Viernes, 13 de mayo de 2011 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Premiado en la categoría Literatura Testimonial del Concurso Casa de las Américas, el libro Hay que saberse alguna poesía de memoria reconstruye pensamientos y recursos de supervivencia de una presa política.
Hay que saberse alguna poesía de memoria
Patricia Borensztejn
Capital Intelectual
¿Cuáles son las palabras dichas en la cárcel que se recuerdan una vez afuera? Huesito, tumba, engome, tornillo son algunas de las elegidas por Borensztejn para relatar las emociones –así las llama ella– zarandeadas para evocar sus años en Devoto. Patricia Borensztejn, presa política entre diciembre de 1974 y julio de 1980, escribió Hay que saberse alguna poesía de memoria (premiado en la categoría Literatura Testimonial en la 50a edición del Concurso Casa de las Américas) no como un libro de denuncia sobre “las condiciones de vida y el intento de exterminio moral y físico de los prisioneros políticos durante los años duros de la dictadura militar (...) otros contarán sobre el exterminio de una generación que es la mía”, sino como una tarea sentimental y necesaria. Una tarea para su memoria donde quiera que se encuentre atragantada. Por eso su libro es un diario de recuerdos desparramados en el tiempo, de asociaciones, detalles y de agradecimientos personales –a su hermano que llevaba la gran bolsa de naranjas al correo para que llegaran jugosas a la cárcel, a Leticia, la secretaria de su padre, que ensobró y despachó durante seis años cada una de las casi trescientas cartas que su padre le escribió a Capitán Bermúdez 2651, y a su madre que esperó en la calle toda la noche para poder verla con vida después del motín de quema de colchones (14 de marzo de 1978) en el que murieron sesenta presos–. Los agradecimientos siguen, de eso se tratan las emociones, de modo que mezclado con el perfume de ropa limpia que le mandaba su mamá aparece el reconocimiento por el amor incondicional de Don Abraham, su padre un “burgués, conservador y de derecha”. Patricia vivió el golpe del 76 estando adentro, estaba presa desde el 12 de diciembre de 1974 –el día del casamiento de su hermana– cuando entraron a su casa y se la llevaron junto a su marido. Patricia era una de las presas declaradas, una presa sin causa judicial pero a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, una presa a la que le ponían la garibaldina, el uniforme de pañolenci azul en invierno y de algodón duro en verano y la exhibían cuando una comisión de la OEA visitaba el penal. Ese día el guiso podrido –tumba– se convertía en pollo con ensalada y había queso y dulce de postre. Como si estar preso fuera estar en una jaula trasparente en la que todo siempre está en orden y siempre puede mostrarse.
Quizá la imagen mejor ganada a este recorte de imágenes posibles, rastreadas entre los escombros de lo que se recuerda y lo que se olvida, sea la de las presas abrazadas caminando juntas durante los recreos. Abrazadas dando vueltas y más vueltas alrededor de las mesas de piedra. Todas abrazadas, el brazo de una en la cintura de la otra y otra vez todas abrazadas. No había otros abrazos, apenas veían a sus madres a través del vidrio y tampoco veían a sus maridos, la mayoría estaban presos o ya no estaban. Hay que saberse alguna poesía de memoria busca ser aquel saquito que por si refrescaba nos obligaban a llevar las abuelas. Una poesía en la cabeza nos salvará siempre vaya a saber uno de qué soledades, pensaba Patricia cada vez que entraba a la celda de castigo. Quizá por eso entonces escribió este testimonio a veces tan distante y otras, más cercano –según le permitieron las huellas– al dolor. Como si llevara el saquito y tuviera la cabeza llena de imágenes saludables para derramarlas en el sucio y oscuro espacio del encierro de aquellos seis años de peste disciplinada. Contar como se puede habrá pensado Patricia, aunque no pueda parecerme a una de mis compañeras de encierro, la santafecina chiquitita y flaquísima que en las noches de castigo, sentada arriba de las literas agujereadas, contaba tan bien las películas como Molina según Puig.
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