Viernes, 26 de marzo de 2010 | Hoy
MUESTRAS
De esculturas, materiales y límites.
Por Dolores Curia
La historia de la escultora Natalia Abot Glenz se debate (geográficamente) entre dos orillas. Ya que –por voluntad propia o forzada por la coyuntura– ha pasado su vida desplazándose entre el viejo y el nuevo continente. Ergo, padece la aflicción de quien piensa en una latitud pero reside en otra. Cuando tenía sólo dos años, el ’76 expulsa a su familia del suelo argentino, y Madrid –que, en ese momento, tiraba la casa por la ventana– la recibe en plena ebullición de la primavera posfranquista. Su infancia y adolescencia transcurren en tierras ibéricas, en medio de una ensalada cultural e identitaria: “Estar lejos tiene eso. Vivís entre dos códigos. En la escuela hablás de una forma y en tu casa se habla de otra, por ejemplo”, recuerda Natalia –ahora– con humor.
En el ’89, su familia emprende el retorno y Natalia se encuentra –de golpe y porrazo– en un suelo que, si bien la vio nacer, le es prácticamente ajeno. El regreso tan anhelado por sus padres, para ella solo trae confusión: “En esa época empezó mi gran problema, me sacaron de mi lugar. Tenía 16 y no conocía a nadie, no entendía nada. Ahí empecé a comprender qué era lo que había pasado”, recuerda la artista. Tardó, entonces, en sentirse totalmente a sus anchas en estas pampas pero el arte ofició de cable a tierra para comenzar la readaptación. “Hasta que no empecé la facultad, no terminé de estar cómoda acá. Durante ese tiempo, lo único que me conectaba con algo eran los talleres.”
Sus padres –dos sociólogos: uno, artista plástico; otra, planificadora universitaria y delegada cultural del gobierno de Alfonsín– la alentaron desde la más tierna edad a buscar su pasión, así la (hoy) escultora se paseó antes por todas las disciplinas.
En España, tuvo un paso fugaz por el taller de cerámica de Elena Colmeiro –hija del reconocido artesano–. Desde ese momento, supo que la obra de pequeña escala no era lo suyo, que no pensaba andarse con (piezas) chiquitas. En la Argentina, fue mechando los estudios universitarios con el peregrinaje por talleres y maestros surtidos: continuó tomando clases de pintura con Cristina Dartiguelongue y Pablo Obelar.
“En todo escultor hay una búsqueda de qué material necesita o qué material es para él”, define Natalia. Así fue como pasó por la talla en madera de la mano de Jorge Gamarra y encontró su media naranja en el hierro con Julián Agosta, con quien aprendió a soldar. Con todo esto acumulado en su mochila fue a parar, entre casualidades y recomendaciones, a lo de Aurelio Macchi –aprendiz de oficio de inmigrantes, maestro de generaciones y escultor de culto para sus colegas–. Este cruce fue clave, porque la apuesta pedagógica del curso con modelo vivo de Macchi consistía “no en enseñarte a copiar sino en entender que lo que estás copiando está plantado en el espacio. Entonces, tenés que decodificar su estructura, su ritmo. Ahí yo entendí la relación de la escultura con mi carrera, la arquitectura. Hay que ir de adentro hacia fuera, pensando la pieza estructuralmente, en términos de composición, etc.”, explica la escultora.
Con título de arquitecta en mano, la crisis del 2001 la catapulta nuevamente hacia el viejo mundo. Aunque las razones no fueran meramente económicas: “Yo volví a los 16 porque mis viejos decidieron venir. Siempre me quedé con esa sensación de que necesitaba decidir yo que me venía. Claro, todo esto lo puedo decir hoy pero en el momento no lo podía verbalizar. Así en el 2004 regreso definitivamente a la Argentina”, analiza la artista. Ese período fue muy valioso para su formación. Allí entra en contacto con Martín Chirino que, ni lento ni perezoso, le calza el casco de seguridad y la lleva a trabajar directamente a una fundición donde se hacían obras públicas a gran escala. Después de tanto merodeo, ahora sí está en su salsa: camina entre piezas de tamaño descomunal y se mueve –canchera– en un mundo masculino y metalúrgico.
“Tu cabeza no tiene límites pero, a veces, tu cuerpo sí y las mujeres, en general, tenemos menos fuerza que los hombres, así que terminé recurriendo a la ayuda de algunos amigos herreros”, responde Natalia cuando se le pregunta cómo se las ingenió para maniobrar con las piezas de hierro que conforman “Dibujos del tiempo”, algunas de las cuales miden tanto como ella.
El concepto de tiempo, anticipado desde el título, hace acto de presencia en estas obras –muchas, modeladas en frío y a pulmón– en varios sentidos: por el tiempo de producción, el tiempo del óxido que va dejando sus huellas y sus densidades sobre las superficies, por el tiempo de las pátinas y también porque “la pieza, por su misma tridimesionalidad, te invita a recorrerla y eso implica que el espectador debe dedicarle un tiempo”, sintetiza Natalia. La reflexión sobre el ritmo y movimiento también ocupan un lugar privilegiado en su poética: “Me interesa el tema de la relación espacial entre dos o más piezas distintas y cómo la proximidad y la posición relativa las vuelve una unidad en vez de dos elementos separados. Qué relaciones tienen que darse plásticamente para que dialoguen y surja el movimiento”.
“Dibujos del tiempo” podrá verse hasta el 4 de abril en la Sala 11 del Centro Cultural Recoleta (Junín 1930).
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