Viernes, 23 de enero de 2015 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Teórica de las emociones, Eva Illouz se dedica a explorar
las razones por las que la ficción erótica Cincuenta sombras
de Grey causó tanta sensación y sensaciones.
Por Marina Mariasch
Hace unos años un best-seller vino a decirnos que las mujeres y los varones éramos de distintos planetas. Más recientemente, otro éxito descomunal de ventas parece decir que, en el plano del romance, a las mujeres no sólo nos gusta que nos escuchen, nos contengan y nos den un rato de juego previo, como marca el estereotipo, sino que también nos fascina un hombre dominante, frío y que nos someta a prácticas sadomaso. O al menos, que nos fascina leer sobre eso.
En una época en la que la pornografía –incluso el porno soft y el erotismo– están disponibles y se consiguen gratis en Internet en todas sus versiones, fílmica, literaria, visual, la teórica Eva Illouz, que nació en Marruecos y estudió literatura y sociología en París, se cuestiona el éxito inaudito de Cincuenta sombras de Grey. La novela erótica de E. L. James que vendió más de setenta millones de copias (más que Harry Potter y El Código Da Vinci) y fue traducida a cincuenta idiomas, superando los registros de consumo gratuito de pornografía liberada en la red al menos por parte del colectivo de las mujeres.
¿A qué se debe semejante fenómeno? Illouz, que en su libro anterior, Por qué duele el amor, intenta una explicación sociológica del mercado de las relaciones afectivas, en Erotismo de autoayuda analiza este caso inédito en la literatura reciente. Por empezar hace una exhaustiva disección del best-seller, desnudando fórmulas y estrategias. Los estudios dicen que se necesita un título “que incluya temas de amor, sexo, religión, autoayuda o humor”, que el libro transmita “alguna pretensión de mensaje o tesis aparentemente profunda pero en realidad común y corriente”, y hasta hay recetas con porcentajes preestablecidos (45 por ciento de intemporalidad, 25 por ciento de emoción, etc.).
En Cincuenta sombras..., además de todo eso, hay otra cosa. La novela de E. L. James empezó siendo una historia por entregas en un blog que manejaba el autor, donde aceptaba comentarios y sugerencias. De esta manera, la novela se fue formando a voluntad de los (¿las?) lectores, como una especie de elige tu propia aventura, como si pudiéramos escribir nuestra fantasía romántica con el genio de la lámpara que nos cumple los deseos y los caprichos.
Siguiendo ese criterio, aparentemente, lo que queremos las mujeres, como dice el protagonista Christian Grey, no es tanto hacer el amor como tener sexo duro y sádico. El peligro siempre no está en la preferencia sino en subestimar a las mujeres, incluso a las lectoras de Cincuenta sombras de Grey. En el siglo XIX se decía que la lectura de Madame Bovary fomentaba la infidelidad femenina, y ahora se dijo que Cincuenta sombras podía incitar la violencia de género.
El arte puede incidir en la realidad, pero no de manera tan lineal. Hablar de violencia de género desde las prácticas sadomaso que describe Cincuenta sombras es, por un lado, una falta de respeto a las víctimas de este tipo de violencia y a quienes se ocupan del tema en diversos ámbitos de la vida social y política –en la cama y en el sueldo– y, por otro lado, ser bastante pacato. En todo caso, fueron violentos los discursos que se organizaron en torno del libro. Se dijo, con prejuicio, que las mujeres lo leían para compensar la falta de sexo que tenían en sus matrimonios, que la novela cristaliza los deseos de dominación que tienen las mujeres por el poder en la figura del frío millonario Christian Grey, y otras cosas por el estilo. Más allá de que el deseo es un complejo indescifrable, cada uno y una puede hacer lo que quiera con su cuerpo. Más difícil es manejar los discursos que se inscriben sobre él.
Lo que hace Eva Illouz es correr el telón del asombro. Acá no pasa nada tan raro. En principio, Cincuenta sombras no parecía destinado a las listas de los más vendidos: su éxito era impredecible porque en apariencia contradecía las reglas culturales establecidas, jugando con el filo de lo inconveniente, mezclando placer y dolor. Para Illouz esto no es ninguna novedad ni transgresión: el sadomasoquismo integra el canon literario por lo menos desde el Marqués de Sade, y la ficción erótica tiene hasta colecciones de consumo masivo.
Pero además las prácticas sexuales entre el galán de acero Christian Grey y la inocente Ana Steel, sadomasoquistas y no convencionales, son prácticas consensuadas. En el ámbito del BDSM (bondage; disciplina y dominación; sumisión y sadismo, y masoquismo) todo –violencia incluida– sucede dentro de un sistema de límites conocidos y respetados. Puede haber un coqueteo con la transgresión, pero la ruptura real de las reglas implica quedar fuera de juego. Ana y Grey incluso firman un pacto.
Lo que buscaron, entonces, las lectoras de Cincuenta sombras es una relación estable, con pimienta pero sin riesgo real, consensuada y con un pacto respetado. Probablemente, la certidumbre emocional sea parte de la utopía romántica de muchos y muchas. Pero tanta estabilidad es lo que Illouz llama “la aporía del deseo”: cómo se sostiene el deseo en una relación estrictamente consensuada. Ni en la ficción ni en la vida real parece existir una fórmula secreta como la del líquido negro de la Coca, que asegure el éxito en las relaciones amorosas.
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