Viernes, 29 de octubre de 2010 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Una novela con chicas de country que buscan su destino
Por Marisa Avigliano
Hacer de tripas corazón decían las tías, lo decían entre ellas, se lo decían a las cuñadas. Decirlo empujaba el esfuerzo que se necesitaba para poder disimular el miedo, para pasar el mal trago, la incomodidad inminente. De tripas corazón es el título de un premiadísimo corto de Antonio Urrutia en el que actuó Gael García Bernal adolescente y es también el de la novela que escribió la periodista Mercedes Reincke.
Reincke, que ya había publicado La nueva vida de Matilde (un ama de casa de 55 años recién divorciada y la protagonista de la crónica que M. R. escribía para la revista de Susana Giménez), vuelve a contar una historia de mujeres.
De tripas, corazón es una novela de chicas de country o de barrio cerrado, da lo mismo el nombre, en los dos hay un hoyo siete y ventanales grandes que dejan ver lo aburrido que es vivir tan protegidos. Dos amigas, una madre muerta, un hijo de cinco años muerto –un Rocamadour que acá es un niñosaurio–, un marido que guarda una muñeca inflable en el fondo de un placard y otro que le cuenta a su mujer que se está enamorando de otro hombre trasponen el proscenio de las veredas falsas hechas de pastos nunca sedientos y siempre bien cortados.
Ostensibles en la búsqueda de una esperanza que se parezca un poco a la intuición, los personajes de esta novela, que mantiene como coartada inconfundible ese registro de ser escrita para entretener a las lectoras, quieren tener más adrenalina que sangre. Una adrenalina que los espera en el festejo de un cumpleaños circo, en el tarot o en un curso dictado por una maestra jardinera con posgrado en psicopedagogía. Pero quizá la única adrenalina con la que cuentan es la del don nigromante que las profesionales tijeras de peluquería Hattori le ceden a la narradora, una peluquera en vías de desarrollo. Sí, la narradora quiere ser peluquera, quiere salir del barrio privado Las Delicias y poner una peluquería porque tiene una virtud inigualable para cortar el pelo, una virtud tan especial como para subirla a un avión rumbo a Los Angeles de la noche a la mañana sólo para tijeretear a Emile Dou, una actriz de Hollywood que les tiene miedo a los botones.
En De tripas, corazón la lluvia es el único ruido que se espera para poder dormir, soñar, o dejarse estar entre el tedio y la desgracia –si la lluvia no está, siempre hay un CD que la emule–, como si el relato estuviera lleno de equivalentes solícitos de ruiditos interiores, sueños frenados, morondangas que no se pueden decir, ni siquiera guiñar. Como si no hubiera podido encontrar la lengua húmeda de las palabras.
Lo que sí encontró es el ritmo que marca lo irónico –un eco tan mezquino como amigable–, infaltable en los textos en los que todo debe tener su equivalencia, donde nadie se atreve a perderse, a aventurarse, donde nada puede quedar fuera del círculo de lo conocido y que sólo busca el efecto y la comprensión inmediata:
“–Dame una frase. Cualquier cosa. Dame algo.
–No sé.
–Algo perverso necesito.
–Me parece que el dueño de casa está enamorado de su hermana.
–Algo más perverso. ¿Qué comieron?
–Calamares en su tinta.
–Eso.”
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