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Viernes, 26 de marzo de 2010

DIEZ PREGUNTAS A DIANA WECHSLER*

Arte curado

 Por Cecilia Alemano

¿Cómo surgió la idea de hacer esta maestría en curaduría?

–No es un tipo de formación que haya en otros sitios. Para mí fue un desafío, porque yo vengo de Historia del Arte, con su doctorado y posdoctorado, y en el camino me encontré con la práctica curatorial como un dispositivo más para investigar. Así empecé a pensar un borrador de cómo sería esta carrera. Durante un año, y con un gran equipo, le fuimos dando forma.

¿Dónde entra la creatividad en la curaduría?

–Es una profesión esencialmente creativa, no desde el mismo lugar que el artista, sino en su capacidad de combinar y recombinar elementos en el mundo de la teoría y en el mundo de los objetos artísticos. Hay algo que nos surge en la práctica: uno trabaja con sus hipótesis de investigación, pero cuando entra en contacto con los artistas y sus obras, inevitablemente revisa sus hipótesis. La mirada del curador tiene muchas facetas. El desafío es que esté en permanente redefinición.

¿Los soportes digitales implican nuevos desafíos?

–Yo creo que sí. Desde que en el siglo XIX se construyen las nociones de obra de arte y artista –que siguen vigentes en nuestro imaginario social– se están poniendo en discusión. Por eso nuestra obligación como investigadores es estar todo el tiempo repensándolas. Las instalaciones de Mariano Sardón, por ejemplo, se activan en tanto el espectador decida intervenir en la obra. Por lo tanto ahí, en una misma pieza se problematiza la noción de obra, y el lugar del artista. Ya Duchamp lo había hecho con el urinal, o la rueda de bicicleta. Instala problemas desde su propia práctica en la escena artística y modifica las reglas de juego. Todas esas preguntas que plantean la obra, se convierten en desafíos para el investigador.

Para alguien que vio mucho arte, ¿resulta difícil incluir obras que no le gustan? Estas son las pequeñas “grandes” distancias que se establecen entre quienes trabajan para convertirse en especialistas en un área y el público en general. La noción de arte del siglo XIX que pesa en el saber común no es la nuestra. Por lo tanto, cuando nos enfrentamos a un trabajo performático ponemos en juego una serie de cuestiones que nos hacen pensar esa obra desde otro lugar que la Venus de Boticelli o la Maja desnuda.

¿Cómo hace una obra que no conmueve al curador para ganar un espacio dentro de una exhibición?

–Las obras nos pueden tocar de maneras diferentes. Algunas nos desafían desde lo emocional; otras desafían nuestro intelecto y nuestra capacidad de desmontar los significados simbólicos presentes. Pero unas y otras nos mueven el piso. Hace un tiempo vi en el Museo Reina Sofía una videoinstalación donde el artista colocaba una sucesión de pantallas con material fílmico vinculado al movimiento obrero en los primeros años del siglo XX. La sucesión de imágenes filmadas ya generaba una atención sobre la selección. Pero junto con eso había otro elemento: las pantallas estaban en el piso. Eso obligaba al espectador del museo –podamos presuponer, sectores medios– a bajar la cabeza para mirar la situación de la clase trabajadora. Lo obligaba a inclinarse ante el obrero. El advertir esta clave me generó un gran placer estético y completó mi interés en la obra. Tanto como cuando ves el Políptico del cordero místico de los hermanos Van Eyck –obra clave del renacimiento flamenco–. Si uno la ve puede decir “¡Qué bonita!”, pero si tiene los recursos para desmontar todos sus elementos simbólicos, se convierte en la piedra filosofal. El desafío de desarmar estos significados genera pasión tanto en obras del pasado como del presente.

¿Las artistas mujeres tienen una perspectiva particular de su cuerpo?

–Frida Kahlo, Liliana Maresca, Grete Stern y Ana Mendieta, por ejemplo, hacen un uso del cuerpo femenino para marcar una perspectiva diferenciadora del mundo desde ese cuerpo y desde esa elección. Un poco a la manera de Virgina Woolf en los años ’30, cuando se pregunta “¿Qué estamos haciendo mandando a nuestros hijos a la guerra?” Las guerras existen porque quienes gobiernan son los hombres, y su educación los lleva a considerar las guerras como espacios posibles donde resolver conflictos. En la misma línea, Raquel Forner, con sus cuadros sobre la Guerra Civil Española, excluye la imagen masculina y aparece la femenina como la destinada a sostener el mundo que queda durante y después de la batalla. Las más contemporáneas piensan el cuerpo femenino como el del dolor, el que sufre. Ya en los últimos años del siglo XX y hasta hoy, la mirada empieza a posarse en la diversidad.

¿Hay una mirada de mujer como curadora?

–Aunque seguramente mi mirada femenina agrega un valor diferencial, no tengo claro desde dónde lo está poniendo. Sí es probable que las mujeres tengamos mayor capacidad de trabajar en equipo, algo muy necesario en el ámbito de la curaduría. Una se nutre de lo vital. Junto con toda la formación –en una universidad pública como la que tenemos, las becas y el Conicet– están mi marido, mis amigos, mis hijos... Todo eso tiene que ver con la mirada que pongo sobre lo que trabajo. Si bien una hace camino al andar, todo el tiempo elige. Y en esas elecciones todo tiene que ver con la experiencia vital y sensible. Por eso siento que mi profesión y mis afectos no son mundos divorciados. Tanto puedo compartir el trabajo con mis amores, como a la inversa. Quizás en esto tengamos una perspectiva más femenina.

Desde la industria cultural hay un aluvión de miradas autoreferenciales y hasta indulgentes: me gusta hacer shopping, soy torpe, llorona, golosa, etc. ¿Desde el arte se ve esto?

–Creo que sí, aparecen algunos indicios. En el C. C. Recoleta, por ejemplo, expone una artista joven la obra “Mi cuarto”; una réplica de un cuarto tardoadolescente. Ahí está esto de revisar la mirada sobre sí misma. No sé si es una cosa autocomplaciente, pero sí de cierto exhibicionismo de la intimidad de una adolescente tardía, con todas estas imágenes del animé, el detallecito pinchado en la pared, el muñequito, el almohadón en la cama...

Tiene la Venus de Velázquez como protector de pantalla. ¿Por qué?

–¡Lleva años ahí! Para mí representa la fuerza de encontrarse en mi hogar. Creo que con estos objetos –como la computadora– que están destinados a ser desecho permanente, uno establece algún tipo de vínculo; entonces por más que cambié de computadora, como fondo de pantalla elijo esta obra, porque es mi sitio de trabajo, mi escritorio virtual.

¿Por qué te parece bella una obra de arte? Esta Venus, por ejemplo.

–La elegí cuando a mediados de los ’90 aparecieron los primeros cds de arte. Mi hija mayor, entonces muy chiquita, jugaba con el de Velázquez, y hasta hoy sigue enamorada de esas obras. Esta imagen me parece de una enorme belleza, sobre todo por el juego entre lo que muestra y lo que oculta, que creo es parte del quid de nuestra profesión como investigadores. Tiene lo exhibido: es un desnudo, pero de espaldas. Y lo oculto, que es sexo. Si el retrato estuviera hecho con todo el verismo, el espejo debería mostrar los pechos. La sutileza de mostrar y ocultar me resulta muy atractiva. Además tiene que ver con mi profesión: la revelación y el desocultamiento de sentidos.

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