Viernes, 17 de junio de 2011 | Hoy
PERFILES > NANETTE KONIG
Por Flor Monfort
La cita con Nanette Konig impone una fila de periodistas esperando entrevistarla. Todos tardan más de lo esperado y ella contesta cada pregunta, un poco en inglés, otro poco en el portugués que aprendió hace 58 años, cuando se exilió a San Pablo. Mucho antes de eso estuvo con Ana Frank, celebrando su cumpleaños número trece, aquel en el que le regalaron el diario que luego ella completó en el encierro y que años después se multiplicaría a los ojos del mundo. Tiempo después fue encerrada en el campo de Bergen Belsen, amaneció con pilas de cadáveres al lado de sus 32 kilos de piel y huesos como si eso fuera algo natural y se reencontró con aquella amiga que, enferma de tifus, ya poco pudo decirle sobre sus ganas de ser una escritora famosa.
Tal vez por esa fascinación por los sobrevivientes es que cada uno trata de conseguir una mejor descripción del infierno. Ante el pedido, ella le pone palabras nuevas: “¿Querés que te lo explique de otra manera? Bien: vos te levantás a la mañana, vas al baño, te lavás las manos, luego vas a desayunar, te ponés ropa limpia, en fin, tenés una dignidad. Y crees que todos esos son tus derechos: que salga agua de la canilla, que tu cama esté seca, que tu ropa esté limpia. Pero yo te pregunto ¿ese es tu derecho realmente? Es lo que debería ser, pero no es así en el campo de concentración y deberíamos recordar que no es así para todo el mundo, más allá del campo de concentración”, dice Konig, economista de 82 años, madre de tres hijos, abuela de seis, bisabuela de otros tres.
Vino a Buenos Aires porque el 12 de junio fue declarado el “Día de los adolescentes y jóvenes por la inclusión social y la convivencia contra toda forma de violencia y discriminación” en conmemoración del nacimiento de la que fuera su compañera en el Liceo Judío de Amsterdam, Ana Frank. A ella la describe inquieta, inteligente, con ganas de hablar y de ser escuchada. De sí misma, puede decir poco y nada, como si la experiencia del campo hubiera logrado borrar la persona que ella fue antes. “Era muy deportista”, comenta y atribuye a eso, tal vez, su capacidad para sobrevivir. Llegó a saber Nanette que su compañera escribía en su diario, pero cuando la perdió de vista porque el avance alemán sobre Holanda obligó a los judíos a huir o a esconderse, pensó que los Frank habían logrado establecerse en Suiza. Sin embargo, Otto, el padre de Ana, había planeado ese escondite, hoy reconstruido tal como fue encontrado después de la guerra, en el Centro Ana Frank Argentina. Una biblioteca, un hueco en la pared y detrás un mundo que recrea ese lugar donde vivieron siete personas, por más de dos años. “Debe haber sido terrible, sobre todo porque Ana estaba muy conflictuada con su mamá. Cuando estaba recuperándome del campo, una agonía que duró tres años, vino a verme el padre de Ana, me comentó sobre la posible publicación del libro y dijo que algunas partes donde Ana hablaba de su mamá serían censuradas. La edición actual es el diario tal como lo encontraron pero no fue así al principio”, explica. De allí resultó la primera edición del diario, en 1947. Nanette la leyó de un tirón, y dice, a pesar de no haber estado escondida ella ni su familia, que todo eso le resultaba tan familiar, como si fuese su propia vida. Una especie de estado de las cosas que Nanette recuerda con sus ojos llenos de agua. “No son lágrimas, es vejez”, aclara.
Hay quienes dicen que muchos hubieran sobrevivido de conocer el buen destino de su familia o la proximidad con el fin de la guerra. Hanneli Goslar, amiga de Anna Frank, aseguró siempre que si Ana hubiera sabido que su papá saldría vivo de Auschwitz, ella habría encontrado la fuerza para mantenerse viva. “Eso es ridículo”, dice Nanette. “Ana estaba enferma, debilitada, no tenía defensas para resistir el tifus. Si hubiera sabido que el padre estaba vivo, también se hubiera muerto, porque decir lo contrario implica pensar que ella no tenía ánimo o no quería vivir y no es así: todo el mundo quería salir vivo de ahí. Es una locura decir que en ese estado depende de vos o de tu fuerza mental el hecho de sobrevivir. Yo pienso que mucha gente lo dice porque es creyente o religiosa, pero yo no creo en eso para nada”, sostiene. El encuentro entre ellas fue un abrazo que Nanette no sabe si recuerda o si su cabeza recreó con el tiempo, pero cuenta que estaba temblando de frío, llena de piojos, esquelética y muy enferma. “Mi papá murió de tristeza”, encadena el relato, “no podía creer que no había podido evitarnos eso”, explica y recuerda a su hermano, de 17 años, muerto de un tiro en un traslado en tren.
–Muchas veces se recrea el final con alegría, con festejos, y realmente fue un caos. Los ingleses no sabían donde ponernos, qué hacer con nosotros, no podían creer lo que veían. Muchos murieron solo de tomar el agua como animales o de probar bocado después de mucho tiempo. El final fue el principio de otro caos, porque cuando fui a casa de mis parientes en Londres (un verdadero milagro) ellos no querían que se hablara del tema. Si bien estuve internada tres años y me llevó cuatro años recuperar mi menstruación, necesitaba hablar, compartir, expresar, pero no se podía. Todos querían olvidar. Y eso es lo bueno del diario, que nos permitió poner palabras y replicar en cada generación el paisaje de un horror que les pisaba los talones a tantos y que terminó destruyendo y matando a millones. ¤
Centro Ana Frank Argentina: Superí 2647, abierto de martes a sábados de 14 a 19. Tel.: 35338505.
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