Viernes, 6 de febrero de 2015 | Hoy
ARTE
¿Cómo se representaba el deseo en el siglo XIX? Mujeres sin vagina, gordas y “feas” salen del diván en el que yacen recostadas tantas e ilustran un recorrido espléndido y poco tradicional de nuestro acervo nacional.
Por Cristina Civale
El cuerpo femenino es el eje de esta muestra que expone el Museo Nacional de Bellas Artes: el cuerpo de mujer imaginado en los bordes del siglo XIX y principios del XX, un cuerpo manoseado y pensado según el gusto burgués de los coleccionistas y críticos de la época que pautaban que la mujer sólo podía ser representada en tanto joven y bella, entendiendo por bella el canon de la premodernidad de un cuerpo proporcionado, una cabellera a lo Rita Hayworth y casi una sensación de olor al perfume que exudaba la Belle Epoque, un exquisito y caro perfume francés. Por fuera quedaban las mujeres de la calle verdadera, las transpiradas y ajetreadas trabajadoras, incluso las domesticadas dentro del hogar. El cuerpo femenino creado por ese imaginario estrecho constituyó, mayoritariamente, pura exclusión.
La seducción fatal-imaginarios eróticos del siglo XIX es la muestra aludida y en ella se aborda con un guión crítico y novedoso parte del acervo del museo insignia de Buenos Aires como nunca se exhibió, con una mirada erotizada pero también enclaustrada en el canon de la época. Es una apuesta valiente y novedosa la de su curadora, Laura Malosetti Costa, quien elige para recibirnos en la exposición que ideó con originalidad y desafío Eros y Psique, de Edouard Dubufe, una acuarela donde Psique, mirando de frente y con ímpetu casi arrabalero, atemoriza al que se atreva a cruzarle una mirada por la belleza paralizante que la protegía. Cuenta la leyenda que escribe Ovidio en La metamorfosis que su padre no pudo casarla debido a que por esa misma belleza –virtud y castigo– atemorizaba a los hombres, pero en esta acuarela viene Eros alado por detrás y no la posee ni la corteja, la rapta.
La muestra se divide en secciones que despliegan las afrentas, temores y clichés que el cuerpo femenino asumía en las representaciones de la época: Erotismo y violencia: el rapto; Prisioneras y cautivas; Desnudo, voyeurismo y trasgresión; Seductoras fatales y musas modernas.
Esta selección, afirma su curadora, “permite contemplar obras de artistas europeos y argentinos –incluyendo al uruguayo Juan Manuel Blanes– del siglo XIX para considerarlas en conjunto, siguiendo el hilo de la imaginería erótica de Occidente en el arte y en el gusto de coleccionistas y público argentino, con sus sincronías y divergencias. Se intenta transformar su carácter de ‘obras de arte de museo’, según una nueva mirada, vinculándolas con otras manifestaciones de la cultura de su tiempo, como elementos visuales que dieron forma al deseo, como manifestaciones del universo ideológico y mental en el que se inscribieron”.
En el separado Seductoras fatales y musas modernas, se destaca Pandora, de Jules Lefebvre. Ella, como las demás femmes fatales en la reproducción decimonónica no tenían sólo belleza sino que ostentaban el saber. La caja de Pandora, llena de conocimiento y de los males del mundo, la convertía en una mujer amenazante, en un símbolo de cómo luego se imaginaría y reproduciría el cuerpo femenino. Es notable en esta pintura que Pandora no tenga vagina. Allí donde debe estar el tajo de la penetración y el parto, hay un trozo de piel sin vello púbico. Presenciamos un pubis cerrado y quizás asexuado. El artista la dotó del poder del saber pero no pudo menos que quitarle el poder de la sexualidad. No es un ser andrógino, es una Pandora light a la que se la provee de una belleza angelical y, como cuenta también la leyenda, carece de sexo como los ángeles. Ningún detalle si vamos a hablar de ese imaginario de gusto burgués que todavía no permitía ni quería, en las representaciones femeninas, emanciparlas.
Es notable en este sentido el óleo La manicura, de Henry Caro del Vaille, donde el título proviene de la mujer menos femme fatale. Una manicura, probablemente una sirvienta, anciana, vestida totalmente de negro, siguiendo el canon de la época por el que la servidumbre se reproducía vestida. Otra sería la obra si también esa mujer hubiese sido desprovista de ropas dejando a los ojos asombrados el paso del tiempo, las “imperfecciones” de la edad que ya pasó de ser sólo madura. En cambio la mujer que yace en el sillón no puede ser más que un objeto para ser contemplado. Laxa, abandonada al placer de ser atendida por otra mujer que no merece el don de estar desnuda ni de seducir, ella, la destinataria del manipedi –tal como llamaríamos hoy a una chica que se va a hacer las manos y belleza de pies– se abandona a los placeres de la observación y del ser tocada con recato por otra mujer. La mujer que recibe los servicios de la sierva también está vestida, de un blanco sucio, casi transparente, que permite adivinar la perfección del cuerpo que apenas parece ocultar con ese vestido velo. El erotismo –que por excelencia muestra sin mostrar, es una hendija, un velo que oculta aquello que se deja adivinar fácilmente– en esta obra no calienta ni excita, produce sólo el placer de la contemplación de sus formas seductoras, donde lo que verdaderamente seduce es la calidad artística que encierra un contenido frío, más bien frígido. La seducción pedida por el público y comprada por los coleccionistas para los museos del mundo y colecciones privadas en este apartado no provoca ninguna sensación sexual, es antierótica y no representa ningún peligro para la dama consorte del comprador de la obra ni para las señoras acomodadas que por ese tiempo tenían la fortuna de contemplar obras de arte. Es como si ellas, las compradoras y poderosas, no quisieran ser perturbadas por sus antojos artísticos, casi estrictamente decorativos.
Otra historia es la que cuenta la obra maestra de Eduardo Sívori, El despertar de la criada (Le lever de la bonne, 1887), donde el artista rompe los cánones de la época. Primero desnuda a una criada –sierva, sirvienta– y lo hace con la notable realidad de un cuerpo que podría encontrar un par fuera de cuadro. Es una mujer que se puede tocar, con un seno velado y el otro a la luz, estalla de verdadero erotismo. El entorno huele a vida como esa media que está dando vuelta en un gesto cotidiano y notablemente erótico, si bien con una sensualidad soft; el artista argentino logra una obra notable, ya inscripta en la historia del arte nacional como un quiebre en la representación del cuerpo de las mujeres y en la historia del arte en general. El entorno, mustio y austero, propio del cuartito de la sierva, aumentan el poder de esta obra magnífica para su época y las por seguir. En su momento, la obra presentada en el Salón de París, fue vapuleada por burda, por representar una mujer tosca y fea, llegaron a decir, la imprudencia de desnudar a la criada. Imaginamos las erecciones de quienes tachaban esta obra de arte mayúsculo que la historia, por fin, pondría en su lugar como tal.
Prilidiano Pueyrredón aportó en el mismo sentido con la sensualidad de esos cuerpos pasados de peso –un mal modo de decir– de sus óleos El baño y La siesta, donde quizás una misma mujer entrada en carnes se bañaba dejando con alegría en su rostro sus senos al aire y su cola igual mientras dormía en la otra pintura.
La inclusión de la artista y modelo Juana Romaní –cuyo autorretrato fue elegido para el excelente catálogo que acompaña la muestra– es un gran acierto de esta exhibición. Se destaca ese autorretrato donde sin resignación y con prepotencia –una prepotencia por entonces sólo mayoritariamente autorizada al macho– apuesta con sus ojos y pechos de frente mostrando lo que ella y sólo ella quiere mostrar de sí. También su obra y especialmente el autorretrato marcan una nueva inflexión en ese imaginario homogéneo de la época donde las mujeres parecían destinadas a estar tiradas con languidez en sillones o en el piso a la espera de no se sabe qué.
La muestra cuenta con un muy logrado apartado de cine nacional erótico pornográfico, donde el visitante agradece esta selección inédita y sobrecogedora de comienzos de ese género siempre en el borde del escándalo y la risa. También hay un pequeño apartado de afiches de la época y de invitaciones a prostíbulos acompañados por promociones a eventos tangueros y una explicación veloz de los orígenes prostibularios del tango.
Las 65 obras que componen La seducción fatal arman un itinerario que invita a la reflexión sobre cómo el cuerpo femenino fue tomado y representado no hace tanto tiempo, y al ver lo que se ve también se ve lo que falta, todo este presente heredero de ese pasado que hace del erotismo y del cuerpo femenino otra zona de batallas, porque sobre las mujeres y su corporeidad siempre navega el conflicto, ya sea para empoderarnos o armarnos-desarmarnos como un electrodoméstico.
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