Viernes, 17 de junio de 2011 | Hoy
CINE
Nicole Kidman y Aaron Eckhardt encarnan a una madre y un padre que han perdido recientemente a un hijo pequeño en el próximo estreno de El laberinto, realización de John Cameron Mitchell que se aproxima con pudor al durísimo proceso de duelo.
Por Moira Soto
Ya en Reencarnación (Birth, 2004), a Nicole Kidman le tocaba representar una situación más que perturbadora frente a un niño: en ese film de Jonathan Glazer, ella, viuda a punto de casarse de nuevo, recibía la visita de un chico de unos 10 años que le ofrecía pruebas contundentes de que en realidad era su marido muerto, llevándola hábilmente no solo a creer en esa posibilidad sino a mantener una cercanía al filo de la contravención más escandalosa. En el futuro estreno El laberinto (Rabbit Hole, 2010), la botoxeada pero aun expresiva actriz australiana ha perdido hace 8 meses a Danny, su hijo, atropellado por un coche. Y bloqueada en medio de un duelo que parece no tener alivio, entabla relación con el adolescente que conducía cuando Danny salió corriendo detrás de su perro Taz. Curiosamente, este encuentro provocado por ella significa para Becca –así llamado el personaje de Kidman– una oportunidad de empezar a superar su calvario.
Un duelo que ella vive en más de un sentido, puesto que con su marido Howitt Becca mantiene una especie de contienda a partir de la muerte de Danny: él trata buenamente de ir por vías más convencionales (la lleva a una terapia de grupo, le propone tener otro hijo, mira a escondidas videos del nene y se molesta porque Becca va quitando de la casa las huellas de Danny); ella se rebela y a su manera transgrede, vulnera ciertas reglas (se resiste a la terapia y en medio de una reunión de padres y madres dolientes, cuando alguien dice que Dios se llevó a su hijo porque necesitaba un ángel, Becca le zampa: “Si es Dios, ¿por qué no se fabricó uno?”; ella rechaza los lugares comunes, las frases hechas que pretenden consolarla, choca de continuo con su madre y su hermana).
El título original de esta película –Rabbit Hole– remite a la madriguera del conejo, ese refugio que excava en el suelo este animal para refugiarse y preservar la cría de depredadores, tapando la entrada. Y no casualmente la palabra española madriguera proviene del latín, matricaria (matrix, mater: útero, madre). Por otra parte, en Francia Rabbit Hole fue retitulado Trou noir (Agujero negro), aludiendo obviamente al túnel oscuro en el que cae la protagonista abatida por ese dolor sin medida. También podría decirse que Becca y su marido están buscando la salida de un Laberinto, según el nombre local. En cualquier caso, ambos atrapados en el duelo más duro de padecer y que en tantas oportunidades el cine ha intentado reflejar (Gente como uno, 1980; La habitación del hijo, 2001, por citar dos ejemplos famosos).
Rabbit Hole se sale de previsibles caminos lacrimógenos con su estilo distanciado pero no frío, sino más bien contenido, pudoroso, elíptico. Sorprendentemente, este relato intimista está dirigido por John Cameron Mitchell (Hedwig and the Angry Inch, 2001; Shortbus, 2006), elegido por Kidman (también productora) para adaptar esta pieza teatral de David Lindsay-Abaire que en 2004 Cynthia Nixon estrenó en Broadway con buen suceso de crítica y público. De modo que luego del delirante musical sobre una trans cantante en pos de amor –que también interpretó– y de las aventuras sexuales y emocionales de diversos personajes en NY, este realizador baja el tono para hacer una tragedia asordinada, de diálogos condensados, en un confortable entorno suburbano. Dentro de un estilizado clasicismo que juega con imágenes elocuentes (las máquinas que van tragando la ropa del niño muerto, ropa que es rechazada por la hermana de Becca, a su vez embarazada), John Cameron Mitchell se permite pequeñas rupturas, como esas breves tomas de una mano dibujando un bosque de lámparas, que aparecen bastante antes de que sea presentado el joven Jason (Miles Teller, un acierto de casting, una presencia enigmática), autor de la historieta Rabbit Hole, acerca de un hijo que va en busca de su padre muerto e ingresa en una red de agujeros que llevan a otra galaxia... Jason también necesita del intercambio con Becca, decirle que quizás ese día aceleró un poco su auto, que desvió para salvar al perro, que lo siente mucho... Ese perro, Taz, que Becca exilió en casa de su madre y al que Howitt recupera, y finalmente puede llorar abrazado al animal.
“¿Alguna vez desaparece?”, le pregunta –en uno de los mejores diálogos del film– Becca a su mamá que también perdió a un hijo, cuando están llevando las cosas de Danny al desván. “No”, le responde francamente la mujer (admirable Dianne Wiest). “Hace 11 años y para mí no desapareció. Con el tiempo, el peso se aligera un poco, en algún momento se vuelve soportable, pero lo llevas siempre contigo, como un ladrillo en el bolsillo: es lo que te queda de tu hijo.”
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