AREQUITO
La madre y la maestra
Como en otras puebladas, en Arequito quienes primero alzaron la voz fueron las mujeres. Alicia Gallo, la madre de Luis Cignoli, y la maestra Griselda Re, fueron las principales.
Por Soledad Vallejos
Abandonar te sirve menos. Muchas veces dije: ‘Se van todos al diablo, que hagan lo que quieran’. Pero después decís: ‘No, no puede ser, hay que seguir insistiendo’. Un día va a tener que haber un cambio”, dice Griselda Re antes de levantarse por enésima vez para atender el llamado de algún medio que requiere sus palabras. Desde que Arequito despertara una mañana con la noticia del asesinato de Luis Cignoli y una pueblada, la de esta maestra, como la de Alicia Gallo, la madre de Luis, es una de esas voces que para exorcizar el temor de hablar de ciertas cosas no encuentran mejor camino que nombrarlas, hilvanarlas pacientemente en un discurso a veces meditado, por momentos exaltado, armado con precisión cuando algunos hubieran pensado en la distracción, y siempre sostenido por una mirada capaz de aprehender los cruces de lo público en la vida privada. Como en el caso del doble crimen de La Banda, en el de María Soledad, y en otros casos policiales, en el levantamiento de este pequeño pueblo de Santa Fe los que encabezan los reclamos y prenden luces de alerta en el momento justo son, nuevamente, nombres de mujeres que rara vez se imaginaron abandonando el ámbito doméstico, o que vienen sobrellevando pequeñas batallas individuales desde hace tanto tiempo que no pueden recordar fechas, o que sin esperarlo se encuentran de pronto en medio de la escena. Esos nombres, esas palabras de combate que exigen sensatez en pleno incendio, aunque el intento de poner paños fríos para reflexionar les valga desaires, ¿quiénes son? Mejor dicho: ¿por qué, en una microsociedad tradicional y acérrimamente patriarcal (en la que, sin embargo, las urnas de abril dieron por ganadora a Elisa Carrió), son ellas las que están al frente?
Alicia Gallo vacila unos segundos y dice: “55”. Pero enseguida agrega: “¿O voy a cumplir 55? ¡Lo tengo que pensar! Carolina, ¿cuántos años tengo yo?”. Son las siete de la tarde y recién acaba de dejar la casa el ministro de Gobierno provincial con quien, tras exigirlo telefónicamente, Alicia se reunió para evitar que el proceso judicial por el asesinato de su hijo quedara en el silencio. La atmósfera grave que todavía no abandonaba la sala quedó aniquilada con las carcajadas de Alicia, su madre y sus amigas. Los amigos de Luis, que la acompañan y contienen en cada paso, acaban de irse; José Luis, su marido, se había ido esa mañana a Entre Ríos, acompañando a un amigo. “Yo no sirvo para esto –había dicho la noche anterior, entre mates y amigos que lo distraían con anécdotas de acoplados incautados por Gendarmería; amable, él simulaba que se dejaba distraer–. Si me quedo, si voy a las reuniones de vecinos, me voy a poner a llorar, siento que molesto. Prefiero dejarla a ella, ella puede hacerlo.” Alicia, entonces, estaba allí, en su casa, rodeada de amigas expertas en charlas ligeras y abrazos a tiempo. Ella nunca trabajó; desde que estrenó vida de casada, se dedicó por completo a cuidar de la casa primero, y de sus hijos (Luis y Carolina, ahora embarazada) después. Habla de la necesidad de reclamar a las autoridades, de ser escuchada y de respetar la ley. Cuando los rumores sobre la expulsión del pueblo de algunas familias arreciaban, se plantó ante 3 mil personas para decir que había lugar para todos, que todos tenían derecho a quedarse, que se necesitaba “justicia y calma”. ¿Alguna vez se imaginó tan expuestapúblicamente, exigiendo al gobernador de la provincia la atención a determinados conflictos sociales? “Desgraciadamente no. Los veía, pero no me los planteaba. Por eso dije que la muerte de Luis se podía haber evitado porque todos lo veíamos, y me incluyo. Todos veíamos lo que pasaba y no hacíamos nada.” Alicia no podría explicar su reacción. Dice: “Me extraña lo que hago”; agrega: “Pero, bueno, lo hago”; concluye: “Si tengo fuerza, lo hago. Así de simple”. ¿Qué espera que suceda en adelante? “Estamos haciendo todo como para que todo esto se vaya encaminando, encarrilando en una sociedad más justa, más tranquila, para que podamos vivir en paz.”
Nelly, la madre, acaba de salir al patio para pelar una cebolla. En la cocina, Griselda Re cuenta detalles de la denuncia sobre la venta de drogas a menores en Arequito que, dos años atrás, presentó con pruebas, información acertada y mucha soledad. Todavía recuerda las caras de los agentes de la División Drogas Peligrosas a los que logró infiltrar, y también conserva los teléfonos que le dieron antes de dejar caer un silencio opaco sobre la causa. Que no supo más nada, dice, mientras acuerda con Nelly que cómo va a ponerle chimichurri al pollo, si lo va a hacer al horno. Docente de polimodal y de una escuela nocturna para adultos, todavía se lamenta por no haber obtenido el puesto que más ansiaba: maestra en una escuela de frontera. Había abandonado el colegio secundario en su adolescencia, cuando la dictadura convirtió las aulas en lugares poco gratos para ella, y volvió a estudiar recién en democracia. ¿Por qué la docencia? “Porque sentí que era el lugar donde podía volcar todo lo que yo quería”, contesta, haciendo caso omiso del “porque fue mi vocación, yo quise ser maestra desde que era así” de su madre. Dos años atrás, un capricho nostálgico la empujó a organizar el corso del pueblo: 250 personas en una comparsa, todos disfrazados, todos con roles y mascaritas. Esos son los rostros que sonríen en el álbum de fotos enorme, y es uno de esos el que Griselda señala cuando dice: “Ese es el asesino de Luis”. No se puede abandonar, hay que insistir, dice, aunque no pase nada. “Va a tener que haber un cambio. No lo llegaré a ver yo, pero por lo menos mis sobrinos que vivan en otro país, donde la justicia sea justicia, donde las cosas caminen por los carriles donde deben caminar. Si bajamos los brazos, sonamos del todo, aunque muchas veces te dan ganas de decir basta, porque ves que estás remando siempre contra la corriente y no avanzás.”