Viernes, 26 de octubre de 2012 | Hoy
VISTO Y LEIDO
En su libro Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944 (Siglo Veintiuno), la historiadora Joan Wallach Scott (1941) reconstruye la lucha política de las mujeres por sus derechos.
Por Laura Rosso
Este libro tomó forma en un contexto en el que se discutía y se examinaba el uso de la diferencia de género. El punto de partida fue un trabajo que Scott presentó sobre Olympe de Gouges –que en 1791 escribió la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadanía, y que se ganaría su lugar en la historia del feminismo– con la idea de pensar la teoría feminista en términos históricos concretos. La autora siguió en este rumbo e investigó los efectos de la Revolución Francesa en las mujeres del siglo XIX y continuó con casos del siglo XX para escribir una historia del feminismo francés deconstruyendo la oposición igualdad/diferencia que había iniciado en su primer ensayo. Así, en este intento de repensar la historia del feminismo a través del estudio de las campañas realizadas por los derechos políticos de las mujeres en Francia (durante el período que se menciona en el título), Scott ofrece otra perspectiva. Busca una distancia analítica, y desde allí se pregunta por qué ha sido tan difícil para las mujeres materializar la promesa de la Revolución de libertad e igualdad universales, de derechos políticos para todos. Alega que la respuesta exige algo más que una crónica de las luchas y de la historia interna del movimiento feminista. Requiere entender las repeticiones y los conflictos del feminismo como síntoma de las contradicciones en su discurso político, lemas a los que apelaba y a la vez desafiaba. Scott relee la historia del feminismo como la historia de mujeres que tienen paradojas para ofrecer porque históricamente el feminismo occidental ha sido constituido por las prácticas discursivas de la política democrática, que han hecho equivalentes la individualidad y la masculinidad.
Según Scott, las discusiones en torno del género, tanto en relación con la ciudadanía como con la educación, históricamente pivotearon entre preguntas tales como ¿la biología determina la capacidad de razonamiento, de reflexión moral o de acción política?, ¿la reproducción está en conflicto con la inteligencia? Quienes arriesgaban respuestas trataban de determinar una solución con frecuencia “en forma de leyes o reglamentos”. En consecuencia –tal como adelanta la autora en el prefacio–, “la ley sustituyó a la verdad. Sin embargo, esa sustitución no era reconocida como tal sino que, por el contrario, la norma aprobada era presentada como basada en la naturaleza o en la verdad. Así, los triunfadores atribuyeron su victoria, no a la política, sino a la superioridad de su comprensión científica o moral y de esa manera se logró ocultar la influencia de la ley en las percepciones de la naturaleza”.
Para tomar el caso de la ciudadanía en Francia, la autora subraya que desde la Revolución de 1789 hasta 1944, los ciudadanos eran los hombres y la exclusión de las mujeres era atribuida a la debilidad de su cuerpo y de su mente, a una división del trabajo que hacía que las mujeres sólo fuesen aptas para la reproducción y la maternidad, y a las susceptibilidades emocionales que las impulsaban al exceso sexual y al fanatismo religioso. Para cada una de estas razones la autoridad máxima seguía siendo la naturaleza, autoridad por cierto, difícil de desafiar. Aquí aparecen los cuestionamientos feministas –con argumentos vigorosos y contundentes– que afirmaban que no había conexión lógica ni empírica entre el sexo y la capacidad de participar políticamente y que la diferencia sexual no era indicador alguno para determinar la capacidad intelectual. A lo largo de las páginas del libro, Scott da cuenta de estas argumentaciones pero además pone de manifiesto los dilemas sobre igualdad y diferencia porque para protestar contra la exclusión de las mujeres, éstas debían actuar en su nombre y de ese modo se invocaba la misma diferencia que pretendían negar.
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