Viernes, 15 de abril de 2011 | Hoy
ENTREVISTA
La fotógrafa Dominique Roger recorrió el mundo durante 30 años fotografiando a personas en situación de aprendizaje enviada especialmente por la Unesco. Militante contra el photoshop y contra el abuso de la libertad en el “perfeccionamiento” de detalles, en su muestra “Du concret à l’imaginaire” da cuenta de su relación íntima y respetuosa con la realidad.
Con 79 años, está vestida con aire de safari como si el tiempo no hubiera pasado o como si su espíritu aventurero se le hubiese quedado en el atuendo, vaya donde vaya. Nada de tacos altos. Con ellos no se puede patear largo como le gusta a Dominique Roger. Por eso lleva, todo el tiempo, unos mocasines todoterreno. Se ríe constantemente y recuerda aquella época dorada de la Unesco en la que con lápiz y papel querían delinearse los bocetos de un mundo mejor, apostando todas las fichas a la educación. Hoy Roger ratifica su compromiso con la verdad (fotográfica) y milita en las filas de un antiphotoshop intransigente porque piensa la foto como herramienta de denuncia que “puede dar testimonio visual a condición de que el fotógrafo no se tome libertades con respecto a la realidad.” Y continúa: “En el fotorreportaje, siempre existió la manipulación, pero hoy es aún peor, es imposible estar seguro de si las fotografías son fieles a los hechos. Sé que no es suficiente, pero es por esto que yo estoy contra de la posproducción. Nunca toqué ni un detalle. La tecnología ofrece ventajas pero también la posibilidad de faltar a la verdad”.
Empezó su carrera en 1955 y recorrió el mundo, durante 30 años, como fotógrafa y directora del Departamento Fotográfico Unesco. Asegura que nunca tuvo miedo de adentrarse sola –ella, blanca y francófona– en las aldeas más alejadas (vale decir: alejadas de su mundo occidental), sumergidas en lo más espeso de la selva o lo más estéril del Sahara para fotografiar las campañas. Y si de climas inhóspitos se trata, Roger se lleva el gran premio gran por haberse animado a entrar a la Argelia de 1964. Donde llegó inexperta, con sus ojos celestes y su traje de exploradora, seguramente muy parecido al que ahora porta, sin velo y con bastantes agallas, inmediatamente después de que este país le arrebatara su independencia de las garras (guerra de guerrillas mediante) a la Francia de Dominque. Si Roger punteara en el mapamundi las 135 misiones a las que se sumó, marcaría (a lo largo y ancho de Asia, América, Medio Oriente y Africa negra) exactamente 77 países que visitó entre 1964 y 1980. Caras y anécdotas vueltos imágenes impresas y mentales en una cabeza que podría comprarse con un archivo visual viviente.
Cuando en 1992 le llegó, a regañadientes, la hora de jubilarse, dio rienda suelta a una veta experimental que hoy continúa. Una selección de 90 obras-testigo de la transición (de la figura a la abstracción, del blanco y negro al color, y de la técnica analógica a la digital) podrán verse, hasta el 30 de abril, en el Centro Cultural Recoleta. Un giro de 180 grados en su poética devota del realismo, cuyas causas Roger explica así: “Al dejar la Unesco, por primera vez empecé a tomar fotos para mí, era libre. No quería seguir con los temas anteriores ni las convenciones que se me habían impuesto en mi carrera. Era hora de experimentar. En vez de retratar a gente, quise registrar la materialidad de mundo. Ese poder documental que había tenido mi trabajo en la Unesco podía aplicarse a otros temas, hasta llegar al máximo de la abstracción”.
–No me tocó fotografiar miseria, emergencias, ni escenas espeluznantes porque eran misiones educativas. Iba a lugares con condiciones de vida muy duras, por supuesto, pero el clima que se generaba con nuestra llegada era de optimismo, de alegría. Lo que más me marcó fue el deseo de aprender de esos niños y adultos, esa voluntad. Nadie los obliga, era una decisión propia y un esfuerzo enorme para un adulto aprender a leer y escribir. Ver gente de cierta edad ávida de aprender es muy emotivo. Mis mejores recuerdos tienen que ver con haber logrado comunicarme sin saber el idioma local. Es general, uno pierde de vista que hay otros canales de comunicación no verbal y sensaciones, contactos, que son universales y no propios de un idioma.
–El Sudeste Asiático. Después de haber estado allá puedo entender por qué esos países que en ese momento estaban en vías de desarrollo se están transformado en, y en muchos casos ya son, líderes mundiales. Había tanto interés colectivo en conocer. Los niños que fotografié hoy están dirigiendo países como China. A esa sed de conocer no la volví a ver en otras regiones. Hordas de niños y adultos ávidos por hacer preguntas. En Africa, en cambio, son extremadamente alegres pero no tienen una curiosidad tan grande, ni esa apertura. Los africanos fueron los más amables y abiertos. Se exaltaban mucho con nuestra llegada, nos recibían con música y danzas en las escuelas. Es muy impresionante ver cómo en esas condiciones de vida terribles, todo puede ser disparador de baile y juego. Encuentran energía vital en todo lo que hacen.
–Sí, es una idea maravillosa. Era una época de efervescencia y optimismo. Pero en la práctica fueron apareciendo obstáculos sobre todo por parte de gobiernos que no tenían interés en que la poblacione esté todo lo educada e informada que merece. Aprender a leer es un camino sin retorno: cada vez se quiere saber más. Lectura y escritura son herramienta indispensables para interactuar y transformar el mundo. Tuve la suerte de trabajar en esa época de oro. Durante veinte años la educación fue la gran preocupación de la Unesco. A partir de los ’80, ese impulso decayó. Las campañas de alfabetización, sobre todo las orientadas a adultos, hoy son mucho menos importantes porque a ciertos Estados no les interesa invertir en esto. Hoy el foco está en la defensa del patrimonio y las ciencias. En mi época recién empezábamos a ocuparnos de la sequía. Fue el principio de la concientización sobre el tema del agua. Los países del Magreb (Marruecos, Argelia y Túnez) estaban pensando en eso, pero era secundario con respecto a la educación. La Unesco impulsó a muchos países para que cada gobierno pudiera continuar con las campañas. Algunos lo hicieron, otros no.
–Empecé a hacer libros que ellos me editaban: Mujeres, Aguas preciadas, Letras de vida, Tolerancia, Las mujeres dicen no a la guerra, La conquista de la edad. Este último es la aceptación de mi propia vejez (risas). Tomé obras de arte de diferentes épocas y las hice dialogar con fotos actuales, en una investigación de cuatro años, buscando en las agencias del mundo fotos positivas sobre la vejez. Encontré que en las últimas décadas solo hay imágenes de ancianos como seres decrépitos. Se resaltan las características de la vejez que se prestan al rechazo. Quise mostrar cómo en otras culturas el anciano es tenido por sabio, dueño de la experiencia y con la obligación de transmitirla. Las mujeres dicen no... es un compendio de fotos de mujeres y niñas que fui tomando. He visto en mis viajes que ellas son las que se preocupan por la paz, se manifiestan contra la violencia. Las madres, que no quieren que sus hijos sean asesinados en la guerra, como dadoras de vida, son las más activas en conservarla.
–Al contrario. Los lugareños te protegen. Me he sentido mucho más discriminada por ser mujer en ámbitos institucionales europeos que en las misiones. No tuve problemas para entrar a países musulmanes. En las aldeas muy retiradas, en medio del desierto o la jungla, un hombre extranjero blanco no hubiera podido entrar, yo sí. Cuando llegaba a un lugar lo hacía sola y sin aparatos, después de que los voluntarios habían empezado a trabajar. No es que una mujer blanca llega a una comunidad africana o de Medio Oriente y se integra así nomás, claro. La clave era acceder al jefe de la aldea y lograr ponerse bajo su protección. Cuando se tiene este beneplácito, los demás aceptan. Con el paso de los días, iba mostrando mi equipo. Hacía unas fotos para tomar confianza. Luego, todos querían estar en la foto, se volvía imposible hacerlas espontáneas o individuales, todos posaban. Tuve miedo en algunos hoteles con puertas que no cerraban o en Africa negra, por los animales. Las personas nunca me dieron miedo, al contrario. Sí tuve dificultades para ser aceptada cuando me tocó ir a Argelia inmediatamente después de la independencia. Mujer y con la nacionalidad del enemigo. Yo me negué siempre a usar velo, sentía que no me correspondía. Era muy provocativo porque el velo era símbolo de resistencia anticolonial. Nunca voy a olvidar el traslado a Tlemcen, una ciudad donde se inauguraba la primera escuela que permitía el acceso a las niñas, en 1964. Iba en auto con dos choferes que, si bien hablaban francés, no me dijeron una sola palabra durante 400 kilómetros. Pararon a comer y no me dejaron entrar en el café. Hoy me parece anecdótico, pero muy mala idea de la Unesco enviarnos en ese momento.
–Siempre me sentí comprometida con la verdad. Trabajar en la Unesco es un compromiso con no utilizar la realidad, hay un derecho de reserva. No se critica a las culturas a las que uno se integra temporariamente. Trabajamos para ayudar, no para juzgar desde nuestra perspectiva europeísta. Uno como profesional se hace cargo de la responsabilidad que eso conlleva. La memoria iconográfica de la Unesco que yo he hecho durante treinta años no me pertenece. Tuve que pedir autorización por cada foto para exponerla aquí. Esas fotos no son más de mi propiedad y está bien que así sea. No tuve conflictos éticos sobre todo porque nunca fui fotógrafa de guerra, ni de situaciones terribles como sí le pueden tocar a un fotógrafo de Unicef. Solo fotografié planes educativos. Mis fotos siempre eran en contextos esperanzadores.
Hasta el 30 de abril en el Centro Cultural Recoleta.
Junín 1930
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