Viernes, 13 de mayo de 2011 | Hoy
EXPERIENCIAS
Como parte del programa Arte en las Cárceles, en la Unidad de Mujeres de Ezeiza se dicta un taller de danza afro que, además de aportar un espacio de libertad y alegría, también permite pensar al cuerpo en un contexto en el que, por ejemplo, no existen espejos más que para verse de forma sumamente fragmentada.
Por Irupe Tentorio
El programa Arte en las Cárceles, que depende de la Subsecretaría de Cultura de la Nación, junto con el Ministerio de Justicia, hace ya seis años que logró ingresar –en muchas unidades penitenciarias– una camada de diferentes talleres culturales. Las internas lo dicen: “Jamás hubiéramos creído que en la cárcel íbamos a poder aprender del arte, que podríamos conocer la cultura. Aquí se nos abre otra posibilidad”. Estos talleres, con sus actividades, pretenden despertar aquellos sentidos que, quizás, jamás fueron descubiertos. Y además muchos de éstos brindan las herramientas necesarias para volver a insertarse a una próxima vida laboral.
Una prueba de lo que producen estos talleres fue el Carnaval Federal de la Alegría, aquel inspirado en la frase del escritor Arturo Jauretche “Nada grande se puede hacer con la tristeza”. No, nada. Por eso aquí en la Unidad N 3 de Ezeiza, las internas dejaron con la boca abierta a más de una señora vestida de azul y celeste, que andaban sacando fotos y reían a las carcajadas. ¡Para su belleza y alegría! La calle se hizo presente esa tarde espléndida. Eran cuadrillas de mujeres que se acercaban y revoleaban sus caderas, luciendo sus atuendos artesanales –confeccionados por ellas mismas–. El rojo furioso de las lentejuelas rebotaba con el sol... ese sol que es ideal para los tomadores de sol (valga la redundancia). Las internas sabían a la perfección el baile que saca del eje al cuerpo. Todas ellas bailaban acompañadas por la percusión que aprendieron en sus talleres. “La murga me encanta, me re descuelga de todo, me ayuda a salir un poco de acá”, decía Eva.
De pronto ocurrió algo extraño. Subieron al escenario una especie de cumbieros samurais. “¡Los Parraleños!”, gritaron las internas, que sabían que era el broche de oro del festejo. “Vení, vamos a subir al escenario”, se escuchaba. Y la cronista se sintió, de alguna manera, convidada:
–¿Será que puedo venir a una clase de danza afro con ustedes?
–Mmm psé, tenés que hacer algunos trámites, nada complicado. Hablá con La negra, la profe.
Era fácil dar con ella y también conseguir una nueva invitación para visitar el penal y ver de qué se trata el taller de danza. Un aula tan fría y oscura como suelen ser las fantasías sobre la cárcel fue el escenario.
La profesora presentó a la cronista: “Ella va a compartir con nosotras la clase de hoy. Había traído la computadora con el video del carnaval para que lo vieran, pero lo dejamos para cuando terminemos el saludo al sol y demás”. En honor a la verdad, el saludo al sol no tuvo demasiado éxito, había más ansiedad por ver el video que por cualquier otra actividad.
La clase arranca enseguida: “¡Dale, dale, que no te dé vergüenza! ¡Alzá los brazos!”, insistían frente a esta torpe cronista que no lograba dejar su timidez en la puerta del penal.
La clase se interrumpe con la entrada de una guardiacárcel:
–¿Dónde están las demás? –inquiere.
–Y... con este clima otoñal... están con gripe... tienen pocas ganas.
“Desde que dicto clases aquí, elegí trabajar con danza afro, ya que ésta reúne muchos elementos culturales. Todo tiene que ver con la alegría. En la danza afro cada uno de estos factores se siente en el sonido de la marimba, el bombo, el cununo, el guasa, las maracas, los cantos, el colorido del vestuario y además es una danza que no condiciona al cuerpo estéticamente. Acá se baila con las posibilidades que tienen sus cuerpos. En este lugar no existe un registro del cuerpo reflejado en un espejo, no hay lugar para una devolución estética. Lo que se ve en estas clases es muy revelador: son ellas y sus cuerpos en un espacio muy particular y el espacio es parte fundamental de la danza”, señala la profesora Cecilia Benavídez, que hace ya cuatro intensos años que imparte este taller.
“Cuando yo empecé –contó una de las internas, sin dar su nombre por razones obvias–, o mejor dicho cuando imaginaba mi futuro, pensé que lo mejor sería hacer un poco de ejercicio y créame, he pasado unos minutos maravillosos. Yo era una perezosa total. Y hasta algo peor. Usted, que va a participar de esta clase, se dará cuenta de los resultados de la danza en una persona que físicamente se siente agotada, y con el ánimo por el piso. Más de una vez quise abandonar, pero en el momento en que iba a dejar, se me aparecían esos recuerdos tristes. Miradas burlonas diciéndome ‘vos no podés hacer nada’, y entonces, créame, aunque estaba dolorida, o con pocas ganas, hacía un esfuerzo y persistía en los ejercicios, intentando esmerarme en los diferentes movimientos. Y qué alegría, amiga, cuando podemos vencer la voluntad. Y así ya ve, de una mujer físicamente insignificante que era, me convertí en una bailarina que desafía la mirada de los que no son.”
–¿Te das cuenta de cómo salva el arte? –insiste Benavídez y agrega– La alegría mata a la violencia. Claro que es complicado entender el sufrimiento que a quienes están detenidas les causa estar aquí, pero luego este lugar les brinda otra oportunidad.
De todos modos, estos programas llegan a pocas. ¿Qué sucede con quienes no asisten a estas clases?
–Es complicado, porque despierta mucha sorpresa ver alegre y menos tensa a una persona acá dentro. Algunas lo toman bien, y acompañan con la escucha. Pero otras no, igual son las menos. Ya se van a acercar, todas tenemos tiempos diferentes.
Benavídez insiste con su optimismo, que basa en una filosofía vital que en este entorno es fácil asumir como propia: al fin y al cabo la vida pareciera ser poco más que la constante superación de sí misma.
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