Viernes, 9 de noviembre de 2012 | Hoy
Memoria El desafío es detenerse en el detalle, ver lo que hay más allá de la puesta en escena, de la intención de quien enfocó, incluso de quienes posaron. Advertir cuánto desentonan las manos deformadas de las obreras de una fábrica de vajilla en el prolijo cuadro que combina tecnología de la época, delantales pulcros y sonrisas esforzadas. Para saber que el cuidado de las trabajadoras estaba lejos del tope en la pirámide de las prioridades. O preguntarse por qué es necesario que los hombros de las mujeres caigan hacia adelante cuando se las fotografía en sus lugares de trabajo. ¿Será que el solo hecho de estar fuera de casa es suficiente sospecha y entonces el cuerpo tiende a ocultarse de una posible mirada sexuada? Buceando en estos y otros detalles, la arquitecta y coleccionista Adriana Palomo construyó –aplicando su mirada especializada en temas de género– una muestra que recorre el protagonismo de las mujeres en el desarrollo productivo de nuestro país entre 1880 y 1980. Una muestra que, como paradoja de lo que exhibe, se vale de una lupa para develar y desnudar aquello que estuvo invisibilizado: los trabajos de las mujeres.
Por Roxana Sanda
Las imágenes, pequeñas algunas, irrumpen en el espacio expuesto para desafiar las miradas. Porque, como en Blow up, de Antonioni, el descubrimiento de lo que efectivamente está ahí sólo puede ser revelado a través de la gran ampliación que proporciona el cristal, en este caso, de una lupa. Y el sitio que permite recorrerlas, un ámbito académico moderno, delata las distancias abismales con aquella Argentina obrera de entre siglos XIX y XX. Brechas aún más profundas si se observa que, además, las retratadas son mujeres trabajando. La gestora del convite visual que se expone en la Universidad de General Sarmiento, la arquitecta y coleccionista de fotografías antiguas especializada en temas de género, Adriana Palomo, se propuso recorrer el protagonismo femenino en la historia del desarrollo productivo en la Argentina, esencial sí, pero invisibilizado durante décadas. Trabajo de mujeres. Fotografías de lo invisible 1880-1980. Una travesía visual, una interrogación y un desnudamiento de lo femenino como polea productiva esencial de la Argentina, está integrada por fotografías antiguas originales pertenecientes a la colección de la autora y a reconocidos coleccionistas privados. Su montaje permite leer la trama de una historia que replica las desigualdades de niñas, mujeres y adolescentes en diferentes puntos del país y, si cabe, ese desequilibrio ostentoso pudo dividirse en grupos según las labores desempeñadas por obreras, campesinas, artesanas, domésticas, trabajadoras de fantasías, docentes, profesionales y artistas de espectáculos. Curiosamente, todas fueron representadas desde la literatura y el cine argentinos marcando otras huellas sobre el trabajo femenino asalariado, lo cual visto y leído con atención transporta ese pasado a este presente cada vez que vuelve a delatarse la “ideología de la domesticidad” y las permanentes tensiones entre maternidad y trabajo.
Adriana Palomo consigue desenmascarar con acierto los variados discursos hegemónicos del patriarcado de la época con sólo exponer fotografías de señoras y señoritas compatibilizando roles de madres y amas de casa, actividades laborales y, un hallazgo, pinceladas de relaciones afectivas entre compañeras, tal como puede observarse en las imágenes publicitarias de una fábrica de conservas. Allí, entre todo el personal ubicado en una pirámide del tipo foto escolar exhibiendo con desgano las latas del producto, algunas obreras más jóvenes desobedecen la armonía del encuadre para posar sus manos en los hombros de otras o para entrelazarse los dedos en vínculos extramuros hogareños. Y he aquí el maravilloso comportamiento del cristal con que se mira esta exposición: una imagen que a primera vista sólo preanunciaría el aburrimiento de la fotografía institucional puede abrirse como un caleidoscopio en cientos de focos nuevos y reveladores. El paneo es interminable. Caras ajadas, viejas de ojos tristísimos, cofias que no logran disciplinar los rulos que escapan con orgullo del elástico, óvalos ensombrecidos, espaldas encorvadas de mujeres que se suponen altas, sonrisas de pocos dientes, hombres en musculosa ¿escoltando? a sus compañeras. Un tumulto de rostros y cuerpos en, casi siempre, galpones inhóspitos por definición. Es notorio el equilibrio que intentan mantener los trastes de las mujeres sobre cajones de fruta o embalaje que hacen de asientos frente a las mesas de producción manual en las fábricas cigarreras. “Y es fascinante advertir que la foto se va de la intención del autor”, explica Palomo, para quien el distintivo de esa fascinación “es el tema de la mirada o la actitud corporal, diferente por completo de las que adoptan los hombres. En estas fotografías detectamos que ellos miran desafiantes a la cámara, mientras que las mujeres bajan la vista o la dirigen hacia otro lado. Lo interesante es cómo esa actitud se irá modificando en las imágenes de un entrado siglo XX, entre las décadas del ’60 y el ’70”.
Que los párpados bajen o que los hombros se inclinen para ahuecar cualquier turgencia de senos uniformados tienen hilo conductor en los discursos que condenaban la posibilidad de que las mujeres recibieran a cambio de sus actividades una remuneración monetaria. Mientras la maternidad y la casa como universo único y superador determinaran el reconocimiento social, cualquier otra actividad se enfrentaba a ese condicionante como una conducta rayana en la prostitución. En todo caso, la realidad política y económica de la Argentina se encargó de excomulgar prejuicios o por lo menos reducirlos al resentimiento privado. En su trabajo de investigación “Malos pasos y ‘promociones’. Aproximaciones al trabajo femenino asalariado desde la historia y la literatura (Buenos Aires, 1919-1939)”, publicado en la revista digital de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, la historiadora Graciela Amalia Queirolo describe que hacia 1929 “la expansión de la economía urbana estimuló los procesos migratorios protagonizados por mujeres y varones a la búsqueda de una calidad de vida superior a la de sus lugares de origen”. En un primer momento, “se produjo la llegada de inmigrantes transoceánicos. Ellos incrementaron notablemente la población nacional y, en especial, la de la ciudad de Buenos Aires. Los 286.000 habitantes porteños de 1880 ascendieron a 649.000 en 1895, para llegar a 1.576.000 en 1914. La Primera Guerra Mundial impuso un paréntesis en este proceso que se reanudó al concluir la contienda. Hacia 1930 la nueva crisis internacional puso fin a la inmigración transoceánica para dar lugar al proceso de migraciones de las provincias del interior. Así, los 2.254.000 de 1930 devinieron 2.415.000 en 1936. Esta tendencia se mantendría hasta fines de la década de ’40”. En este contexto de urbanización porteña y con una sociedad bien dispuesta a ascender, “el trabajo asalariado de las mujeres, en su papel de hijas o de esposas, adquirió importancia dentro del presupuesto de la familia”. Lentamente, las miradas comenzarán a alzarse hacia el lente de la cámara, no sin poca hostilidad, atrapadas las mujeres como estaban entre los estereotipos de “madres de su casa”, cuidadoras de niños y ancianos, y “hombres proveedores” puertas afuera de esas cuatro paredes. A estas mochilas las cargó de argumentaciones el Código Civil, que desconoció hasta 1926 derechos civiles de las mujeres y las subordinó dentro de la institución familiar, al padre o al marido, dirá Queirolo. A propósito, La costurerita que dio aquel mal paso, de Evaristo Carriego, viene a convertirse en un estudio cuasi antropológico de las adversidades de la época. “La costurerita que dio aquel mal paso/ y lo peor de todo, sin necesidad/ con el sinvergüenza que no le hizo caso/ después según dicen en la vecindad.”
Aída Anconetani se esmera en la fábrica de acordeones que heredó de su abuelo con los anteojos en la punta de la nariz. Es ella quien se cargó al hombro la fábrica cuando los fundadores murieron y las paredes del taller se tapizaron con fotos de sonrisas famosas. Sin embargo, entre tanta celebridad de papel sólo cuelgan unas pocas fotos de Aída en blanco y negro. “Descubrí varios elementos que son contradictorios pero parecen aunados, y tienen que ver con el tema de la invisibilidad de las mujeres en el trabajo”, advierte Palomo. “Aída estaba a cargo de una fábrica donde aún hoy se exhiben miles de imágenes, pero de ella, figura emblemática de esa familia, sólo quedan unas seis fotos.” Es difícil pensar que la vieja matrona de los Anconetani hubiera perseguido la alternativa del resarcimiento, aun cuando en 1920 iniciaran su sindicalización costureras, cigarreras, tejedoras y empleadas de comercio, en la mayoría de los casos impulsadas por los anarquistas. Son las fotos ampulosas de un país pujante “que supera el atraso tecnológico”, dice Palomo, “pero crea una ilusoria igualdad de género en el acceso laboral y establece una estricta división del trabajo”. Las empresas publicitan las imágenes de sus productos en publicaciones masivas y las obreras, sin excepción, son exhibidas saludables, impecables y erguidas, contra todas las denuncias de sobreexplotación laboral de la época. En la muestra puede observarse a muchachas y niñas trabajadoras del vidrio en la antigua fábrica Rigolleau, posando para un fotógrafo que las resaltará entre maquinaria de última generación. Es inútil, la lupa que ofrece generosamente Palomo revela impiadosa las manos deformadas por el frío del invierno y los sabañones. “Ningún patrón de fábrica quería que fotografiaran a las obreras en las condiciones reales.” Ningún fotógrafo publicitario logrará esfumar las mandíbulas contraídas por el frío ni los pies calzados con miseria.
Entre 1869 y 1900 el servicio doméstico absorbe la mitad de la ocupación femenina. “Las domésticas, lavanderas y planchadoras equiparaban en número a los peones jornaleros, zapateros, albañiles o carpinteros. Para 1947, durante el primer peronismo, se registra una caída notable de la actividad al 25 por ciento. El censo nacional de 1869 informa sobre un 46 por ciento de mano de obra femenina en el servicio doméstico, comprendido en un 60 por ciento de sirvientas, 23 por ciento de lavanderas y 11 por ciento de cocineras. Los retratos de familia sólo dan lugar a las niñeras y nodrizas, por el rol afectivo que juegan. El resto padece condiciones de insalubridad, sobre todo las lavanderas, por trabajar al aire libre y estar en contacto con prendas infectadas por diversas enfermedades”, explica Palomo, que suma a las fosforeras a ese elenco de sobrevivientes. “La Compañía General de Fósforos, que llegó a emplear a unas 4000 mujeres, las proveía de grandes delantales blancos”, indica sobre una de las fotos exhibidas. “Observándolas en detalle, bajo la tela aparecen los mitones de cuero para aislarlas de la pólvora, que se les encendía en las manos y en el resto del cuerpo ante la falta de condiciones de seguridad y tantas veces por las jornadas de producción a destajo.”
Las tensiones enumeradas hablan, sin remedio, de un mercado hostil que segmenta y relega a través de relaciones marcantes de género, como apunta Dora Barrancos, y un miedo atroz al camino que el trabajo femenino va abriendo para interpelar las relaciones de subordinación. “El miedo a la concurrencia femenina por el envilecimiento de los salarios no alcanza para justificar esa conducta, pues en todo caso los representantes de la clase, que abogaban por la destrucción de un orden injusto y el nacimiento de otro igualitario, debían haber tratado de mostrar la dignidad equivalente de los géneros impidiendo que el capitalismo se sirviera de lo que parecía la ‘fatalidad natural de la diferencia’”, señala Barrancos en Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos.
Retratarse con libros, cartas, periódicos asoma como símbolo de riqueza, poder e influencia. La comunidad educativa y las docentes fueron muy valorizadas por la burguesía del siglo XIX y principios del XX. Las profesionales, que representaban un sector intelectual de la sociedad, aparecían fotografiadas en diarios en mérito a su inteligencia, “mientras que las señoras lo hacían en las páginas de sociales en mérito al prestigio de sus maridos”. Las artistas de espectáculos, encumbradas, medio pelo u oscuras damitas con valijas de cartón representaban unánimes los modelos de belleza imperantes para la cultura femenina de masas. Las empleadas administrativas, telefonistas, comerciantes y vendedoras eran apreciadas por la meticulosidad, considerada una expresión del ser femenino, aunque la valoración social no tenía su correlato en los salarios. El tope en la carrera laboral de una telefonista era llegar a ser supervisora de la empresa, pero a condición de permanecer soltera. Casarse (el concubinato ni aplica, como es de imaginar) era sinónimo de renuncia. El fotohistoriador Abel Alexander, a cargo de la presentación de esta muestra, habla de “los inusuales registros” obtenidos por la investigación y curaduría de Adriana Palomo. “Son fragmentos en blanco y negro que nos muestran la esforzada participación femenina en un mundo laboral mayoritariamente masculino a través de un rescate fotográfico sobre antiguos oficios y profesiones femeninos, en un contexto de gran desigualdad de género, con injusticias, abusos y atropellos.” Pero hay algo desolador en los fragmentos imperceptibles a primera vista de las fotografías grupales, allí donde artistas de espectáculos, campesinas u obreras del pescado comparten cuadro con patrones y compañeros. Es el aumento angular de la lupa sobre esas mujeres el que revela el secreto de sus ojos, algunos midiendo con esfuerzo a los varones, otros denotando cierta desconfianza manifiesta en el rabillo, los más con la inconfundible incomodidad de las cejas arqueadas por la cercanía excesiva del trajeado. Barrancos plantea “la inexorable exposición de las trabajadoras al acoso sexual”, la obligación “de servir sexualmente al patrón o a los capataces”, que “constituye uno de los aspectos más ominosos de la vida laboral femenina, y aunque muchas veces significó el abandono de las tareas para no someterse, en muchas otras no hubo más remedio que acatar la voluntad de los varones. Las empleadas en el servicio doméstico tenían casi la obligación de atender como iniciadoras a muchachos inexpertos y también servir el deseo de señores diestros en mandar”.
No es objetivo de esta muestra la cuestión filosófica de lo siniestro (das Unheimliche) en el sentido que le otorga Schelling, cuando “nombra todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido y, sin embargo, ha salido a la luz”, pero sí debe decirse que remite a un principio básico y poco transitado de la fotografía, que no es el de congelar momentos “para toda la vida”, sino la posibilidad de revelarnos la verdadera materia de que está hecho el ser humano.
La exposición puede verse en la Sala B del Centro Cultural de la Universidad Nacional de General Sarmiento hasta el 28 de noviembre. Roca 850, San Miguel. Más información: [email protected]
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