Viernes, 6 de noviembre de 2009 | Hoy
óPERA
La puesta de La Traviata del grupo Juventus Lyrica y una reflexión sobre las representaciones de la prostitución a través del arte.
Por Moira Soto
Aunque más perdidas que turco en la neblina, extraviadas respecto de la moral y las buenas costumbres al uso del lugar y el momento que corresponda, las prostitutas de la ficción –la literatura, el cine, el teatro– han tenido reiteradamente la chance de alcanzar la redención a través de un cliente que se enamoraba de verdad y se empeñaba en sacarlas del arroyo fangoso. Pero, hélàs, hasta que compareció Julia Roberts haciendo la calle con botas de caña altísima (provistas de bolsillos colmados de preservativos, que ya estábamos en plena era del sida, 1990) y el yuppie Richard Gere se puso a hacer el Pigmalión, las rameras, mujerzuelas, putas, pelanduscas solían morir en el intento de volverse mujeres decentes. O, caso frecuente en el noir, causaban la perdición del tipo que se prendaba de ellas. Pero Julia rompió el maleficio de la descastada sin futuro, no sólo por tener el consabido corazón de oro y por saber llevar de la corbata al potencial cliente finoli y adinerado sino porque se avino a las lecciones de su redentor, quien con la ayuda de una boutiquera y el gerente de un hotel pulió a la chica hasta volverla presentable, es decir, digna de casarse con él y seguir viva... No por el azar, el príncipe Richard llevaba a la cenicienta Julia a la ópera, a llorar con las penas de La Traviata, antes de perdonarle su pasado.
En estos días, dos versiones bien diferentes en su estética pero con alguna cercanía en el enfoque, de la pieza maestra de Verdi, se presentaron en el cable y en el Teatro Avenida (donde aún quedan dos representaciones). Por un lado se volvió a proyectar la semana pasada por Film & Arts la descacharrante puesta de Salzburgo 2005, creada por Willy Decker, que trajo a la legendaria demi-mondaine a la actualidad, con Anna Netrebko y Rolando Villazón, diva glamorosa y divo vehemente en pleno estrellato internacional. Decker ideó un despojamiento muy estilizado con esa medialuna que toma toda la escena, la angosta y elevada puerta a la izquierda, el banco que circunda la pared blanca, un sofá rojo para el primer acto (sobre el que se tira Violetta, rojo el vestido corto y los zapatos); varios sofás para el segundo acto, cubiertos con colchas de flores estampadas, motivo que se repite, en escala menor, en las batas de Violetta y Alfredo. Y siempre la presencia ominosa de un gran reloj de unos tres metros de diámetro (cubierto en la escena de los amantes felices, que juegan y se hacen mimos), que va cambiando de lugar, marcando las horas contadas de ella, gravemente enferma. En esta versión (editada en DVD), Violetta es tan sexy y desenvuelta como Carmen aunque, obviamente, menos rebelde y autónoma que la heroína de Bizet.
Ana D’Anna, luego de la gozosa fiesta mozartiana que ofreció el año pasado con Las bodas de Fígaro, se reafirma en plenitud como régisseuse: su Traviata es traspuesta a la Belle Epoque (la ópera de Verdi se estrenó en 1853), tiempo de cocottes de alto coturno, de florecimiento de una burguesía hipócrita que cuidaba la fachada, entre la que bien podrían encontrarse personajes como Alfredo y su padre Giorgio, clientes de la prostitución, hombres necios que pagaban por aquello que de una manera u otra han de condenar en la ópera, aunque al cierre se pongan indulgentes (“tardi giungeste”, le dirá Violetta a Giorgio) y se disculpen, luego de que la protagonista ha estado pidiendo perdón a través de los tres actos. Es cierto que esta Dama de las Camelias, retratada con estima desde la línea musical, le rinde pleitesía a la supuesta superioridad de la clase clientelar, representada por padre e hijo, ese par de mediocres redomados. Pero también es verdad, como señaló Daniel Suárez Marzal a Las/12, cuando hizo la puesta de La Traviata en el Luna Park (2002), que aquí “el burgués demuestra ser indigno de la prostituta”.
Uno de los aspectos dignos de ser subrayados de esta versión en cartel es sin duda el exquisito vestuario colorista de María Jaunarena, una artista que ya había puesto de manifiesto su personal talento en dos operitas de Ravel (La hora española y El niño y los sortilegios, 2007) y en Las bodas... (2008). En la noche del estreno, el rol de Violetta estuvo muy felizmente a cargo de Soledad de la Rosa –sublime en el canto y en la actuación–, camelias negras sobre blanco en el traje del primer acto; rojas sobre negro en el segundo, con tallos cruzándose en red, cuando ella, presionada por Giorgio, ya cayó en la trampa de dejar a su amado para que la hermana de él, “pura como un ángel”, no sea afectada por tan despareja unión. En el segundo acto, vestida con sencillez, Violetta prescinde de las camelias que, en la novela, 25 días al mes eran blancas, indicando su disponibilidad, y los otros 5, rojas... Y en el lacerante final, de negro total, anticipando su muerte. Final tranquilizador según Roland Barthes, al referirse a la adaptación teatral de la famosa novela de Alejandro Dumas, donde la Dama se llama Margarita Gautier, como en el tango que la cita en su agonía. Ennoblecida, amparada, reivindicada por la música verdiana, que en esta ópera sigue fascinando a todos los públicos, aunque su estreno fue un fracaso.
La Traviata, hoy viernes y mañana sábado a las 20.30 en el Avenida, Avenida de Mayo 1222, 4384-0519 (www.juventuslyrica.org.ar).
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