Viernes, 3 de diciembre de 2010 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Cada vez que lo digo me doy cuenta y sin embargo no puedo evitar que el lugar común vuelva a mi boca. “Estás hecho un indio”, le digo a mi hijo con culpa instantánea cuando hace alarde de su energía de dos años revolcándose en el piso y acumulando tierra bajo las uñas. La corrección política me traiciona. Puede ser que a veces use la expresión “salvaje”, pero lo cierto es que ambas palabras han quedado pegoteadas a fuerza de siglos de discriminación institucionalizada, de menosprecio internalizado, de historia oficial colada en el imaginario desde las representaciones más básicas. Los indios son salvajes. O son “indiecitos” en los cuentos infantiles, diminutivo con tanta carga de desprecio como cualquier otro adjetivo, reducción a objeto, aun a objeto que merece cariño: un perrito, un osito de peluche. La violencia no siempre es tan explícita como lo fue en Formosa, contra la comunidad La Primavera, que después de cuatro meses de poner el cuerpo para defender sus tierras vieron cómo éstas se regaban de sangre y fuego. La violencia es también un entramado complejo que se teje incluso con las buenas intenciones de cada quien. ¿Cómo explicamos si no la dificultad para nombrar al pueblo qom, al wichí, al mapuche? ¿Para qué sirve la convención que indica que hay que decir “pueblos originarios” cuando ese origen parece innombrable en la memoria de nuestro Estado-Nación? Ni tampoco en los relatos familiares, en la gran mayoría de los relatos familiares. La violencia que implica la falta de reconocimiento, la negación del otro, la condena a la inexistencia es tan profunda que no es difícil encontrarse una misma en situación de asociar pueblos originarios con pobreza, ignorancia, falta de dientes, mal de Chagas, hambre, sed. O peor: tejidos, vasijas de barro, artesanías varias y poco más. Puede ser que yo sea una ignorante. Seguramente. Pero esta vergüenza que siento por esa ignorancia no es mi potestad sino más bien un recuerdo compartido. Hace menos de un año, por ejemplo, de viaje en la provincia de Chaco, visitamos con mi familia la casa de otra familia en Machagay. Las escenas que se sucedieron a lo largo de un día en el que el viento norte levantaba tanta tierra puertas afuera que era imposible respirar podrían haber servido para una comedia de enredos, al menos hasta el momento en que llegamos a la masacre de Napalpí. Al principio fuimos mi esposa, nuestro hijo y yo el objeto de estudio de la familia Blanco y ahí sí había gracia: no nos creían que éramos pareja, les parecía un mal chiste, nos inventaron parentescos a la vez que nos relataban los vínculos imposibles de recordar entre una cantidad enorme de personas que habitaban una casa pequeña y humilde donde compartimos desde la picada que aportamos hasta el guiso que nos sirvieron y, si hubiera sido por la familia Blanco, tal vez hubiéramos cenado y hasta desayunado ahí mismo. “Mi mujer es de la reserva”, dijo en un momento Arturo Blanco, jefe de familia. La “reserva”, que así figura todavía en los carteles verdes que señalizan rutas y localidades a lo largo y ancho del país, se llama Napalpí, nombre qom que significa cementerio aun desde antes de que en 1924 esas tierras se convirtieran en un matadero de hombres, mujeres y niños, qom y mocovíes, que se habían negado a entregar al gobierno el 15 por ciento de su producción de algodón sólo por pertenecer a sus naciones primarias. “Su abuela –siguió Blanco señalando a su mujer– fue una de las sobrevivientes de la masacre.” Y entonces habló ella y entonces ya no hubo comedia posible en ese encuentro: “Lo malo –dijo– es que durante años mi abuelita nos contó cómo entraron los soldados y mataron a todos, cómo tiraban del cielo caramelos para que salieran hasta los niños y después disparar también desde los aviones. Y nosotros no le creíamos. No sé si no le queríamos creer o directamente no podíamos”. Ese quiebre en la transmisión del relato oral, de la memoria y el dolor compartido pesaba casi tanto como los cientos de muertes que se cosecharon en un día y que todavía no tienen un solo responsable. Ni siquiera el Estado nacional, artífice de aquella matanza. Esa mujer cuyo nombre criollo no puedo recordar y que empezaba en su adultez a sentirse orgullosa de su origen puso sobre la mesa el silencio que siguió como quien abre un tajo en el cuello del animal que se va a carnear. Estas son las historias que nos faltan, aun cuando sean escritas, contadas, recopiladas. Estas historias que no llegan a permear nuestra memoria colectiva y por eso para decir “pueblos originarios” se nos sigue trabando la lengua como si fuera una exigencia más de la inútil corrección política. Lo que sucedió en la comunidad La Primavera, el asesinato del diaguita Javier Chocobar, el crimen de la wichí Esperanza Nieva, la matanza silenciosa, lenta y cotidiana de tantos y tantas aborígenes por enfermedades que podrían tratarse son posibles también por esta vergüenza colectiva que ignora su existencia, que la nombra desde el lugar común, que naturaliza la pobreza de los otros. Y es esa violencia de la que solemos ser cómplices la que ampara la que provocan las balas.
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