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Viernes, 19 de septiembre de 2003

MúSICA

La voz elástica

Susanna Moncayo tiene raíces atadas a la tierra y a las tradiciones de música popular más puras, pero se formó en Europa como mezzosoprano, y actualmente es una de las voces argentinas más reconocidas mundialmente. Debuta en Orestes, donde cruza la ópera con el tango.

 Por Soledad Vallejos

Es una voz cálida, la de Susanna Moncayo, una voz de esas que en una tarde de frío combinan perfectamente con el humito del mate cocido subiendo desde la mesa del bar de un hotel elegante. Mezzosoprano, dicen los cánones líricos que es ese registro que ella adora pasear por partituras clásicas pero también por repertorios de música popular, tejiendo fraseos con el deleite del decir las palabras, de encarnarlas en coplas, en fragmentos de cantares anónimos que vienen quién sabe desde qué tiempo hasta llegar a ella. Es en ese jugar a vestirse con códigos diferentes que ella aprendió cuántos colores pueden convivir en la voz de una misma persona, armada, casi como un rompecabezas, a partir de miles de músicas. Si todos tenemos un edén mítico, una época en la que el blanco y el negro podían mirarse a la cara sin excluirse, la vida sonora de Susanna podría ubicarlo en un lugar más o menos preciso.
–En esa época no había divisiones, yo nunca tenía en claro que para los demás había, a veces, una división tan estricta entre la música clásica y la música popular.
Ella, adolescente que cantaba con Jaime Torres, que venía de presentaciones en Bolivia, que atesoró entre sus mejores momentos la participación en uno de los primeros Tantanukuy (“tengo recuerdos hermosos de estar con copleras a la luz de la luna, cantando a mi manera”), un buen día descubrió que para el resto del mundo no daba lo mismo una canción de Violeta Parra que un aria de Puccini, que estaba muy bien que alternara en el tocadiscos grabaciones de Maria Callas con las recopilaciones hechas en pleno campo por Leda Valladares, pero no, no era lo mismo, le decían, así que ¿qué hacés, qué cantás? Cuando la pregunta empezó a llegar, allá por los 70, la respuesta seguramente habrá sido: “cancionero popular”. Pero entonces llegó el ‘79, el exilio, el salir corriendo “de un día para el otro, y no para irme a estudiar, sino porque no tenía opción”, y el aterrizaje en Italia. Destino: Roma; circunstancia aprovechada: estudios de canto lírico.
–Ya era una cuestión de desafío personal, me interesó mucho desarrollar la voz, empezar a ver los límites, los extremos, cómo se podía ampliar la tesitura, ganar en potencia, poder acceder a otros repertorios. Y así empecé con el canto lírico.
Dice con la sencillez de quien cuenta un paseo por el barrio, apenas salida de uno de los ultimísimos ensayos de Orestes (la ópera tango de Betty Gambartes y Diego Vila, conocida en Europa y recién estrenada en Argentina que reinterpreta el clásico El reñidero) en la que, puesta en la piel y la voz de Nélida (la esposa de Morales), demostrará (el 21, 26, 27 y 28 de este mes) en las tablas del teatro Avenida que disfrutar de "ser una solista que trabaja en conjunto" a fuerza de desafíos bien pueden avanzar las mezzosopranos como ella. Aunque reconozcamos, de entrada, que no deben ser tantas las que puedan andar por ahí explicando, con toda la sencillez del mundo, que en una ópera puede haber (y hay) tanta belleza como en esos cantos populares del interior argentino que, desde hace dos años, viene rescatando del olvido para cobijarlos, acunados por instrumentos barrocos,en un disco producido por ella misma que está pronta a terminar.

Quieren los recuerdos del exilio europeo que Susanna hoy reivindique su vida en Buenos Aires como “una voluntad política”. Formada académicamente en los modelos de la lírica del Viejo Mundo casi por casualidad y capricho, por vocación de aprovechar el tiempo que la dictadura militar le robaba en la Argentina para, por lo menos, llenar los ecos de la lejanía con descubrimientos, un buen día decidió regresar. Resume: “Me enamoré acá, me embaracé acá, tuve a mi hijo acá”, y agrega que, en su decisión política, están más que incluidos dos deseos fundamentales: “poder vivir acá y disfrutar de vivir en la Argentina”. Y hay algo de orgullo en esta mujer que teniendo a su disposición una carrera y una vida en escenarios tan consagratorios y legitimantes como los de Europa dice:
–Yo soy una de las que volvieron. Disfrutás doblemente cuando estás en tu ciudad, te vienen a ver tu gente, tu familia, tus amigos, con el código de tus compatriotas. Yo lo disfruto muchísimo. Termina el espectáculo y salgo agradecida, porque conozco la parte de estar sola en una ciudad desconocida, que no conocés a nadie, que estás en un hotel sola. Me da mucha fuerza tener una base acá, nutrirme de lo que pasa acá, que es muy fuerte desde el punto de vista de la energía y desde el punto de vista de la calidez de la gente. Porque es todo un tema irte, querer volver, vivir desgarrado, vivir siempre con el corazoncito sangrando, por lo menos si tenés un perfil donde te importan las relaciones humanas.
Fue, sin embargo, esa lejanía de reconcentración en ella misma la que, apenas salida de la adolescencia en la Argentina, le permitió descubrir que la voz era su instrumento, que podía explorarlo, que era como un cuerpo para un atleta: era preciso entrenarla si quería “tener una voz flexible, una paleta inmensa”, como esa que, hace unos años, registró (junto con la soprano Judith Mok y el pianista Fernando Pérez) caseramente en el sutilísimo disco Otro cantar (en el que Dvórak, Brahms y Stravinsky conviven más que armoniosamente con una pieza popular anónima y otra compuesta especialmente para la ocasión por Gerardo Gandini), editado por la revista Clásica y merecedor, luego, de un premio holandés como mejor CD clásico del mundo. Así parecen ser las cosas en Mundo Moncayo: primero, hay que saber sentir, involucrarse hasta donde aguante el cuerpo, incorporar esa sensibilidad que la conmovió en algún momento, explorarla y construirla para, entonces sí, poder entregarla. En el arte, en el canto, lo que importa, a fin de cuentas, es ese momento único, efímero, que puede (y tiene la obligación de ser) inolvidable.
–Cantar es llegar al otro, llegar al corazón del otro. Cantar es encantar, emocionarme, emocionar, es nutrirse mutuamente con la persona que te está escuchando. Es dar y recibir todo el tiempo a través de la voz humana. No quiero sonar omnipotente, pero pienso que la voz tiene un poder muy grande, un poder fundamental, y es el poder de la transformación. A mí me pasa porque el canto es lo que me tocó a mí para moverme en el mundo, y para comunicarme, la voz te transforma, te hace distinto y te eleva. Es el contacto, en especial con los espectáculos en vivo. No importa si no lo entendés. Yo me he emocionado con espectáculos que no entiendo, es un encuentro verdadero. Lo importante es estar y sentir esas vibraciones, la sensación poderosa de salir de un espectáculo distinta a como entraste. Ese es el gran test. Mi ilusión como cantante es que el que está sentado ahí, cuando se levantó y se fue, salga enriquecido con algo, tiene que salir transformado.
Hay en esa búsqueda de la conmoción del otro, de ella misma en el encuentro con el otro, en ese contacto mediado por la voz en una escena especialmente diseñada para eso, una entrega absoluta y pasional. Hay en Susanna una dimensión que parece, de hecho, no pertenecerle a ella, sino a la vocación que la consume desde el día en que descubrió que podía cantar, que otros también podían gozar de eso que ella disfrutaba tanto. Dice: “a veces pienso que soy muy poco intelectual en la manera de ver las cosas, pero siempre estás cantando sobre temas que son muy básicos que nos unen a todos: la alegría, el dolor, la pérdida, la soledad, la necesidad de querer y ser queridos”. Y es ahí, entonces, donde las fronteras desaparecen para despejar el aire y que todo pueda verse claramente. En este momento de su carrera, cuando cuenta con la posibilidad de propiciar encuentros desde escenarios argentinos y también de viajar para hacerse escuchar ante públicos lejanos, sin embargo, las seguridades absolutas se van. “Tengo una sensación de regalo", explica, "es un regalo que yo pueda estar cantando”, agrega “tengo cada vez más la sensación de lo frágil que es todo, de lo frágil y efímero”. Será, tal vez, una de las formas de la gratitud en esta mujer que aprendió a delimitar el territorio del hogar con los mismos sonidos que aprendió a construir su identidad.
–Siempre convivo con repertorios populares y clásicos, es lo que escucho mucho en mi casa, por eso quise hacer un disco con eso, no es que de pronto tuve la idea. Pienso que es lo mismo que me pasa con el tango en Orestes. Hay un telón de fondo en nuestras vidas que es esa música. Es parte de mi vida. Yo me mudé muchas veces en mi vida, y mis mudanzas muchas veces eran de pocas cosas, o las cosas estaban en cajas que no podía desembalar porque estaban en el sótano de un amigo, o en otro país. Pero siempre llevaba casetes o compacts. Mudarme y entrar en una casa era tener mi equipo de música y poner un disco, ese disco era la llegada a la casa. Podía ser Mercedes Sosa o mis arias preferidas de Maria Callas, esos discos me fueron acompañando. Eso era mudarme: poner el disco en una pieza vacía. Yo había llegado.
Porque el movimiento, claro, se demuestra cantando.

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