Viernes, 26 de octubre de 2012 | Hoy
EQUIDAD Incentivar el compromiso de los hombres con el cuidado de los otros y las otras –una tarea que suele estar exclusivamente en manos de las mujeres– puede ser una estrategia para evitar la violencia de género. Al menos así lo entienden en Noruega –país que Las12 visitó por invitación de su embajada en Argentina–, el lugar en el mundo con los mejores estándares de equidad entre varones y mujeres después de Islandia. Con esa consigna se ampliaron hasta tres meses las licencias por paternidad y hay cupo masculino para puestos docentes en guarderías, jardines de infantes y para la carrera de enfermería. El resultado es fácil de advertir: en cualquier plaza se ve a hombres solos lidiando con sus bebés y todo lo que implican, cambiando con esa sola tarea buena parte del estereotipo masculino heterosexual.
Por Marta Dillon
–No puedo hablar de masculinidad, en todo caso de masculinidades. Pero si tuviera que arriesgar una definición podría decir que es el conjunto de ideales o la imagen de nosotros mismos por la que luchamos para vivir nuestra vida más plácidamente.
Olden Bredesen Nordfjell elije una palabra para sus aspiraciones que denota un cansancio que puede enumerar: no quiere que le exijan tener erecciones a demanda, no quiere que cada vez que se retrata el peligro tenga cara de hombre –sobre todo si no es rubio–, no quiere satisfacer las expectativas culturales de las propagandas de cerveza. Placidez es lo que busca; no habla de libertad, tampoco de igualdad. Como hombre que es, sabe de los privilegios de su género; sus demandas son moderadas. Pero además vive en Oslo, Noruega, un país con un PBI que duplica al de Alemania, multiplica por cinco el de Argentina y tiene una ventaja comparativa importante a la hora de pensar en el género desde la perspectiva masculina: en el país en el que Olden vive y se preocupa por el peso de los estereotipos, la brecha de género fue declarada como la más pequeña del mundo en 2010 y la segunda más pequeña en 2011 –detrás de Islandia.
–Aquí no podemos pensar el género sólo desde la perspectiva de las mujeres –dice el hombre y pide disculpas antes de retirarse para atender el teléfono que suena en una pequeña oficina lindante a ésta en la que habla y proyecta un power point para describir su trabajo en el Resource Center for Men (Reform).
Es inevitable observarlo mientras se aleja, elegante y discreto, las manos manicuradas y una suavidad para hablar su idioma que le quita ese filo de hacha que tiene el noruego. Un ligero tinte de angustia aparece como una mota de polvo en su voz apenas vuelve. Acaba de atender a un hombre que llamó a la línea de ayuda del Reform esperando encontrar algún argumento que lo convenza de desistir de pagarle a una mujer para tener sexo. No encontró ninguno mejor que la multa de un sueldo completo que podría cobrarle el Estado si lo encuentra in fraganti cerrando esa “operación”. “Un comportamiento compulsivo no se detiene por la amenaza de una multa”, dice Olden, impotente. ¿Para qué llama entonces? Es la pregunta que se cae de madura mientras acude, rápida, al imaginario la escena de Buscando a Nemo en la que un grupo de tiburones trata de convencerse de que los peces son amigos y no comida. “Este programa es de los más recientes. Tenemos grupos de reflexión para consumidores de prostitución y también la línea de ayuda que funciona como otras líneas en relación con adicciones: mientras llaman logran aplazar la compulsión.” La penalización del “cliente” de prostitución se sancionó en Noruega en 2008 y su primer efecto, dice Olden, fue visual: desapareció prácticamente la oferta de sexo en la calle, aunque eso no quiere decir que haya desaparecido el trabajo sexual ni tampoco la trata de personas. “Pero para nosotros se abrió la posibilidad de poner palabras donde no las había. Estas llamadas pueden derivar en una visita a nuestro centro, encontrarse con otros hombres, pensar en conjunto por qué insistimos en determinadas conductas. Nada de esto hubiera sucedido si el Estado no hubiera tenido una política en este sentido que no persigue a las trabajadoras sexuales pero sí fue un golpe para los tratantes. Hablar de por qué decidimos pagar por sexo es hablar de la masculinidad también. De lo que se espera de los hombres: que seamos agresivos sexualmente, que tengamos muchas relaciones. Desde el Reform queremos buscar otro tipo de imágenes, la primera es la del cuidado hacia los otros, algo que está en las antípodas de pagar por sexo. Y también en las antípodas de la violencia. Y no se puede terminar con la violencia de género si no se trabaja con los hombres.”
“El cuidado de las personas es un comportamiento que debe ser estimulado en los hombres. El cuidado de los otros es, en muchas maneras, lo opuesto a la violencia. Y también es una importante habilidad para la crianza de los niños y para pasar tiempo con ellos, tanto en la casa como en la educación temprana y en la escuela. Dentro del campo del cuidado de las personas mayores, como en la enfermería en general, los hombres pueden jugar un rol significativo. Hombres y mujeres se enferman y necesitan cuidados, deberían tener el derecho de encontrar gente de ambos sexos como cuidadores”, dice en un tramo el documento conocido como “Papel Blanco” que el gobierno de Noruega entregó al Parlamento en 2009 y que trataba sobre “Hombres, roles masculinos y equidad de género”. Elaborado por un Comité sobre Roles Masculinos que empezó a trabajar en 1991, este documento le dio al Storting (Congreso) la responsabilidad de evaluar medidas legislativas para apoyar la equidad de género desde una perspectiva masculina. En los casi 20 años que pasaron desde la formación del Comité hasta la presentación del Papel Blanco, la vida de los hombres ya había cambiado suficiente: mientras en los ’90 el 95 por ciento de los noruegos decían que las que cocinaban en su casa eran las mujeres, en 2007 sólo el 48 por ciento respondió lo mismo. En esas mismas dos décadas se fueron eliminando del lenguaje político, legislativo y de los textos escolares las declinaciones de los sustantivos que indicaban género –una forma de inclusión simbólica que en español parece imposible o al menos tiene tantas resistencias que, lejos de merecer consideración, suele generar todo tipo de malos chistes. En los ’90 los padres trabajaban fuera de casa doce horas y media por semana más que las madres del mismo hogar. En 2005 la diferencia ya era de 8 horas. En los ’90, los hombres ni siquiera tenían una cuenta para el trabajo doméstico no remunerado. En el 2000, ya se contaban 2.40 horas para hacer las comprar, cuidar a los chicos, limpiar la casa, contra las 4 horas que invierten las mujeres. En los ’90, menos del 10 por ciento de los padres tomaba la licencia por paternidad. En 2011 más del 90 por ciento de los padres toma alegremente las 12 semanas que les corresponden hasta que el hijo o hija cumpla un año.
–Esta es una verdadera revolución en equidad de género y me alegra que mi generación sea protagonista –dice Olden y abre la ventana para invitar a asomarse. Parece una coreografía preparada: se puede ver la costanera que besa el Atlántico Norte y una decena de carritos de bebé empujados por hombres solos a los que Olden distingue y señala como prueba, como bandera de un terreno recién conquistado. Apenas hacía falta la performance, hombres solos con sus hijos, obligados a cargar en sus mochilas mamaderas, pañales, juguetes, bananas por las dudas, la muda por si acaso, el abrigo extra para cuando se va el sol; ésa es una postal tan cotidiana en Oslo como llamativa para quien se ha acostumbrado a que la revolución en materia de padres sea una publicidad de pañales tan fáciles de poner que hasta los pueden usar los varones –es fácil acordarse, Pablo Echarri era el protagonista.
Fue después de la presentación del Papel Blanco que se legisló la licencia por paternidad y se la extendió a 12 semanas con la posibilidad de sumar otras dos con las que los trabajadores y trabajadoras ya contaban para tomarse cuando alguien de la familia se enferma o necesita atención. Esas 12 semanas se suman a los nueve meses que tienen las mujeres gestantes –la salvedad es necesaria ya que el matrimonio entre personas del mismo sexo es ley desde hace 10 años, en caso de adopción, la licencia puede dividirse de común acuerdo– para permanecer junto a sus hijos o hijas. Los padres o parejas de las gestantes pueden tomarse su licencia al mismo tiempo o por separado, opción más común ya que así se cubre el primer año de vida, el único que no está cubierto por la educación pública que arranca apenas los niños y niñas aprenden a caminar.
“¿Lo más difícil del tiempo que pase casi a solas con Markus? –pregunta Anders Vist, mientras cocina pescado para la familia y las visitas–. Organizarme. Nunca lograba cumplir con ninguna cita, pasaba tanto tiempo preparando el bolso, previendo todo lo que tenía que llevar, que cuando estaba listo tenía que volver a cambiar pañales o abrir una papilla para que el hambre no convirtiera el viaje en auto en una pesadilla.” El relato podría ser parte de los muchos relatos sobre maternidades que ahora abundan y que lejos de endulcorar el oficio de maternar lo exhiben como lo que es: períodos intermitentes entre el agotamiento y la locura, el aislamiento y el sueño; aun cuando al final del día la mayoría encontremos más de un gozo en esa especie de insana.
Anders está casado con Kaja Lindahl, los dos rondan los treinta y pico, uno es vendedor de comestibles, la otra es encargada de un kiosco; su hijo Markus ya cumplió los dos y pasa seis horas en el jardín maternal donde lo llevan y lo pasan a buscar, alternativamente, su papá o su mamá. “Después lo difícil fue volver a trabajar. Yo tomé 16 semanas completas porque sumé vacaciones. Y Kaja volvió antes al trabajo. Fue toda una discusión porque para las mujeres el tiempo sigue siendo de ellas y entonces si vos querés tomarte una semana más parece que nos estuvieran haciendo una concesión. Es parte de lo que tendríamos que cambiar. De cualquier manera, ella podría haberse quedado en casa y compartir el tiempo de licencia conmigo. Pero también tenía ganas de salir y es fácil entender por qué, fácil después de la experiencia de la dedicación exclusiva.” Anders ya no volvió a trabajar como antes después de que se terminara su licencia, “es como que le tomé el gusto a estar en casa, a cocinar. La verdad es que ahora lo que más me cuesta es lavar el auto, prefiero limpiar la casa”. Y a Kaja no le quedó otra que tomar la tarea vacante puertas afuera, aunque no sin protesta: “Una cosa es lavar el auto en verano y otra en invierno. Cuando llega el invierno, que es largo de verdad, no cambio tareas ni loca”.
Anders abre una cerveza con los dientes, se apoya contra el marco de una puerta que apenas lo contiene y justo cuando encarna la imagen de un antiguo vikingo, la desbarata. “A mi padre le costó entender que yo me quedara en casa con Markus. Para él, un hombre tiene que ser el jefe de la familia, juntarse con los amigos, reírse y gritar como un vikingo. Está muy bien... para él. No para Kaja y para mí.” Esa distancia entre su padre y él es la mejor definición que puede ofrecer de una masculinidad revolucionada. Cuando se le pregunta de qué se trata esa identidad, las palabras le faltan. “¿Hay que dar una definición? No sé si puedo, no es la misma imagen de hombre que tiene mi padre pero tampoco me doy cuenta de cuál es la diferencia entre él y yo.”
En lo que va de este año, ocho mujeres fueron asesinadas por sus parejas o ex parejas. Pero son casi mil las que acuden a los centros de crisis y a los refugios donde pueden pasar hasta un año completo si la situación de violencia que atravesaron lo amerita o si el golpeador ha demostrado no respetar las restricciones de acercamiento. Ese número de muertes no puede compararse con ningún parámetro de América latina, tampoco de nuestro país donde prácticamente muere una mujer por día por el hecho de ser mujer. Las comparaciones son injustas y hasta insultantes –por las variables económicas, sociales, demográficas, geográficas y etc.–. Cierta sensación de ser la buena salvaje mientras que aprende de urbanidad en contacto con la civilización se pega en el cuerpo como una pátina. Sin embargo, hay algo que se revela –o se rebela– frente a la voluntad política puesta en, por ejemplo, sostener un Ministerio de Niños, Equidad e Inclusión; en el acceso al aborto legal y gratuito sin más trámite que la demanda en consultorios médicos –las adolescentes tampoco necesitan estar acompañadas de sus padres o madres–; en la exigencia por ley de que en todas las empresas que cotizan en Bolsa los directorios estén integrados al menos por un 40 por ciento de mujeres; en las campañas públicas para alentar a los hombres a convertirse en maestros jardineros, enfermeros y otros oficios ligados al cuidado de los otros. Y en gestos más sencillos pero con un poder simbólico persistente: basta mirar la cartilla de seguridad que se usa en los aviones de la empresa noruega de aviación. Allí no hay una azafata de cintura mínima mostrando las salidas de emergencia y cómo colocarse la máscara de oxígeno. Hay hombres. Hombres que se ponen delantales para servir las bebidas durante el vuelo, igual que lo hacen sus compañeras mujeres.
Aun así, no hay paraíso en esta tierra. Si existe una campaña pública para incluir a los hombres en los oficios y profesiones que tienen que ver con el cuidado es porque de hecho existe una división en el mercado de trabajo que parece estar cristalizada. Las enfermeras, las maestras, las cuidadoras en las guarderías, las que limpian, son ellas. Y en algunos casos, los menos, hombres migrantes con menos posibilidades para elegir lo que quieren hacer. La meta del gobierno noruego, según Tone Equer, asesora especial del Ministerio de Educación, es que los hombres alcancen a cubrir el 25 por ciento de los puestos de trabajo en educación temprana (que empieza al año y termina a los cuatro) y jardines de infantes en 2014. Ese cupo está todavía arañando el 20 por ciento. Como contrapartida, se busca con el mismo énfasis que las mujeres elijan carreras ligadas a la tecnología y la economía. “Lo que vemos también es que los varones son los más expuestos a adicciones y a abandonar la educación secundaria. Además, suelen tener peores resultados en la educación que las mujeres. Sin embargo, ellos siguen teniendo los puestos de trabajo mejor remunerados y son mayoría en política. Para una mujer como yo, que fui joven en los ’80, es frustrante ver la apatía en las jóvenes frente a la inequidad de género. Escuchan la palabra feminismo como si fuera una pieza de arqueología, sólo relacionada con luchas del pasado que hoy son derechos adquiridos. Pero el género es el piso para entender que somos diversos, sin ese primer entendimiento de la diversidad, las variables étnicas, de discapacidad, económicas son más difíciles de comprender. Y lo que se daña es la convivencia.”
Tone trabaja a diario en la elaboración de materiales para docentes en escuelas primarias y secundarias y también en la revisión de los libros de texto. “Tenemos una semana que se dedica, a partir de sexto grado, a reflexionar sobre la sexualidad, también desde una perspectiva del goce. Hasta hace dos años, la edad de iniciación sexual era de 17 años, tanto para los chicos como para las chicas; aunque podría haber bajado. Junto con el Ministerio de Niños y Equidad también dialogamos con las empresas para desalentar las publicidades sexistas, los estereotipos de belleza, la oferta de juguetes dividida también estereotipadamente por género. Pero sabemos que la mejor herramienta es tener una postura crítica desde la educación contra esa oferta global que sigue exigiendo músculos a los varones y minifaldas a las mujeres.”
Hay clase de cocina en la Nordens Schooll de Bergen, una ciudad de pescadores que cuelga de un fiordo desde el siglo XII. Entre el primero y el séptimo grado hay 260 alumnos y alumnas. El 20 por ciento de los maestros son hombres. Einar Olov Holoyen está orgulloso de ser uno de ellos. Cree que es fundamental que los varones estén presentes en las escuelas, ofreciendo “buenas imágenes de la masculinidad”. ¿Cómo definiría él esas buenas imágenes? “Por ejemplo, cuando sostenemos que no hay que ser el mejor, sino ser buenos” ¿La mala masculinidad está asociada a la competencia? Einar piensa la respuesta, duda, niega. “En la escuela son los varones los que están más expuestos al bulling, justamente cuando no encuadran con la imagen tradicional de los varones que tiene que ver con tomar decisiones firmes, individuales, no tener habilidad para los deportes o que te guste cantar y bailar antes que jugar en el patio. Nosotros tratamos de hacer todo eso: cantar, bailar, hacer monerías, reírnos de nuestra propia imagen. Pero sobre todo ser cariñosos. Las tasas de divorcio son muy altas y más allá de que en la primera infancia el cuidado de los niños y niñas es compartido, después del divorcio los chicos suelen perder el contacto con el padre. Esa es una mala imagen de la masculinidad.” Einar deja a sus alumnos con la profesora y el profesor de cocina. La clase incluye, sin distinción de género, la elaboración de un presupuesto para el plato elegido –para cuatro personas–, estrategia de compras, tender la mesa, cocinar y servir. Por el peinado, a la profesora bien podría confundírsela con Doña Petrona; al profesor, con Boy George, el mítico músico andrógino de los ’80. Conviven entre harina y chocolate entre 16 alumnos, dos de ellos con síndrome de Down, una usa el velo islámico, otra usa el batidor de micrófono y canta mientras “perrea” frente a la mesada. El profesor la mira y frunce la nariz, desaprobando. La profesora lo reprende con una palmada en la espalda. Después dirá al oído de la cronista: “A mí tampoco me gusta que las niñas quieran aparecer sexies, pero es peor reprimirlas”. Al rato, el profesor sigue el paso de la improvisada cantante. “Nosotros tratamos de desalentar las actitudes sexistas –dice Einer, que además de maestro es consejero de quinto, sexto y séptimo grado–, cosas que los chicos aprenden de la televisión, las publicidades... la escuela puede parecer una isla en ese sentido, no es que negamos esas ofertas, pero tratamos de que tengan una visión crítica. Y me parece bien que la escuela sea una isla, que sea un lugar donde esté habilitada la vergüenza frente a ciertas cosas. Ya tendrán tiempo de encontrarse con el mundo.”
En el Reform, Olden Bredesen se prepara para su reunión del día con el grupo de hombres que buscan aprender a manejar su violencia. La mayoría de ellos han sido derivados de juzgados; los menos llegan por voluntad propia, a veces incentivados por algún familiar. Cecilia Guzmán, una chilena que vive hace siete años en Noruega, fue la que llevó a un compañero de trabajo, migrante de Colombia. Ella se fue huyendo de una relación violenta en su país natal y para escapar aceptó un matrimonio arreglado a la distancia, llegó al país sin hablar una palabra de inglés, mucho menos de noruego. Y sin haber visto al que ya era su esposo –se casaron a la distancia– más que por fotos. “Fue muy difícil adaptarme a él porque me daba miedo. ¡Porque no lo conocía! Tuve suerte, porque él me cuidó el primer tiempo, me hacía la comida, me atendía para que yo estudiara el idioma, las 250 horas que me exigían para poder radicarme. Pero ¿cómo iba a estar yo sentada mientras él me servía? Me costó adaptarme a un montón de cosas y la verdad es que me volvería a mi Chile sin dudarlo. Pero ya no sería la misma. Hay cosas que ya no se aceptan. Por eso lo traje a mi compañero, porque la conozco a su señora. Y hay cosas que no se pueden tolerar por más que parezca un buen hombre. Yo creo que es un buen hombre, por eso lo traje.” Cecilia trabaja en limpieza, como la mayoría de sus amigas, todas migrantes. Algunas llegaron hace 25 años, cuenta, y siempre trabajaron en limpieza. “Pero acá no está mal trabajar en eso. A mi mamá le digo que trabajo pero no de qué; no le gustaría. Pero acá alcanza con que trabajes y listo. Después comés en la misma mesa que el médico del hospital donde limpio. A eso también me costó adaptarme pero de eso no me olvido. No voy a aguantar que me discriminen por lo que hago.” Cecilia viaja todos los años. Estuvo en París, en Estambul, dos veces en China. Eso es lo que verdaderamente disfruta, dice y corre con el recuerdo de otros olores y otros idiomas el velo de un dolor que no termina de soltarla y que tampoco quiere volver a nombrar. Por algo asumió el riesgo de huir hacia ningún lugar, hacia un hombre desconocido al que empezaría a llamar su esposo inmediatamente después de decirle mucho gusto. Insiste, en cambio, en la suerte que tuvo, si hasta puede tener un amigo en el trabajo. “No te creas que es lo común. Porque yo veo las caritas de las chiquitas tailandesas, de ahí están trayendo muchas, llorando en los pasillos de la escuela donde tienen que aprender noruego porque las trajo un viejo para que les haga de sirvienta y les caliente la cama.”
Olden, con sumo cuidado, la invita a salir, igual que a esta cronista. El encuentro es exclusivo para hombres y no hay excepciones. Contra todo prejuicio de una mirada mal entrenada, Olden nombra a su esposa como una de las que alguna vez quisieron participar del Reform y no pudieron. Antes de retirarme le pido consejo para buscar una juguetería acorde a lo que vinimos charlando: sin súper héroes híper musculosos y princesas rosadas. Me guía desde la ventana y cuenta que él jamás lleva a sus hijos a la juguetería para no arriesgarse a que le pidan lo que él no les compraría.
–¿Qué es lo que no les compraría?
–Nada rosa para mi hija –dice y se queda pensando–, aunque la verdad es que tengo que confesar que nunca compré una muñeca para mi hijo.
–¿Por qué?
–Por homofobia, supongo.
El tópico podría abrir la reflexión que seguía.
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