Viernes, 1 de julio de 2011 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Por Marisa Avigliano
Recuerdos de un callejón sin salida
Banana Yoshimoto
Tusquets
Con la misma certeza métrica de los tres versos de cinco, siete y cinco moras (sílabas), las historias que cuenta Banana Yoshimoto mantienen arraigadas la intimidad de sus formas. El haiku de Yoshimoto es contar una vez más la travesía de la superación, una superación que siempre tiene que ver con la tristeza, el desconcierto, el abandono y las razones que hacen de lo familiar un lazo. Su métrica rigurosa no es otra que el uso de las palabras –con los disgustos a los que nos enfrentan generalmente las traducciones– que puedan dar cuenta de la desolación con las que gobiernan las credulidades organizadas. Entonces, los novios que abandonan, los amigos que mueren demasiado pronto, los padres que esperan que sus hijos continúen con las tradiciones y los hijos que cumplen, predican la peregrinación amorosa como un camino en el que inexorablemente el deseo de los otros termina confundiéndose con los propios. “La sopa de miso que tomábamos sabía como la preparaba mi abuela. Si me hubieran dicho que me habían traído al mundo sólo para transmitir a las generaciones venideras el sabor de aquella sopa de miso, no me habría molestado en absoluto.”
Recuerdos de un callejón sin salida es un libro de relatos, cinco relatos y un epílogo en el que la autora se pregunta cuál es la razón por la cual escribió estos textos tan tristes que se convirtieron en sus textos preferidos (tan preferidos como para hacerla sentir orgullosa de ser escritora). Las respuestas no tardaron mucho en llegar: como una purificación del pasado antes de convertirse en madre, como un correlato de la pregunta que Burroughs se hizo después de publicar Queer o como la excusa perfecta para llorar hasta ahogarse. Lo que parece inevitable es descubrir que Yoshimoto escribió estas historias para balancear, para dar con la medida exacta –como si se tratara de una receta familiar, la de los rollos de bizcocho del primero de los relatos, por ejemplo– de la tristeza indefectible. Razones de equilibrio.
En el último relato, que le da nombre al libro, la despedida es parte de la confabulación y del aprendizaje como un testimonio de las estampas que dejan las heridas. Por eso Nishiyama, el amigo que salvará a Mimi –la narradora– de la soledad y del miedo, será luz diáfana a lo largo del relato a pesar de –o especialmente por eso– haber vivido una infancia en penumbras. Después de años encerrado y casi sin comer porque su madre lo abandonó y su padre, un excéntrico y famoso profesor de literatura anglonorteamericana y escritor de novelas policiales, se olvidaba de alimentarlo, Nishiyama cuidará a Mimi, que acaba de ser abandonada por su novio, mientras trabaja en un local, que no logra ser ni una discoteca ni un bar, en una calle sin salida y en un edificio a punto de ser demolido –-los edificios en las historias que escribe Yoshimoto son sensibles a los escombros–. Alegorías, metáforas y símbolos presentes todos en la renovación de las fuerzas, en la espiritualidad de las confidencias que acarician juntos los compañeros de ruta. Porque como ya lo mostró en sus otros libros y como lo hizo con las tres protagonistas de Sueño profundo, “Como si le gritara mi amor a un barco que se estaba perdiendo en la distancia (...) Si pudiera estar disfrutando –hasta que llegue la mañana y todo vuelva a empezar de nuevo– de la belleza de la sensación que rezuma la escena nocturna que se proyecta hasta el infinito, aunque toda esa escena no sea más que un simple colorido...”, Yoshimoto apela a que sea lo fugaz lo que quede como recuerdo, como talismán de la ausencia indispensable para poder recibir lo que vendrá.
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