Viernes, 13 de enero de 2012 | Hoy
RESISTENCIAS
María Eva Aebi fue carcelera del centro de detención santafesino Guardia de Infantería Reforzada, y quien llevó a Silvia Suppo a abortar un embarazo producto de las violaciones a las que fue sometida. Dos días antes de Año Nuevo, Aebi fue beneficiada con salidas transitorias cada quince días “para mejorar sus lazos familiares y sociales”. Para los hijos de Silvia, la resolución del tribunal confirma que el asesinato de su madre “ha sido político, porque todas las estructuras represivas siguen vigentes”.
Por Sonia Tessa
Una de las pocas mujeres condenadas por delitos de lesa humanidad en la Argentina, María Eva Aebi, festejó la noche de fin de año en su casa, gracias a las salidas transitorias otorgadas el 29 de diciembre por un tribunal de Santa Fe que, además, hizo un cálculo de días pasados en prisión tan inaudito como peligroso: contó como prisión preventiva el tiempo posterior a la sentencia de primera instancia, que no se considera firme. Este cálculo privilegiado para Aebi, el ex juez federal Víctor Brusa y Eduardo Ramos, todos condenados el 22 de diciembre de 2009 por privación ilegítima de la libertad y tormentos, no se aplica a ningún otro detenido por ninguna causa en el país.
En cambio, en la casa de Silvia Suppo, en Rafaela, no habrá nunca más un fin de año con su presencia. Ella fue asesinada el 29 de marzo de 2010, de nueve puñaladas, en su comercio. Pocos meses antes había sido testigo en la causa Brusa, había contado sobre su secuestro, tortura, violaciones y el aborto que le practicaron tras quedar embarazada de manera forzada. No es una película: la carcelera, la que entregaba a las detenidas para ser torturadas, sale de la cárcel cada 15 días para “mejorar sus lazos familiares y sociales”. Silvia Suppo es, en cambio, un recuerdo imborrable para sus hijos, compañeros y amigos, así como un grito contra la impunidad.
El penúltimo día de 2011 el juez federal Reinaldo Rodríguez dictó la falta de mérito para dos detenidos del pabellón de lesa humanidad de la cárcel santafesina de Las Flores que habían sido acusados, por un testigo protegido, de tramar el crimen. Marina y Andrés (los hijos de la víctima) y el Espacio Memoria y Justicia de esa ciudad del oeste santafesino salieron a la calle el martes pasado para reclamar el esclarecimiento. Llevaron una gran pelota de papel que hicieron circular por la ciudad, como metáfora de la falta de respuestas para investigar seriamente la muerte de Silvia.
Aebi era carcelera, secretaria del jefe del centro de detención Guardia de Infantería Reforzada (GIR) de esa ciudad durante el terrorismo de Estado, Juan Calixto Perizzotti. Su presencia era una auténtica pesadilla para las detenidas políticas, porque sabían que cuando ella iba a buscarlas habría más golpes y torturas. Era uno de sus roles, llevarlas adonde estaba la patota para que las torturaran. El 22 de diciembre de 2009 fue condenada a 19 años de prisión, en el primer fallo por delitos de lesa humanidad en la provincia, junto a Brusa y otros cuatro represores. Muchas de sus víctimas, que valientemente los habían enfrentado en los Tribunales, respiraron aliviadas.
La resolución del penúltimo día hábil de 2011 de los conjueces Andrea Alberto de Creus, Carlos Renna y Roberto López Arango fue un balde de agua fría para testigos y querellantes. “Fue un atropello a la democracia. La condena a los represores era ejemplar en la provincia porque habían sido los primeros y que les dieran salidas a partir del 30 de diciembre fue muy fuerte”, afirmó Marina Destéfani, la hija de Silvia, al volver de la marcha que, según su propio relato, fue “masiva para Rafaela”, una ciudad de cien mil habitantes que late al ritmo de la producción lechera y automotriz.
Mucho se habla de “testigo clave” y es cierto que Silvia Suppo lo fue en la causa Brusa, como lo hubiera sido también en la que se instruía por la desaparición de Hattemer. El 5 de octubre de 2009 Silvia dijo lo suyo en una de las audiencias de la causa Brusa. Contó su secuestro, el 24 de mayo de 1977, junto a su hermano y un compañero de militancia, Jorge Destéfani, que años después se convertiría en su marido. Un dolor adicional: ese hombre con el que armó su vida cuando los dos salieron de la cárcel había muerto pocos meses antes, de cáncer. Para ella, el testimonio era también una forma de honrarlo. Silvia relató que estuvo un mes desaparecida, en el Centro Clandestino de Detención La Casita. Allí la torturaron y también la violaron tres represores. Tenía 18 años. En enero de ese mismo año habían secuestrado a su marido, Reinaldo Hattemer, que continúa desaparecido. El horror parecía inenarrable, pero Silvia le puso palabras. En ese juicio, varias detenidas hablaron de violaciones. A Silvia le tocó contar, además, otra dimensión del horror. Después de padecer tres agresiones sexuales, y ya trasladada a la GIR, descubrió que tenía un retraso. Se lo comunicó a Perizzotti , quien habló de “reparar el error”. Fue Aebi la encargada de llevarla a un médico, también cómplice, para abortar. La orden era que sólo hablaba la carcelera, la víctima debía permanecer callada. De la intervención salió tambaleándose. La llevaron de nuevo al centro clandestino de detención La Casita. Cuando su familia intentaba visitarla, les decían que Silvia estaba castigada.
Por eso, Marina consideró que las salidas transitorias “refuerzan que el asesinato de Silvia ha sido político, porque todas las estructuras represivas siguen vigentes. La única herramienta que encontramos es la lucha, salir a la calle”. Sobre la decisión tomada por Rodríguez, que desestima el carácter político del asesinato de Silvia, Marina es contundente: “La Justicia no actúa, seguimos demandando una investigación que no se da y no hay voluntad política de darla, porque este juez no siente la responsabilidad de hacerlo”.
Desde aquel mediodía de fines de marzo de 2010, saben que la policía no tenía voluntad de investigar. Hay dos detenidos, Ramiro Sosa y Rodolfo Cóceres, dos cuidacoches de la zona, acusados como autores materiales, pero la escena del crimen estuvo tan contaminada que nunca se pudo extraer un ADN, el homicidio en ocasión de robo no cierra (sólo se llevaron 200 pesos) y ni siquiera hay rastros de sangre en el arma asesina. “Nos hemos cansado con mi hermano, los abogados Guillermo Munné y Lucila Puyol y otros compañeros, de golpear puertas, de llamar a funcionarios y pedirles audiencia, pero no pueden atendernos. Ese es el lugar que tiene nuestro reclamo, son promesas incumplidas, vacías”. Para Marina, la impunidad no es una sensación: “Es lo que vinimos pasando desde hace dos años, y lo que vienen pasando los compañeros desde hace treinta. Es muy doloroso cruzarse en la calle con los responsables de secuestro, torturas y desapariciones, que mi mamá señalara en el supermercado a los que estuvieron implicados en su secuestro, el de mi tío, el de mi papá y el compañero de Silvia”, concluyó.
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