Viernes, 16 de agosto de 2013 | Hoy
SOCIEDAD
De las 57 personas que forman el cuerpo activo de Bomberos Voluntarios de Rosario, 11 son mujeres. La mayoría muy jóvenes, aprendieron a amar la tarea por el ejemplo de una hermana o un papá que las llevó alguna vez al cuartel. Donan su tiempo semanalmente esperando ayudar en situaciones límite, aunque ni en pesadillas imaginaron un edificio entero desplomándose en pleno centro de la ciudad. Su principal tarea en los últimos días fue remover escombros, acarrear en baldes los restos de la cotidianidad de cientos de familias sin reparar en los detalles, sin ver los juguetes ni las fotos que se mezclaban, deseando que hubiera algún signo de vida. O al menos, como sucedió, que cada familia pudiera hacer su duelo.
Por Sonia Tessa
Andrea Candussi estaba tomando mate con una compañera y un compañero en el cuartel de Bomberos Voluntarios de Rosario, después de una guardia nocturna, cuando escuchó una explosión el martes 6 de agosto, a las 9.38. Le corre un frío en la espalda al recordarlo. Vibró la mesa, vibraron los vidrios. Salieron los tres corriendo a la calle, pero en la zona no se veía nada. En poquísimos minutos empezaron a llegar los pedidos de auxilio. “Cortaban la línea y volvía a sonar, cortaban la línea y volvía a sonar”, recuerda. Ese fue el prólogo para que esta chica de 24 años se subiera a la autobomba con la primera dotación de Bomberos Voluntarios para llegar a la explosión de Salta 2141, a unas veinte cuadras del cuartel. El primer impacto fue –lo contará después, peleando para controlar las lágrimas– uno de los peores momentos de los seis días que duró la búsqueda de personas tras el derrumbe. “Era muy desesperante, era mucho el caos, había mucha gente, todos querían ayudar y es entendible, pero muchas veces algunas ayudas entorpecen el trabajo”, dice en los minutos de espera, poco antes de recibir el abrazo colectivo de la ciudad de Rosario, el lunes pasado a la noche, cuando se encontraron los dos últimos cuerpos sin vida, los de Luisina Contribunale y Santiago Laguía. La explosión provocó 21 muertes. Mirar por televisión es una cosa, estar ahí para contarlo otra muy distinta. Pero las bomberas entrevistadas –ellas se nombran en masculino– no se demoran en detallar sensaciones o sentimientos. Se lanzan a la acción y, en todo caso, se detienen en los agradecimientos.
Durante los días que duró el rescate, Andrea hizo tareas de apoyo a quienes realizaban el trabajo de mayor precisión. Cada balde de escombros que pasaban de mano era también un fragmento de la historia de alguna familia, de la que todo se desconoce. “Ver... no saber... o encontrar álbumes de fotos. Una muchas veces no quiere ver eso, porque no sabés a quién vas a encontrar en ese álbum, si es alguna de las personas que aparecieron o...”, entrecorta el relato para no nombrar a la muerte, para no hacerle lugar. “Entonces, trataba de no tener tanto contacto con algunas cosas. O ver juguetes de chicos, eso también te afecta. Al margen de que no había criaturas entre las víctimas, pero es una sensación muy particular”, dice Andrea, locuaz pero también cuidadosa.
En seis días, Andrea sólo pudo dormir siete horas una noche. “Dormía y me acordaba de nosotros pasando baldes para sacar escombros, la gente pasando baldes. Esa es la imagen que tengo, así, que me viene”, cuenta en el momento en que el rescate está por terminar.
Fueron 238 las viviendas con daños estructurales por la explosión que, según lo investigado hasta ahora por el juez Juan Carlos Curto, se debió a un escape de gas provocado por la rotura del regulador de presión. El primer día ordenó la detención del gasista matriculado que realizaba el trabajo de reparación en el edificio, Carlos García, de 55 años, con más de 20 años de experiencia. En su indagatoria, el imputado señaló la falta de mantenimiento y lo vetusto de las instalaciones de gas. El juez también tomó declaración a jerárquicos de la empresa distribuidora Litoral Gas, producto del desguace de Gas del Estado y su privatización en 1992. Según afirman desde la Cámara de Gasistas Matriculados, la firma ahorra en capacitación y mantenimiento de redes lo mismo que exige en aumento de tarifas.
En la dotación de Bomberos Voluntarios de Rosario hay 57 personas en el cuerpo activo. Así se llama a quienes salen a trabajar en incendios, accidentes y rescates de “estructuras colapsadas”, como ocurrió en la calle Salta. De ese total, 11 son mujeres. En todo el país, hay 3000 mujeres bomberas voluntarias. En el Consejo Nacional de Bomberos Voluntarios de Argentina (www.bomberosra.org.ar), una de sus integrantes, Andrea Zas, aclara que son profesionales, aunque hagan el trabajo ad honorem. Es decir que se capacitan entre un año y un año y medio para empezar a salir a apagar los incendios. Durante ese lapso son aspirantes y están en los cuarteles aprendiendo. Una vez que se integran al cuerpo activo, hombres y mujeres deben realizar una guardia de doce horas cada cinco días y un curso de ocho horas, fin de semana por medio, y mientras sigan siendo bomberos están obligadas a seguir capacitándose.
Por eso, cuando Andrea y sus compañeras llegaron al lugar supieron que nada podía quedar librado al azar. A Carolina Lobos, de 21, le tocó esperar las instrucciones de su jefe. El día anterior a la explosión había renunciado a su trabajo remunerado, como empleada de limpieza en la empresa Aguas Santafesinas. Vive en el barrio Ludueña, alejado del centro, por lo menos a 25 minutos de ómnibus. “Estaba justo en mi casa, y viene mi mamá diciéndome que había explotado un edificio, que me prepare para ir allá. En el momento me cambié, salí a las corridas y llegué al cuartel. Habían salido tres dotaciones, nos juntamos diez chicos y fuimos en un auto particular todos para el lugar”, relata sobre el primer momento. “Al principio no nos dábamos cuenta de la gravedad de todo esto, había gente atrapada que estaban rescatando, era todo medio caótico. No me enteré hasta dos días después de que se había derrumbado una torre del edificio”, aclara, ya que en esos días, las tareas de rescate le impidieron ver televisión.
Lo peor fue quedarse allí quieta, a la espera de las consignas. “Me quedé esperando órdenes. Vos querés salir corriendo, hacer esto, hacer lo otro, pero no te podés mandar sola, tenés que esperar. Siempre se trabaja de a dos, tenés que esperar que tu jefe te diga las cosas para hacer y nos quedábamos mirando con la bronca de no poder hacer nada”, recuerda Carolina, que estuvo martes, jueves y viernes removiendo escombros a mano, haciendo un pasamanos con los efectivos del Ejército, bomberos voluntarios y efectivos de seguridad. “Ayudaba en tareas mínimas, porque de encontrar los cuerpos se encargaban los más especializados. Iba, les llevaba, les alcanzaba. Nos decían que sacáramos los escombros de un lugar determinado, y entonces nosotros empezábamos a palear, a sacar escombros, nos pedían herramientas, y se las alcanzábamos”, dice Carolina más tranquila, ya en su casa. Tiene 21 años. A los 13 quiso entrar al cuartel de Bomberos, porque su hermana mayor, Romina, había empezado como aspirante. A ella, por tener menos de 18, le tocó ser cadete. Junto a su hermano, un año menor, querían seguir los pasos de Romina y también de su papá. Hoy, los tres hermanos forman parte del cuartel de Bomberos Voluntarios. Y Carolina espera seguir siendo bombera cuando tenga sus hijos. “Hay muchas que son madres en el cuartel y le siguen dedicando el mismo tiempo. Espero que si algún día tengo hijos, siga mis pasos. Nací para hacer esto”, define.
¿Cómo es eso de ponerle la cara al peligro más inminente? “Nosotras vamos con la adrenalina y no nos damos cuenta del riesgo. Queremos ir y hacer nuestro trabajo, no nos importa nada. Entramos adonde hay fuego, sólo queremos ir y apagarlo, tratar de salvar lo más que puedas. Después, cuando termina todo, te das cuenta de la gravedad de las cosas”, define Carolina. Pero hay un punto en su relato de los seis días de rescate que la ensombrece. “Mirabas para el piso y encontrabas juguetes de los chicos, fotos, un montón de cosas así, que vos te decías, eso era de una persona y ahora está desparramado por todos lados. Era feo. Lo más triste eran los familiares que se acercaban y con lágrimas en los ojos te decían gracias”, recuerda. Esos familiares estaban ahí, en la vigilia de la desaparición y la incertidumbre sobre sus seres queridos.
Para Carolina, en el cuartel, “por suerte no hay diferencias entre varones y mujeres. Los hombres siempre están ahí, como que saben que no vamos a tener la misma capacidad que ellos en algunas cosas. Pero yo prefiero pedir ayuda cuando sé que no puedo hacer algo. No me gusta que estén encima mío. Los chicos del Ejército, por ejemplo, no me querían pasar los baldes pesados porque pensaban que no podía. Y yo les decía que no. No me gusta que me dejen de lado por algo así”, cuenta Carolina, que no estuvo el lunes a la noche, cuando centenares de rosarinos y rosarinas llegaron a la esquina de Salta y Oroño para saludar y rendir homenaje a las y los rescatistas. “Preferí quedarme en mi casa, con mi mamá. Sabía que me iba a afectar, no quise ir. Lo vi desde mi casa, se me llenaban los ojos de lágrimas. Fue muy emotivo. Estaban todos emocionados, el agradecimiento de la gente, nunca habíamos vivido algo así. Nosotros siempre pensábamos que la gente nunca nos reconoce del todo el trabajo que hacemos, la muestra que nos dieron el otro día nos llenó el corazón de felicidad. Es lo que necesitábamos después de todo esto, reconocimiento”, larga de un tirón.
En cambio, Victoria, de 25 años, sí vivió ese momento, transida de emoción. Bombera voluntaria de Bigand, un pueblo de 5000 habitantes, a 70 kilómetros de Rosario, se encontró con tantos abrazos y aplausos que la emocionaron, como a todos esa noche. Estudia profesorado para ciegos, así que viaja permanentemente a la ciudad. A ella la enojó que los varones no la dejaran cargar los baldes pesados con escombros, aunque los perdonó porque consideró que tenían buenas intenciones. “Los varones te tratan con más respeto y te quieren cuidar más que si fueras otro varón. Ayer cuando venían los baldes pesados, me decían: ‘Dejá que se lo paso a otros chicos’, pero yo los agarraba igual”, cuenta. A Victoria, en un año como bombera, le había tocado asistir en incendios de campos y accidentes de tránsito, pero nunca un desastre como el de Rosario. Para todas fue la primera experiencia de tal magnitud. Al punto que Andrea asegura: “Nunca pensé que podía pasar algo así en Rosario”.
Cintia Gauna no es voluntaria, es funcionaria provincial, subsecretaria de Protección Civil, y fue la encargada de coordinar la respuesta a la catástrofe. Compara a su equipo con uno de autos de Fórmula 1, “que tienen que cambiar la rueda y llenar el tanque de combustible en siete segundos”. A ella le tocó esperar, también, pero en Santa Fe, a 170 kilómetros de la zona de rescate. Cuando le tocó estar allí, una de sus tareas fue convencer a bomberos, bomberas y rescatistas de ir a descansar. “Les tenía que decir que no servían cansados”, recuerda en el momento previo al fin oficial de la búsqueda de personas, cuando todos se aflojaron. Con experiencia en desastres como las inundaciones de 2003 en Santa Fe, Cintia subraya –como hicieron todas las entrevistadas– “la solidaridad”. A esa sensación de abrigo colectivo le suma “el respeto por el otro, por el espacio del otro, que no es común en las emergencias. El decir: ‘Yo cocino, yo soy de una religión, vos sos de otra religión, pero estamos todos enfocados en lo mismo’. Es sumamente importante que cada uno haya conservado su rol, desde el que ofrecía café hasta el que ofrecía un masaje, me pareció sumamente importante, porque nos permitió a nosotros trabajar organizados y tranquilamente”.
Tranquilidad, pero sobre todo silencio absoluto era lo que necesitaba Marta Salinas, suboficial de Bomberos Voluntarios de General Rodríguez, que llegó con la dotación que poseía la sonda para detectar señales de vida. Ese trabajo se realiza en equipo. Por cuestiones de protocolo –dicen y repiten la palabra– no puede contar si le tocó rescatar algún cuerpo sin vida. “Viajamos con dos equipos que tenemos para búsqueda de personas atrapadas, que no hay otros en el país. Nos permite específicamente buscar gente atrapada, debajo de los escombros, una cámara para meter en los huecos que hayan quedado después del colapso de la estructura y otro equipo que trabaja con sensores que detectan movimientos y tiene micrófonos. Los vamos poniendo estratégicamente y se van moviendo esos sensores, como triangulando la zona, de manera de localizar de dónde viene el sonido”, describe la operación. Hace diez años que es bombera, y ha realizado numerosos entrenamientos, pero fue la primera vez que se enfrentó a un “colapso estructural” de esa magnitud. Nunca perdió las esperanzas de encontrar a alguien con vida. “Hasta último momento, hasta que se encontraron a los dos últimos desaparecidos, que lamentablemente estaban entre los escombros, tuvimos la ilusión, la esperanza de encontrarlos con vida”, recita como si fuera un rezo.
En medio del trabajo de rescate, a Marta –como a todas– la impactó la reacción de los vecinos del barrio. “La gente del lugar, los comerciantes, los familiares, gente que venía de otros lados de Santa Fe solamente para colaborar, a llevar cosas, desde café, mate, lo que te puedas llegar a imaginar, hasta manteca de cacao porque hacía frío y se nos paspaban los labios, ropa para que nos cambiemos. Hay un hombre que tiene un bar y nos llevaba comida, nos invitaba a comer. Había un grupo del Ejército de Salvación que armó una tienda de campaña con comida y café... La gente de alrededor pasaba ofreciendo lo que habían cocinado, toda la gente de Rosario y que venía de otros lados, la verdad una ciudad súper solidaria, fue increíble”, parece que no quisiera detener nunca la enumeración de gestos que la conmovieron. “Los nenes del lugar nos mandaron carteles, dibujos, mensajes, los padres venían con los nenes que nos querían saludar. Realmente era increíble. El cartel que nos hicieron, que decía ‘bomberos y rescatistas, fuerza, vamos que se puede’”, sigue recordando. “Por eso colgamos las banderas. Anímicamente para nosotros, cansados, con frío, fue muy importante”, explica esa bandera argentina con la inscripción “Gracias Rosario”, ubicada en el extremo más alto del edificio lindero al explotado. Con mucha menos experiencia como bombera, lo mismo le pasó a Victoria: “De la gente rescato la solidaridad, el apoyo, hubo nenes que hicieron banderitas dándonos fuerzas a los bomberos y a todos los rescatistas que estábamos”. Esos mensajes infantiles con dibujos, multiplicados en tiendas de campaña y paredes, con mensajes de aliento y de admiración, fueron para Andrea casi un tabú. No quiso ir a verlos para evitar que la traicionara la emoción. En un momento de reposo decidió acercarse a la ochava donde se concentraba mayor cantidad de dibujos realizados por chicos de distintos lugares de la ciudad. “No pude evitarlo, se me cayó un lagrimón”, cuenta con cierto pudor esta chica menuda, de 24 años, que llegó a un cuartel de Bomberos Voluntarios a los cinco, de la mano de su papá, y nunca más quiso irse. “Lo llevo en la sangre”, asegura.
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