Viernes, 22 de noviembre de 2013 | Hoy
VISTO Y LEíDO
La editorial Manantial publica por primera vez en castellano textos de Ana Cristina César, poeta carioca central de fines de los ’70 y primeros ’80. De una modernidad apabullante, los ensayos recorren temas como la traducción, la creación poética y, sobre todo, la relación entre literatura y mujer.
Por Marina Mariasch
Como las uñas y el pelo, la obra de algunos autores sigue creciendo después de la muerte. A veces se inventan títulos que ni los propios autores permitirían. Pero en el caso de Ana Cristina César, poeta y traductora brasileña (1952-1983), los papeles inéditos y dispersos son piedras preciosas ocultas que brillan cada vez que salen a la luz.
De vida breve y desviada, corrida al margen de los mandatos y la previsibilidad, “Ana C., poetaestrella de su generación, de vida breve, veloz, fructífera”, es una poeta ineludible de la producción carioca. Pero no para entender la escena de Río de Janeiro o el tropicalismo, sino para quedar fuera de lugar. Eso es lo que provoca una escritura nueva, rara, de vanguardia: incomoda, desacomoda, desconcierta.
Precursora de la literatura del yo, tan en auge y tan eterna –desde la publicación de diarios íntimos y correspondencia de los escritores, ¿cuándo podría decirse que no existió?–, Ana Cristina escribió los ensayos más personales, completamente atravesados por un cuerpo conmovido por la modernidad y los cuestionamientos de género. “¿Habrá una poesía femenina distinta, en su naturaleza, de la poesía masculina?”, se pregunta mientras lee a dos colegas contemporáneas. “Y en el caso de que esa poesía especial exista, ¿habría que buscar en ella características como una sinceridad llevada al extremo del exhibicionismo, una sexualidad que no es sino el deseo de hacerse amar por los lectores?” “En el fondo, la idea de buscar una poesía femenina es una idea de los hombres.” Obviarlo, dice, sería condescendiente y machista, aunque la mujer que escribe ya no se encuentre encerrada en el vapor de los bellos sentimientos –tristeza incluida–, o más bien, éstos sumen la rabia, escupir al aire, montar a contrapelo.
Puede que en las fotos que quedan de ella, muchas incluidas en las ediciones de su obra, como si fuera imposible separar cuerpo y palabra, haya algo de estrella distante. Pero la exposición no es fotográfica, es total, porque no hay texto –en su poesía, en sus escritos, en sus ensayos críticos– en los que coloque un velo o arme un discurso tal que academia, suplementos, lectores en general queden tranquilos. La poesía, editada por Bajo la Luna en exquisita traducción de Teresa Arijón con el título Guantes de gamuza, funciona como una flecha hacia el futuro. Estos ensayos, que permanecían inéditos en español, también pueden leerse como parte de su obra poética. Están trenzados, en el uso del lenguaje de su poesía, anticonvencional, como en una batalla de los géneros inconclusa que Ana Cristina no pretende resolver. Pero, sobre todo, sus ensayos –que recorren la tarea de traducir, las posiciones de lectura, la literatura de las mujeres y la escritura “marginal y desviante”– son la prueba perfecta de que el pensamiento sobre el mundo real no es patrimonio de los varones.
Revisando constantemente los feminismos, siempre sin pancartas pero con la bandera de la palabra, Ana Cristina parece todavía una escritora de hoy y de mañana. Uno no elige cuándo nace, pero puede elegir cuándo morir. Ana Cristina –que nunca se volvió César– nació en la era tropicalista, vivió en la orilla, frente al mar y la frontera. Y, aunque lo haya intentado de mano propia, no consiguió darse muerte.
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