Viernes, 8 de agosto de 2014 | Hoy
VISTO Y LEíDO
El nuevo libro de la poeta Leticia Ressia recupera el poder de la furia y del desencanto para enfrentar, no sin nostalgia, la masa oscura del futuro y la impiedad del presente.
Por Daniel Gigena
En poemas que cobran una intensidad y un volumen inesperados en comparación con esas pulidas piezas breves de La selva oscura, el nuevo libro de Leticia Ressia (Buenos Aires, 1979) acrecienta un tono polémico y de contienda desesperada y, a veces, también cómica. “Nada hay que esperar sólo somos / la distracción de algo más grande.” En el remate de un poema táctico, esos dos versos articulan la búsqueda de un sonido interior al sentido, por más difícil de asimilar que éste pueda resultar. “Me comió la cara el sablazo / la mentira del padre / el hielo de los pobres / el trabajo el trabajo / la hora cumplida sobre el teclado / no podré dormir / rodeando la mediocridad de lo vivo”; la segunda estrofa de “Mordí de lo mío”, donde “una mujer quemada” resiste la pobreza con cartones y sin corazón, se asemeja a una declaración que brindará el tono, la iracunda línea tonal que se impone en El hielo de la guerra.
A bordo de un tren, esa voz cuenta y canta a los gritos: “Saqué la cabeza por la ventana / y cuando vino el poste / la guardé. / Me tiró para atrás el angelito / ‘hoy vas a conservar tu cabeza’ / y el monte de algarrobos hacía coro: / ‘no te mueras nunca lety’ / y lloraba del susto”. Con lágrimas, con coro y con cabeza, esa silueta femenina (que tiene madre, que es acaso una muerta, “que tendrá un hijo o un perro”) seguirá huyendo sin ser alcanzada. De qué se escapa en los poemas de Ressia importa menos que el modo en que la furia se utiliza como combustible verbal: “Vengo del odio / de la espera del odio / pongo el oído en el piso”. Por medio del odio y del oído, escribe un manual de guerra.
Leticia Ressia nació en un pueblo de llanura bonaerense. Pronto se instaló en la ciudad de Córdoba, donde estudió Letras Modernas en la facultad provincial; allí vive y trabaja, de lunes a viernes, en una oficina. La relación tensa entre el trabajo diario y el de la escritura atraviesa varios poemas de su tercer libro: “Camino la vereda del shopping / paso el puente / el trayecto al trabajo sabe / que un día fui un ser iluminado”. En ese puente entre trabajo y literatura se cruzan varias de las líneas semánticas de El hielo de la guerra. “Es un título que emergió sobre el final de algunas lecturas –cuenta la poeta sobre la génesis y el método de su nueva obra–. Después fue un fogonazo del último minuto, capaz de condensar todo lo que quería decir en ese libro. Con respecto a la continuidad o no de mis trabajos, el primer poema para mí viene del volumen anterior, La selva oscura; es como cerrar esa parte, pero dando paso a lo que sigue con naturalidad, un puente. Siempre hay continuidad, nunca se empieza de cero. Eso encaja también para las tradiciones literarias. No escribo pensando en ellas, pero tampoco desde un vacío. Soy más combativa contra ciertas apreciaciones que me limitan a la literatura escrita por mujeres o de las otras, que no puedan ver más allá de lo obvio, es decir, a ‘la poeta que nació en un pueblo al lado de las vacas’, aunque, bueno, quizá sea así y yo no lo vea. Sería frustrante descubrir eso. En cuanto a lo que se viene, no hay nada concreto, pero tengo una novela a la mitad, algunos cuentos sueltos.”
Quizás en el magnífico poema “Un hombre vive atrás de mi cabeza”, donde una segunda voz roe la calma precaria (“dice que es mi hambre / en los días de ayuno”), se esbozan con urgencia algunas hipótesis para definir el estado de la poesía de Ressia. “¿Es acaso un espíritu / la sed de algún muerto / soldada al espejo de la carne / o simple error de la materia?” Sin adscribir a tradiciones románticas, feministas (“nosotras ya no somos como antes madre”) o políticas, las tensiones de todas ellas juntas y del tiempo que se acaba concurren en un frente de batalla hecho texto, quizá sólo para huir del hueco aborrecible de la cotidianidad o de la “impiedad de alguien superior”. Con escasos giros coloquiales, pero con un uso punzante de lo que las lenguas populares forjan y declinan, sus poemas se elevan a cantos bélicos, partes de una guerra mugrienta, descontrolada y estremecida. Qué la estremece si no “el ruido de las cosas muertas” –transcripto ese ruido en versos que se sienten como espuelazos– es la incógnita que la voz de Ressia abre y hace restallar.
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