene tanto tiempo para dedicarles a sus hermanas detalles culinarios (es más fácil escribir “pavadas” desde un avión que leerlas) ahora tendrá que pensar en cómo remontar Sur, asistir a las sesiones de la Unión Panamericana y visitar a Richard Wright, “el negro que escribió la novela ésa, la del chauffeur que lo acusan de rape. Lo invité a comer, pero los negros hacen muchas dificultades para aceptar invitaciones... Están escaldados, y con razón. Ils ne sont pas des gens faciles (cuando pertenecen a cierta categoría intelectual). Espero darle la impresión a Wright de que para mí no es un mono.”
Quejándose de que no tiene tiempo para nada, participa en un debate sobre el comunismo en uno de los clubes más elegantes de Nueva York, la maravillosa ciudad de la vida atropellada, comparte taxis en la rush hour, va por Manhattan en alpargatas (“me permiten correr como un gamo detrás de los autos”) y organiza el viaje de Camus a la Argentina: escribe Olivier Todd en su biografía Albert Camus. Una vida: “El quiere dirigirse a los opositores y piensa en una conferencia en Argentina bajo la égida del grupo Sur, que reúne, junto con Victoria Ocampo, a intelectuales de peso. Esta, de cincuenta y nueve años, tumultuosa y cosmopolita, es amiga de Borges y de Supervielle, de Ortega y Gasset y de Roger Caillois, y se cartea con Drieu y Waldo Frank”.
Pero no nos olvidemos, son cartas para sus hermanas, son, a pesar de la distancia, los comentarios que se dicen mientras se sacan los zapatos y el sombrero, así que allí están las acotaciones y descripciones sobre la servidumbre, allí está Victoria contándoles que una es “una vieja buenísima” a la que le guarda el azúcar de sus desayunos, y que la otra es “odiosa e irlandesa” y teme que se la coma cruda. Quizá, con tiempo y paciencia, aquella irlandesa logró ser la versión femenina de Hugo Barrett, la prodigiosa creación de Dirk Bogarde en The Servant, de Losey.
Embarcada en el Queen Mary rumbo a Londres, V. O. (que lleva en sus valijas regalos: carteras, géneros, jabones, pomadas, cortes de trajes...) siente que está en una casa abandonada y sucia, donde las cosas rotas quedan rotas. Su camarote no tiene ventana y en cambio sí rastros de ocupantes anteriores. Azorada ve por todo el barco inscripciones, nombres de soldados y monogramas, también en los lifs (ascensores), “lo que es el colmo”.
Cuando llega a la ciudad, Ocampo le escribe a Angélica contándole que Londres es el fantasma de lo que fue, que el contraste con NY es aplastante y que siente que algo ha terminado en las ciudades que han conocido y querido, son otros tiempos, los tiempos de tickets de racionamiento. El hotel Claridge’s “que parecía tan lujoso en 1939 parece ahora la representación que suele darse del lujo en teatros de provincia. Los sirvientes parecen disfrazados con libreas alquiladas...” (...) “Qué tristeza es todo esto. Hitler ha acabado con sus vencedores. ¡Qué melancolía y qué dolor!”. Pasarán unos días hasta que la señora Ocampo pueda olvidar esplendores pasados y entienda cuánto ha resistido esa ciudad bombardeada. Como epifanía, días después celebrará un almuerzo en los jardines de Sissinghurst, “donde el encanto de Inglaterra deteriorado pero fascinante, se conserva intacto”.
¿Con quién más se encuentra en Londres? Con la reina y “las dos chicas” en un recital de poesía, con Graham Greene, con T. S. Elliot. Queda fascinada y, como si se la pudiese escuchar, se la lee agitada describiendo a Worm Lawrence (Arnold Walter), el hermano de T. E. Lawrence. No deja de elogiarlo ni de sensibilizarse (a su modo, no menos que cuando pondera sus raciones de chocolate) cada vez que habla de él, de su sagacidad y clarividencia.
Entre convites y textos inéditos (o casi) conseguidos para publicar en su revista, V. O. nunca deja de mostrarle a su hermana ni su melancolía ni su temor, su propia luz involuntaria. Hay tiempo para describirle el espacio cotidiano: las camas, los almuerzos, la atención recibida, la sirvienta rubia con cara de gata, la lista enorme de semillas que quiere comprar en Sutton. También hay lugar en los renglones torcidos para comentarle sobre algún soldado americano espléndido (...) como una estatua de buena carne fresca, sobre Odilon, el vendedor haitiano de pulseras, o los detalles del encuentro con el conductor del taxi de Pennsylvania Station que la invitó a salir no bien ella cerró la puerta del auto. Eso sí, nunca hay desborde, apenas impaciencia.
Viajó a Nuremberg y presenció el juicio impresionada “por la seriedad con la que estaban haciendo las cosas, (...) en cada asiento hay como unos receptores que te pones en el oído y sintonizas el idioma que quieras. ¡¡Ese adelanto en medio de una ciudad en ruinas!!”. De regreso en Londres, aquellas imágenes de los cadáveres barridos hacia la fosa común obraron en las costillas de cordero que le sirvieron para su almuerzo. Un contratiempo para una mujer a la que le gusta comer y le gusta pensar en la comida.
En el mes de julio llega a París, y en el contraste de la miseria con un lujo desmedido “en el mundo elegante”, ve con horror la posibilidad de un camino libre para el comunismo “al que detesto cada vez más”. Se deprime, “no he tenido un instante de emoción desde que estoy en Francia. Es horrible decirlo y comprobarlo. (...) sólo el placer de encontrarme con Germaine (la soprano Germaine Sanderson, su antigua profesora de canto) o de regalarle medias a la sirvienta del hotel...”
Pero la visión de un mercado negro parisienses la provoca, la perturba y sus cartas tienen deslices un poco más apasionados, como aquella carta en la que defiende a su venerado T. E. Lawrence de los ingleses mediocres que “lo desprecian sin percibir que por instantes lo logra (escribir como los grandes). Harold Nicolson, Connolly... piojos. Y se permiten hablar con ironía de T. E.”, o cuando celebra a Dostoiewski diferenciándolo de lo “demasiado bien” que escriben los franceses. Acostumbrada a la camaradería de los pedidos, se habrá entusiasmado con estas frases declamatorias y caseras mientras escribía con la luz de la mañana. Está incómoda, le molesta la falta de hospitalidad francesa, se exaspera ante los sudamericanos que se avergüenzan de su terruño y reafirma su alegría por haber nacido en “América, a pesar de los inconvenientes que este nacimiento trae consigo para las personas que se ocupan de escribir”. Defiende a Octavio Paz y definitivamente se siente ajena, deprimida, fastidiada. “París, para mí, es un cementerio. No sé si cambiaré o cambiará. Si volveré a encontrar en él algo de lo que antes encontraba. No lo creo. Para mí ha terminado, en cierto sentido. Me da tristeza verlo tan lindo y tan muerto. Los franceses no han aprendido gran cosa con la guerra.” Sin embargo, la mayoría de estas cartas las escribe en francés.
Estando en París, recibe una carta de Pepe Bianco suplicándole que le pida una beca para él a D’ Ormesson. La idea de la ausencia de Bianco en Sur la altera tanto que le pide a su hermana que recurra a su cuñado Adolfito, el “que –si quiere– puede ser de gran ayuda”.
En la Ciudad Luz consigue el apoyo de la Unesco (“no lo repitan, tengo miedo de los envidiosos)”, y conoce la casa de André Malraux, fea por fuera pero con un inmenso estudio pintado de blanco y con cuadros muy modernos, excepto por un copia de Piero della Francesca. Allí se encuentra con Arthur Koestler, un hombre de “vitalidad animal”, de nivel inferior al del anfitrión, quien, a pesar de estar “deshecho por los nervios, estaba más inteligente y agudo que nunca”.
Las tertulias europeas continuarían luego otra vez en Inglaterra y después en Estados Unidos desde donde regresó a la Argentina: “Feliz Navidad y Año Nuevo. No te imaginas lo mal que me sienta no pasarlo allí con ustedes. Los extraño y te extraño que es un horror”.
A pesar de la familiaridad amorosa, en estas cartas no acontece la delicia a través de las palabras como sí ocurre en otras también situadas en el marco de la posguerra, como las que escribe Helene Hanff en 84 de Charing Cross Road, donde las cartas logran una intimidad profunda, excéntrica y llena de encanto.
Será porque inevitablemente en las de Victoria Ocampo se buscan nombres propios o, mejor aún, aparecen sin que se busquen. Infalible pedigrí por ser la editora de una revista emblemática, la hermana de una escritora celebrada, la cuñada de un galán erudito y una figura política controvertida de reconocido antiperonismo. El epistolario de V. O. inexorablemente será un catálogo preciado en la subasta del viejo siglo.
De todos modos, bienvenidas las cartas, porque allí las palabras son siempre recovecos que aparentan ser refugios. O lo contrario: refugios que se limitan a ser recovecos. Como en una isla de Verne o de Schnabel.
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