Viernes, 22 de noviembre de 2013 | Hoy
ARTE
Artista, docente y creadora del espacio Formosa, Guillermina Baiguera es una de las responsables del auge del bordado, un oficio ancestral que gana protagonismo.
Por Flor Monfort
Un bastidor misterioso apareció en su casa de General Villegas y como quien cumple órdenes superiores, Guillermina Baiguera se puso a bordar. A los 17 años vino a Buenos Aires para estudiar diseño gráfico en la UBA, cuando todavía era una carrera estrafalaria, y en una visita a su pueblo encontró una pasión que pareciera venir de otra vida. “Estaba en un momento de mucha curiosidad. Siempre me gustó trabajar con las manos, era hábil. Armaba maquetas de lo que fuera cuando era chica”, dice. Para ella el cambio fue alucinante: la ciudad, las luces, el cine, todo era un estímulo muy fuerte, y desde que agarró ese bastidor no paró.
La odisea incluye un viaje a Nueva York que le abrió un mundo: como no podía trabajar estaba todo el día bordando. Empezó a ayudar a un artista japonés y mostró sus primeros trabajos, miniesculturas bordadas, que resaltaban por el exotismo de la técnica. Si bien sus primeros bordados eran aniñados, siempre fue minuciosa: sus creaciones parecen hechas a máquina por el nivel de perfección. “Ahora encontré una técnica que me gusta, que me va cerrando más pero pasaron doce años. Para mí la tela no es una hoja en blanco, viene con una información en la trama. Al principio mi intención fue emular el bordado de una máquina pero lo hago con un zurcido: levanto los puntos de la tela y si me equivoco vuelvo a empezar. A veces la tela queda marcada pero no me importa. Voy probando cosas, lo que sale sale.” Y lo que sale es hermoso.
Después de muchas idas y venidas y la vuelta de aquel exilio, Guillermina empezó a expandir su trabajo a través de Formosa, un espacio que funciona como una galería, un lugar de encuentro de artistas nuevos, creadores de objetos bellos y talleres diversos. El de bordado es uno de los más conocidos. “Hace años una amiga me pidió que le diera clases y yo en ese momento no estaba segura de poder enseñar. Tardé un montón en decirle que sí y esperé que se armara un grupo. Para mí el bordado era y es algo muy íntimo, una relación entre la tela y yo de la que es difícil salir para comunicar, entonces fue largo el proceso. Cuando empecé a dar clases pensé que iban a venir dos personas pero se armaron dos grupos de seis. En ese momento no tomaba dimensión pero ahora que pasaron casi siete años me sorprende. Hoy hay un montón de gente dando clase”, dice.
El bordado no está visto como un arte, es una labor. Esto está cambiando pero todavía hay mucha gente que lo ve de esa forma, a pesar de que el trabajo de Guillermina se pudo ver en arteBA y en distintas muestras y galerías. “El sentido de la labor fue muy desprestigiado y, sin embargo, junto a la pintura, fue una de las primera artes. Fue como un efecto colateral de que las mujeres salgan de la casa. La tercera ola del feminismo volvió a reivindicar las tareas manuales: crochet, tejido y bordado son formas de protesta en este momento, pero son ciclos que se dan. Las mujeres de las organizaciones sociales son trabajadoras, y sí, tienen que trabajar y estar en la casa. Acá no tenemos cultura del bordado pero en México las zapatistas bordan con los pañuelos y calzadas, y trabajar las manos es uno de sus lemas, en el norte de nuestro país también, en Bolivia, Perú... en cada lugar con otro lenguaje que se mantiene con los años.”
A la hora de definir su trabajo, piensa, dice que no sabe exactamente qué quiere mostrar o transmitir. “Quizás es porque no tengo en cuenta que habrá un espectador. No soy de las personas que necesitan mostrar todo lo que hacen, soy para adentro. Es una tarea de introspección, hermetismo y goce zen en la que recurro a mi imaginación, sueños o los hechos de mi propia vida. Me propongo reglas y sigo el juego mientras entra y sale la aguja. Ultimamente soy tan rigurosa en mi manera que intento no componer, dejo algo librado a las fuerzas del universo, eso les trae frescura a mis bordados.”
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