Viernes, 23 de enero de 2015 | Hoy
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Glyzelle Palomar
Por Roxana Sandá
Glyzelle es nombre raro, suena como el Michelle de Los Beatles, por lo melancólico antes que por la musicalidad de las sílabas. El “Palomar” que lleva de apellido la transforma ahora en heroína romántica de telenovela latina, aunque el relato llegue esta vez de Filipinas y la niña en cuestión haya llorado frente a un hombre, en efecto, pero a un hombre santo. Glyzelle Palomar tiene 12 años recién cumplidos; el papa Francisco, se sabe, es un septuagenario. Sin embargo, ambos tuvieron el reflejo o por lo menos la intención mutua de entenderse en la desgracia de ella, que se había presentado en el encuentro con jóvenes organizado en la Universidad de Santo Tomás de Manila. La desdicha tiene origen en la calle, donde se crió junto a una familia dinámica que oscilaba entre los abusos, las drogas y la prostitución. Su compañero de ceremonial fue Jun Chura, un adolescente de 14 años que también nació y creció en la calle, sin mayores lazos que su propio instinto de supervivencia.
Hubo un instante previo en la historia común, cuando ambos fueron rescatados por los voluntarios de la asociación Tulay Kabataan, una organización no gubernamental a cargo de la casa de acogida que visitó el Papa hace una semana y por sorpresa. Como en todo evento protocolar, se permitió formular preguntas a un grupo numeroso de niños y jóvenes, dicho esto en masculino, porque los varones eran mayoría. Glyzelle formaba un coro con otras tres niñas, una minoría absoluta que volvió a empequeñecerlas, como cuando trataban de ser las invisibles en las veredas empobrecidas de Manila. Pero la sorpresa estaba reservada para que los planetas chocaran. Leyó para que no le quedaran dudas a nadie, mucho menos a “Lolo Kiko”, es decir “Abuelo Pancho”, como llaman lxs filipinxs a Francisco.
“Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchos víctimas de muchas cosas terribles como las drogas o la prostitución. ¿Por qué Dios permite que estas cosas sucedan, cuando, además, no es culpa de los niños? ¿Y por qué hay tan poca gente que nos ayuda?”, preguntó Glyzelle llorando a mares, con toda la melancolía que trasuntaba el nombre de heroína romántica. Los varones fueron definitivamente más modestos: obsequiaron al pontífice un libro con fotografías y una pulsera de la asociación. Pero Francisco dejó de mirar a los niños, a sus chucherías de plástico y a los custodios apurados por abreviar el trámite. “Ella hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta y no le alcanzaron las palabras, y tuvo que decirlas con lágrimas”, pronunció en un lamento. Y miró a su alrededor, sin soltar a la chica del rodete asfixiado en una tiara blanca, para reprocharles a los presentes que “hay sólo una pequeña representación de mujeres aquí, muy poco”. La frase provocó risas nerviosas a funcionarios transpirados. “Las mujeres tienen mucho que decirnos en la sociedad de hoy. A veces nosotros, los hombres, somos muy machistas. No damos espacio a las mujeres, pero son capaces de ver las cosas con un ángulo diferente de nosotros, con un ojo diferente. Las mujeres son capaces de plantear preguntas que los hombres no somos capaces de entender.”
En el vuelo de regreso a Roma, lejos ya de esa niña con nombre beatle, Francisco retomó el hilo invisible de las preguntas sin respuestas acerca de las mujeres filipinas, sus cuerpos, sus deseos y sus obligaciones. “Algunas personas creen –discúlpenme la expresión– que los buenos católicos deben reproducirse como conejos, pero la palabra clave para responder a ello es paternidad responsable”, declaró. “Y cada persona, en el diálogo con su pastor, debe buscar cómo llevar a cabo esa paternidad.” Es posible que los dichos agiten cierta polémica en sectores conservadores, pero más inquietante es pensar en la huella dejada en Filipinas, allí donde existen problemas graves de control de natalidad y la Iglesia Católica rechaza con vehemencia la anticoncepción artificial.
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