Viernes, 22 de noviembre de 2013 | Hoy
25 DE NOVIEMBRE
Otra vez el calendario volverá a pasar por el Día Internacional de Lucha por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, un día dedicado a generar conciencia sobre una pandemia que en nuestro país se cobra la vida de una mujer cada 35 horas. Pero antes de llegar a ese extremo, todos y todas convivimos con la violencia de género, la vemos a diario, la escuchamos, incluso la toleramos; está naturalizada, pasa desapercibida. Esta convivencia protege a los agresores y aísla a las víctimas. Solamente ellas pueden dar el primer paso para salir del círculo de sometimiento, pero no podrán sostener a los que siguen sin una red en la que apoyarse, sin la seguridad de un entorno activo que acompañe, sin una mirada social que, lejos de estigmatizar, condene a la violencia y se comprometa. ¿Qué se puede hacer cuando se es testigo involuntario? ¿Cuándo intervenir? ¿Con qué palabras, con qué recursos? El programa Las Víctimas contra las Violencias aporta su experiencia despúes de siete años de asistir y empoderar a las víctimas en el terreno a través de la línea 137.
Por Flor Monfort
Una mujer llama a una amiga. Le dice que la idea de irse de vacaciones en esta época del año fue un error, que ahora los chicos tienen más tarea que nunca y que la sensación de descanso es mucho menor, porque ya vienen las fiestas y la energía necesita redoblarse. La amiga la escucha y piensa en sus propias vacaciones: se va a ir en enero, con su pareja, a alguna playa cercana. Se cuentan otras nimiedades, chusmean un poco, se ponen al día. Y antes de cortar, la recién vacacionada le cuenta a su amiga de la infancia: “¡Ah! no sabés, en un momento, el tarado de mi marido se enojó y me pegó adelante de los chicos”. La que escucha no lo puede creer: ¿El marido le pegó? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Fue en serio o para hacer un chiste? Pero la amiga no da detalles, repite que su marido es un imbécil, que no tomó el ansiolítico pensando que las vacaciones iban a relajarlo y terminó más sacado que en la ciudad. Dice que esto no había pasado nunca y que no va a volver a pasar, porque él después le prometió que se iban a ir solos una semanita, para reencontrarse, porque vacaciones con hijos no son exactamente vacaciones.
La conversación termina. La mujer llama a otra amiga y le cuenta. Le dice que no sabe qué hacer, a quién llamar, cómo ayudar a la amiga en común: el marido le pegó y ella lo toma como algo natural. Pero la tercera se queda callada y escucha, no se sorprende demasiado; al contrario, parece dejar correr el relato atropellado como si fuera una radio de fondo. Y finalmente dice: “A todas alguna vez nos pegaron y quisimos dejar todo, pero al día siguiente los chicos se levantan y hay que hacerles el desayuno. Siempre existe una mañana más en que hay que preparar las tostadas”.
Amigas con carreras universitarias, con trabajos remunerados, con infancias “normales”, con o sin hijos, amigas que van a terapia, que creen en Dios o no pero saben que el destino es una cosa que se elige todos los días, que se construye. Amigas que escucharon estos relatos pero no supieron qué decir, qué hacer, cómo ayudar. Mujeres que le han puesto un límite al jefe maltratador pero se sintieron tan descolocadas cuando su pareja las sacudió del brazo que no supieron para dónde mirar. Y también de las otras: sin recursos, sin estudios, con un pasado de abuso y negligencias, migrantes que no saben bien su dirección ni tienen a quién recurrir. Todas son víctimas y todas están en riesgo pero no miden el peligro, no lo calculan, lo minimizan, justifican, dejan pasar y apuestan a que mañana va a ser mejor. Son víctimas de violencias que la sociedad empezó a ver hace muy poco tiempo. Desde el titular permanente de las noticias, la cifra que aprieta desde una pantalla: sólo en 2012 murieron en nuestro país 255 mujeres y niñas por femicidios y femicidios vinculados, y 357 niños y niñas fueron víctimas colaterales de estos crímenes. Y esto según el relevo que realiza La Casa del Encuentro todos los años, gracias a su Observatorio de medios, porque hasta el momento no hay cifras oficiales. Y las que llegan a la luz son las de los casos más trágicos, pero otros, miles, sacuden a una familia que tal vez atraviesa toda su vida útil sin llamarse a sí misma violenta. Es decir, que sigue haciendo las tostadas sin mosquearse.
Cuando una mujer denuncia violencia hay que destejer una trama. En esa trama hay millones de matices y señales de alerta que no fueron escuchadas. Nadie se escandaliza por un insulto, porque en esa grieta que se abre en la máxima “tenemos peleas como cualquier pareja”, hay permisos para perder el control que cuentan con un solo límite: el que impone cada persona. Por eso durante tanto tiempo los abusos intrafamiliares carecieron de importancia pública y quedaron sepultados bajo el mote de “pasional”, como si placer y sufrimiento fueran dos caras de una misma moneda, una que se tira al aire y puede caer de cualquier lado. Ahora, que las cortinas de las casas empezaron a abrirse a un Estado que parece querer mirar lo que pasa allí adentro, esas tramas revelan un panorama mucho más complicado que el que se puede armar de lejos. La violencia no se ve porque se sienta a comer todos los días en la mesa, no solamente porque entra como estímulo desde los relatos de ficción donde la belleza de los vínculos está mostrada como un largo camino de pesares y sufrimientos que, siempre, valen la pena (basta con observar cualquier novela para comprobar la vigencia del paradigma), sino porque el escalón número uno está dado por acciones que confunden, justamente porque parecen amorosas: control, celos, dominación, la dinámica de un amo y un esclavo que no siempre es tan estricto en sus pedidos pero seguro va a pasar factura por las omisiones. La amiga que dice que el marido le pegó en las vacaciones dejó pasar varias paradas antes de contar como al pasar la cachetada en la cara: haber perdido su independencia económica para cuidar a los chicos, haber habilitado los insultos como mantra cotidiano para relacionarse, haber abandonado a las amigas solteras para centrarse en las amigas acompañadas, tanto más fáciles de incorporar a las dinámicas de pareja. Y probablemente no vea el drama de la cachetada porque va a pasar mucho tiempo hasta que vuelva a repetirse. No todas las violencias son sistemáticas, ni groseras, la mayoría cuentan con el don de la sutileza, la discreción y el acumulamiento de pequeños montoncitos, que un buen día son una montaña. Porque una persona que sufre violencia tiene que poder identificarla para salir de la trampa, y para eso hace falta un compromiso colectivo, un pacto social para el que todavía no estamos entrenados.
Si alguien ve una pareja peleándose en la calle, mejor no meterse; si un vecino escucha platos volando, para qué va a intervenir; si una mujer no logra concientizar a su amiga de la gravedad del golpe de su marido, por qué tendría que ser la ingrata que denuncia... Eso parece decir la oración cotidiana, pero lo cierto es que sin compromiso la violencia crece, y sin red en la que caer de espaldas, es imposible salir del espiral.
En 2006, la Dra. Eva Giberti fue convocada por el gobierno de Néstor Kirchner para crear el programa Las Víctimas contra las Violencias, que depende del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. El nombre alude a la importancia de que la víctima intervenga activamente en su propia recuperación a través de la denuncia, que implica reclamarle al Estado su intervención para resguardar sus derechos. Pero mucho antes que la denuncia, la víctima tiene recursos para empezar a entender, y la astucia de Giberti fue crearlos in situ. Por eso, la línea 137 arenga a las víctimas a hablar sin que ello implique una denuncia formal y anima a toda la comunidad a llamar, sin que eso se transforme en un calvario. Intervenir para crear un precedente. Formar parte de esa red que es indispensable crear para ponerle palabras a eso que de otra manera se lo lleva el viento: un portazo sistemático, el llanto desbordado de un bebé a las 3 de la mañana, una amenaza de muerte. María Jimena Navas es trabajadora social y está en el programa desde 2007 coordinando el Equipo de Atención a Víctimas de Violencia Familiar que incluye la línea 137, el Equipo móvil, que son las brigadas que salen en situaciones de emergencia y el Equipo de seguimiento. Hoy, la línea funciona en Ciudad de Buenos Aires, Chaco y Misiones, pero reciben llamados de todo el país para pedir asesoramiento o contención y desde allí hacen relevos. Navas explica que cualquier persona que esté en conocimiento de una situación de violencia o que sea víctima puede llamar al 137. Hoy por hoy, que el programa ya es conocido y se sabe que da respuesta, reciben llamadas de hospitales, comedores barriales, escuelas... El programa no toma denuncias: el llamado es un llamado y sólo implica una intervención. Hay mujeres que llaman muchas veces hasta que se animan a que vaya un equipo. Y aun así, pueden desistir de la denuncia. Si el profesional que atiende la llamada evalúa que hay una situación de emergencia, se desplaza un móvil con personal policial de civil, una psicóloga y una trabajadora social. Lo novedoso del programa es que al ir al lugar en el que está quien denuncia, el equipo puede observar un montón de cosas: cómo está la casa, qué dice el agresor si llega a estar presente, cosas que por teléfono ni cuando la mujer va a hacer la denuncia salen a la luz. “Es muy importante que la mujer pueda hablar en un clima de confianza y seguridad. Lo primero es la escucha e indagar en la historicidad de la violencia, porque nunca es un episodio aislado y es muy difícil detectar cuándo empezó. Pero por alguna razón esa persona ese día decidió pedir ayuda. Intentamos que en esa historia quien llama empiece a ver los distintos tipos de violencia que enumera la ley. Nadie va a llamar y va a decir: ‘Buenas tardes, soy víctima de violencia emocional’, sino que siempre va a presentar un discurso más confuso y desordenado, porque tiene vergüenza, porque de muchas cosas se responsabiliza, porque siempre va a intentar justificar al agresor. Por eso es importante ayudar a desnaturalizar. Muchas veces lo que pasa es que el entorno intervino y fue rechazado, entonces terminó por alejarse”, explica. En este sentido, el caso de Wanda Taddei marcó un antes y un después, no sólo porque la modalidad del fuego se replicó y con ella las justificaciones de los asesinos, sino porque los padres de Taddei le contaron a la prensa parte de ese pasado que casi siempre se desconoce. No sólo reconocieron que ellos ya no hacían nada por ayudar a su hija porque ella insistía en mantenerse al lado de Eduardo Vázquez, su pareja y quien terminó asesinándola, sino que reconocieron haberse cansado de denunciarlo a él con el argumento tan viejo y gastado de “bueno, a ella le gustará que le peguen”. Quien conoce el ciclo de la violencia tiene que lidiar con las frustraciones que implican las reconciliaciones, manipulaciones y el miedo que implica avanzar, por lo que retroceder y volver a empezar una y otra vez es parte del proceso. Navas reconoce que ésa es la clave de la complejidad y que el entorno es fundamental para sacar a una víctima adelante. Lo que ocurre es que la violencia sigue siendo un tema nuevo y es tan urgente que del entorno nunca se habla. “Las víctimas suelen estar aisladas, las veces que han pedido ayuda se han encontrado con todos estos mitos que circulan, del tipo ‘no vas a dejar que tus hijos crezcan sin un padre’ o ‘éstos se pelean siempre’. Más allá de las complicaciones con las denuncias, una de las cosas que hacemos siempre es intentar contactar alguna red en la que la persona confíe. Por eso necesitás mucho tiempo de entrevista, porque muchas veces la propia madre dice: ‘Yo me lo banqué, mi hija se lo tiene que bancar también’. Entonces es importante asegurarse que la red pueda ser contenedora. Hay veces que no hay nada; muchas veces son mujeres inmigrantes, que están metidas en un taller, que le tienen miedo a la policía y a la Justicia, mujeres que no saben leer y escribir, para quienes tener que ir a tribunales es imposible. Y hay mujeres que han perdido la red que tenían y la tienen que recuperar”, dice. En el caso de que no sea la mujer la que llama, si se trata de una emergencia, se desplaza una brigada, pero son los casos más complicados, porque si la persona no quiere denunciar, es difícil que el caso avance e incluso la intervención puede representar un riesgo mayor para la víctima. De todas maneras, esto de que el Estado se hace presente le indica al agresor que por más que sea su casa no puede hacer lo que quiera. Es una presencia que no pasa inadvertida, ni para el agresor ni para los vecinos.
Cuando llama alguien del entorno para pedir asesoramiento, se la alienta a que le haga conocer a la víctima sobre la línea y sobre sus derechos. Pero lo cierto es que si la víctima no hace el clic y sale del lugar pasivo, ocuparse de ella es perpetuarla en esa pasividad, cuando de lo que se trata es de que cambie de posición. “Yo creo en el fortalecimiento de la comunidad. Hay barrios donde las mujeres se organizan y van ellas a apurar a los violentos. Esto no es lo ideal, pero sin duda es una forma de resistencia. En mi opinión todavía falta que se involucre la comunidad pero desde un lugar de contención y no de prejuicio. Hoy, en la mayoría de los casos, lo que escuchamos es que la víctima es juzgada y culpabilizada por distintos actores de la sociedad. Los casos en los que alguien ajeno al vínculo de pareja interviene todavía son pocos y son desde un lugar de mucho temor, y si la víctima le tiene miedo, los vecinos le tienen miedo y la Justicia no sanciona, aumenta la impunidad de estos agresores. Que la violencia de género tenga lugar sin dudas es responsabilidad de todxs y cada unx de nosotrxs, y es necesario que cada quien, desde su lugar y función, se haga cargo de esto y se involucre. Es decir, que se pueda trabajar en derribar los mitos que permiten la naturalización de estas situaciones. Por ejemplo, que los vecinos dejen de pensar que ‘en las cosas de pareja no hay que meterse’, que el médico cuando la mujer llega al hospital no le dé un Ibuprofeno y la mande a la casa, sino que pueda preguntarle o registrar por lo menos que no es sólo un golpe y se pueda intervenir desde otro lugar, que en la escuela lxs docentes y directivxs asuman un compromiso distinto en relación con estos temas, que en las universidades se forme a profesionales idóneos para atender a víctimas de violencia y, por supuesto, que los jueces penales sancionen como corresponde estos delitos. Creo que, en la medida en que esto pueda cambiar, la comunidad se va a convertir en el sostén que permita que la víctima salga del lugar pasivo, pueda denunciar, continuar el proceso judicial y finalmente romper con este ciclo de violencia, pero mientras que la sociedad la siga culpabilizando, por más leyes y jueces que intervengan, los cambios van a seguir siendo a paso de hormiga.”
Entre octubre de 2006 y septiembre de 2013, el Programa recibió 74.576 llamados a la línea 137. De esos llamados atendió a 18.895 víctimas. Y se hicieron 14.347 intervenciones a través de la Brigada móvil de violencia familiar. Sólo entre enero de 2012 y agosto de 2013 se atendieron 25.702 llamados de 6012 víctimas y se hicieron 4224 intervenciones a través de la brigada. En enero de este año, para hacer un recorte, de 714 llamados por violencia familiar, 245 fueron directamente de las víctimas, 71 provinieron de sus familiares, 39 de vecinos y 21 de otros/as. La Lic. Graciela Morán, trabajadora social, y la Dra. Fanny Marcela Flores, abogada, son coordinadoras del Cuerpo Interdisciplinario de Protección contra la Violencia Familiar, también dependiente del Programa. Al Cuerpo entran todas las denuncias por violencia familiar que se registran en la Oficina de Violencia Doméstica. Una vez que entran, son estudiadas por los profesionales, quienes emiten un informe y citan a los protagonistas de la denuncia. Cada caso tiene su particularidad, por lo tanto se arma una estrategia en equipo. Porque trabajar violencia en forma individual no sirve –dicen–, hay que hacerlo en equipo, siempre. En ese momento, es cuando el equipo decide si se hace o no un domicilio, y el fin de esa visita es ver qué lugar ocupa la víctima después de haber hecho la denuncia. Al golpeador se le da la misma escucha que a la víctima, con la salvedad de que los profesionales tienen que estar muy entrenados en el perfil del hombre violento, que en general viene a subestimar, a desestimar, a victimizarse, a minimizar los hechos y a desresponsabilizarse. En cuanto a las redes, Morán hace hincapié en lo transgeneracional: qué lugar ocupan el hombre y la mujer en sus familias de origen. “La violencia se aprende, porque estas violencias con las que nosotros trabajamos vienen del modo en que uno aprende a vincularse. Por eso es importante conocer las familias de origen: qué redes sociales o familiares tiene la víctima. No quedarnos con el hecho de que si la víctima está en la casa de los padres, está salvada”, explica y cita el caso de una mujer que, alejada de su hogar conyugal por orden del juez, fue a vivir a lo de sus padres. En la visita de rigor y al final de la charla, se comprobó que dormía en una colchoneta en el piso y que tenía sus cosas en una bolsa de residuos en un rincón del garaje, a pesar de que la casa era un chalet de dos plantas y contaba con espacio de sobra. La madre justificó de la siguiente manera: “Yo ya le dije a ella que acá se puede quedar pero tiene que volver con su marido”. “Ahí entendimos que el maltrato era cotidiano en la vida de esta persona, y ancestral. Es importante saber entonces con qué cuenta la víctima, qué redes disponibles tiene. Evidentemente en este caso, no con la madre. Es tal el arrasamiento de la violencia familiar que muchas veces las mujeres no cuentan con nada. Una cosa que nosotros no hacemos jamás es preguntarle a una víctima si en su familia de origen hubo violencia, porque como está naturalizada en ella, va a decir que no. Pero yo sí tengo que saber qué lugar ocupa ese papá, esa mamá, si hay hermanos, etc. Correr al denunciante del escenario de la denuncia para saber si hay redes.” Flores agrega que en general la ayuda del entorno viene más de amigos/as que de familiares directos. “Alguien de afuera que ve y dice ‘esto no es normal’ y empieza a concientizar con paciencia. La mediatización de la violencia ayuda a las víctimas y empuja a quienes no son víctimas a pensar que, si la comunidad no interviene, los finales pueden ser dramáticos”, dice.
El hombre violento siempre quiere algo más de la víctima. Y la víctima con lo único que cuenta es con su vida. El agresor quiere apropiarse de su vida, a cualquier precio. Según las especialistas, esto lo tiene que tener presente toda la comunidad: el que se metió en una pelea, el que intercedió llamando porque escuchaba los gritos de un chico, incluso quien quiere ayudar a una amiga que ni siquiera identifica que puede ser agredida nuevamente. Esa persona que pide asesoramiento, que señala o denuncia, no va a tener el ojo del agresor encima, porque con esa persona el agresor va a querer quedar bien. De quien se quiere apropiar el agresor es de su víctima. El miedo y la estigmatización también se vive en las instituciones, que muchas veces conocen los casos pero no quieren hacer la denuncia, por eso es importante el compromiso de informar, observar, producir una intervención que saque a la luz pública el episodio violento. Y que las redes sean recursos de la víctima y también del agresor: talleres para hombres violentos, terapias individuales, exclusiones del hogar, órdenes de restricción son las medidas que también evitan que el violento redoble la apuesta.
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